The Project Gutenberg EBook of Nacha Regules, by Manuel Gálvez This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have to check the laws of the country where you are located before using this ebook. Title: Nacha Regules Author: Manuel Gálvez Release Date: November 20, 2019 [EBook #60748] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK NACHA REGULES *** Produced by Andrés V. Galia, María C. Fernández Quintana and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive)
NOTAS DEL TRANSCRIPTOR
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Por ejemplo "vió", "fué", "dió", en esa época se escribían con acento ortográfico, mientras que vocablos que actualmente llevan acento ortográfico, como "reír" y "oír", cuando la obra fue publicada no lo llevaban.
El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el de respetar las reglas de ortografía vigentes al momento de la publicación de la obra. Sólo errores evidentes de ortografía, impresión y/o puntuación, han sido corregidos.
La cubierta del libro fue modificada por el Transcriptor y ha sido puesta en el dominio público.
El Índice de capítulos ha sido agregado por el Transcriptor.
MANUEL GÁLVEZ
NOVELA
EDITORIAL PAX
BUENOS AIRES
1919
DEDICO ESTE LIBRO
A LAS MUJERES DE CORAZÓN,
PARA QUE NO IGNOREN CÓMO ES DE TRISTE LA VIDA
DE SUS HERMANAS QUE CAYERON,
Y LES TENGAN PIEDAD Y LES OFREZCAN SUS MANOS
PARA LEVANTARLAS DEL TERRIBLE ABISMO.
ÍNDICE DE CAPÍTULOS
CAPÍTULO | Pág |
I | 7 |
II | 22 |
III | 33 |
IV | 47 |
V | 58 |
VI | 74 |
VII | 92 |
VIII | 107 |
IX | 118 |
X | 132 |
XI | 147 |
XII | 159 |
XIII | 169 |
XIV | 186 |
XV | 202 |
XVI | 215 |
XVII | 226 |
XVIII | 239 |
XIX | 251 |
XX | 264 |
XXI | 277 |
XXII | 287 |
XXIII | 302 |
XXIV | 313 |
EPÍLOGO | 321 |
Noche de Agosto. Buenos Aires ardía en millones de luces, deliraba en fiestas jubilosas, se exaltaba en la fiebre de su adolescente energía. En Mayo comenzaron las fiestas. Vinieron millares de gentes desde todos los rincones del país, desde las repúblicas vecinas. Y aun desde Europa vinieron.
Durante los grandes días, el gentío, en procesión monstruosa y lenta, cubrió el asfalto de las calles centrales. El pasar de las gentes era infinito; las calles y las casas parecían moverse. Al atardecer, cuando la multitud se espesaba, las calles producían la sensación de algo que se iba hinchando. Por las noches, cuarenta teatros e innumerables cines y conciertos apretaban, en sus salas, desbordantes trozos de muchedumbre.
En los cabarets se codeaban el ruidoso libertinaje y la curiosidad. El cabaret porteño—sólo el nombre de común, con el de París—, es un baile público: una sala, mesas donde beber y una orquesta. Jóvenes de las altas clases, sus queridas, curiosos y algunas muchachas "de la vida" que acuden solas, son los clientes del cabaret. El tango, danza allí casi exclusiva, y la orquesta típica—compadritos y mulatillos en [8] su mayoría—, instalan entre el champaña y los smokings el alma del arrabal. Los músicos cantan ciertos tangos, gritan, golpean sobre las maderas de los instrumentos, gesticulan. Las siluetas de los danzantes se tuercen, se enredan, se paralizan. Y el bandoneón, con sus notas bajas y oscuras, subraya los tangos de largas sombras dolorosas.
Pero no todo en el cabaret es danza. Algunas noches el escándalo corta de golpe el baile, de un cabo al otro de la sala, como un vibrante y enorme tajo. Una terca mirada a la mujer de otro, un violento choque de parejas o una sospecha de burlas, hacen hinchar las bocas de amenazas y zigzaguear los revólveres. La "patota", protagonista usual de estas escenas, es un grupo de jóvenes malcriados. Su placer más fuerte consiste en molestar, insultar, agredir con los puños o con armas, trastornar en gresca tabernaria las reuniones pacíficas. Indignarse contra los patoteros o querer repulsar sus agresiones, es ofrecerse al brazo habituado o a la bala certera, que surgirán a traición, canallescamente.
Aquella noche de Agosto, en uno de estos cabarets, atestado de gente, se bailaba con frenesí. Dijérase que una gigantesca mano invisible, desde lo alto de la sala, revolvía las parejas insaciablemente. Todas las mesas, ocupadas. Las botellas de champaña sacaban sus cuellos aristocráticos de la prisión glacial que las ahogaba. Bajo las luces, los colores de las toalés femeninas se exacerbaban; y las carnes, que los pródigos escotes mostraban, aparecían relucientes, vibrantes y doradas. Tangos y más tangos. Dibujábanse, con rapidez cinematográfica y en mezcolanza fortuita, [9] actitudes elegantes e involuntarias caricaturas. Los músicos, agitándose, gritaban "¿Qué me batís?", y otras frases de malevos. Una pareja de tanguistas emergió del conjunto entre aplausos. Súbitamente, el bloque movible se abrió redondamente en su centro, y allí, rodeada por el brocal de los rostros, por las palabras admirativas y pintorescas y por los aplausos, la pareja se contorsionó y se rehizo hasta el infinito, en matices minuciosos, bajo la turbia ansia sensual de un tango ardiente, que el bandoneón aplacaba con el dolor de sus sombras.
Cuando esto cesó, muchos ojos se amontonaron sobre un hombre extraño, solitario en una mesita. Era extraño a fuerza de tristeza y preocupación. Era extraño, por su absoluta indiferencia hacia todo lo que le rodeaba. Vestía de negro, con elegancia y severidad. Su rostro era magnéticamente atrayente. Se sentía que ese hombre tenía un alma. Y que esa alma sufría. Por sus facciones se diluía una expresión atormentada.
Fuera de su propia preocupación, sólo le acompañaba, en aquella su soledad, el mirar disimulado de una lindísima muchacha que, con varias personas, ocupaba una mesa próxima. Aquel hombre no estaba en el cabaret. Sus ojos, cuando no eran para la vecina, ascendían a lejanos mundos. Iban sin duda a buscar cosas muy distantes, para llenar con algo la soledad de su alma o para dárselas a aquella mujercita en la punta de una mirada.
Los individuos en cuya compañía estaba ella, formaban una patota. Eran cinco y tenían en su mesa tres mujeres. No pertenecían aquellos sujetos a la sociedad [10] aristocrática, pero eran lo que se llama en Buenos Aires "gente bien". Sus apellidos tenían representantes en la política y en los negocios y salían con frecuencia en las crónicas sociales de los diarios. Personalmente, no eran ellos distinguidos. Hablaban a gritos, reían a carcajadas, usaban términos compadrones, bailaban exagerando los hombros, ostentaban su champaña y llevaban, en pleno invierno, trajes claros y corbatas llamativas. Unos "guarangos" típicos, pues.
La muchacha que había impresionado al hombre solitario estaba triste. Una dulce melancolía circulaba por su rostro alargado, por sus ojos ardientes y oscuros, por su boca, quizás un poco grande. Y todo en ella completaba el melancólico atractivo de su persona: el enorme sombrero, que le daba un aire ingenuo; la elegancia, un poco al desgaire, de su vestir; la actitud de abandono y nonchalance de sus largos brazos, flacos pero bien modelados, y cubiertos hasta más allá del codo por guantes blancos; su escote, que hacía resaltar el dorado desvanecido de la piel; sus cabellos de un color rubio amortiguado, que le caían en guedejas formando un lindo marco a la tristeza de su rostro. El hombre advirtió que ella se esforzaba inútilmente en alegrarse y reir con sus compañeros. La tristeza se había entercado en su persona, y a su voluntad le faltaba fuerzas para alejarla. Hubo un momento en que la tristeza aumentó hasta desbordar. Entonces sus compañeros lo notaron. Uno de ellos, en quien ya el vino operaba, gritó:
—¿Pero qué te pasa, ché? ¡Avisá si te está por dar el cólera!
Era un individuo desgarbado y feo, chato, movedizo, chillón, gesticulante. Llamábanle el Pato. Sus amigos festejaron la gracia con risotadas. La muchacha intentó una sonrisa. Y por la ventana de esa sonrisa, el hombre solitario vió el pozo interior del sufrimiento de aquella criatura. Y su rostro se contrajo ligeramente.
—Metéle champán, no más, que es bueno pal dolor de barriga—continuó el Pato, alentado por el éxito.
—No hagás caso, Nacha—dijo una de las mujeres, fríamente, como por obligación.
Nuevas risas en el grupo y aun en las mesas próximas. La muchacha, avergonzada, miraba con desconfianza y miedo hacia todas partes. Cuando sus ojos se encontraron con los del hombre solitario, aumentó su vergüenza.
La orquesta concluyó un tango. En la quietud que siguió, los patoteros se burlaron de Nacha. Uno, que parecía el amante, incitaba a los demás. Las mujeres se afiliaban hipócritamente a aquella bajeza. Casi todo el cabaret llegó a tomar parte en la burla. En cierto momento, Nacha, que ya no podía soportar aquello, se llevó las manos a la cara. Entonces el Pato gimió grotescamente:
—¡Ay, ay, ay!—, mientras algunos espectadores dislocaban sus hocicos en un escándalo de carcajadas exageradas, o coreaban al llorón:—¡Ay, ay, ay!
—¡Me estás poniendo en ridículo!—exclamó el amante, dirigiéndose a Nacha y agregando una palabrota.
Y otra vez, en la orquesta, un tanto. Las notas lánguidas, [12] los ritmos cojeantes, el espeso abejeo del bandoneón, desalojaron a los gemidos y a las risas. Ya las parejas se hamacaban, o se deslizaban con los cuerpos rígidos y los rostros graves. El dueño de Nacha se levantó para bailar con ella. La infeliz resistía, y él, tomándola de los brazos con violencia, la plantó en medio de la sala.
—¡Dejáme! No puedo bailar...
—¡Vas a bailar, te digo! ¡...ciendo papelones!
—Mirá que no puedo, por favor...
Pero el sujeto ya la había tomado de la cintura y entraba con ella en la rítmica agitación. El hombre solitario se había estremecido al ver aquella brutalidad. Dentro de él una lucha se agrandaba. Muchos pares de ojos, convergiendo en este hombre, pregustaban inquietamente un drama.
Nacha, sin ánimos para bailar, no tardó en desasirse y en volver a la mesa, que estaba sola, pues sus compañeros danzaban. El sujeto, sonriendo de rabia, se sentó a su lado, la injurió y la amenazó. Hablaba adelantando la mandíbula inferior, apretando los dientes y haciendo con los labios contorsiones de enojo y de desprecio.
—¡Me la vas a pagar esta noche!—se le oyó mascullar una vez, mientras la sacudía de un brazo.
El hombre solitario examinaba a aquel sujeto alto y corpulento, cariancho, afeitado, con una cicatriz en la barba, de grandes espaldas, de piel oscura, de ojos chicos, duros y algo indígenas y de modales autoritarios y antipáticos. Gran perla en su corbata-plastrón, polainas blancas sobre los botines de charol y enormes anillos en los dedos. Individuo de ésos que abundan [13] entre la gente porteña. Rastacueros, exhiben sus pesos y sus mujeres. Viven maritalmente con alguna muchacha bonita, pues si no lo hicieran así, si no tuvieran "hembra", se sentirían sin prestigio. Pasan las noches en los teatros y cabarets con otros amigos y sus queridas. Beben champaña, hacen ruido, molestan, hablan a gritos, "titean" a algún "candidato" ocasional. Son rumbosos, agresivos, audaces. ¡Cuidado del que mire a sus mujeres! ¡Cuidado del que detenga en ellos los ojos! El revólver les abulta el muslo derecho y es habitual apéndice de su mano. A las mujeres las tratan como a bestias de placer, sin delicadeza, ni ternura, ni simpatía humana. Y sin embargo, las mujeres se ligan fuertemente a ellos, tal vez porque los consideran muy machos, porque saben lucirlas y porque la violencia del instinto es tan grande en ellos que les hace inagotables en el amor. Algunos de estos hombres tienen título de abogado, o llevan un apellido notorio. Son todos carreristas y jugadores. Viajaron por Europa, injuriando, con su arrogancia y su rastacuerismo, a las gentes civilizadas. En París iban siempre acompañados de prostitutas, y escandalizaban en las tabernas y cabarets para mostrar su gracia y su coraje criollo. Tipos repugnantes, mezcla de bárbaros y civilizados, de compadritos y personas decentes, constituyen la descendencia urbana del gaucho Juan Moreira. ¡Seres sin escrúpulos, sin moral, sin disciplina, sin más ley que su capricho y su placer!
Mientras tanto, Nacha, con las manos en el rostro, lloraba. El patotero se enfurecía, levantaba la voz, y la amenazaba cada vez con mayor enojo. La llamaba histérica, farsante, ridícula; y decía que todo lo aguantaba, [14] menos los lloriqueos y los papelones. En el hombre solitario se iba desdibujando la inmovilidad de su silueta. Sin duda ya no podía soportar tanta maldad.
La fina espada del violín degolló el tango que agonizaba. Los patoteros y sus mujeres retornaron a la mesa. El llorón, ante las lágrimas de la víctima, volvió a sus ayes gemebundos. De pie, con los puños sobre los ojos y en la actitud de un pelele estúpido, berreaba grotescamente. La bulla explotaba en todos los lugares del cabaret. Cada átomo del cabaret reía. La víctima terminó por habituarse al espectáculo, y las lágrimas, en vez de subir a los ojos, fueron cayendo muy adentro. Y hasta fingió indiferencia, levantando los hombros y haciendo con los labios un desdeñoso gesto. Pero aquél que la miraba leyó en sus ojos, todavía enrojecidos, la confesión de un hondo sufrimiento.
Cuando el nuevo tango aplastó bajo sus pies innumerables la farsa innoble, otro de los patoteros, un muchachón flaco y alto, de cintura entallada femeninamente, quiso bailar con Nacha.
—Ya he dicho que no quiero...
—¿Qué?—exclamó el amante, abalanzándose sobre elle y agarrándola de los brazos, resuelto a levantarla.
—Por favor, no puedo, no puedo...
—¡Qué no puedo, ni no puedo!
La lucha duró un segundo. El hombre triunfó. Arrancándola de la silla, la sacó del sitio y la empujó hacia el centro de la sala, para que su amigo la tomara [15] y bailara. Pero el perverso lo hizo con tal fuerza, que la arrojó al suelo.
En el mismo instante ocurrió algo inaudito. El hombre solitario, que al comenzar la lucha se había puesto de pie, avanzaba ahora. Avanzaba serenamente hacia el brutal sujeto. Estupor. Sensación. Por entre la masa de los espectadores culebreó un temblor de inquietud. Un anillo de siluetas ansiosas encerró a los protagonistas. Cortóse el tango. Sobró un gemido del bandoneón, que entristeció de negruras el ambiente.
—¿Qué hay?—escupió el patotero al rostro del intruso, mientras en sus ojos con algo de indio, y ahora más achicados y endurecidos que nunca, surgía una chispa de odio bárbaro, de maldad primitiva y ancestral.
Asombraba la impavidez del intruso. Frente al victimario de Nacha, permanecía sereno, casi indiferente. Apenas si un lacónico tic de los labios y un temblor en las manos denunciaba su indignación. Mirando fijamente a su interlocutor, dijo con firmeza y lentitud:
—Exijo que no maltrate a esa mujer.
Nadie supo si esto era inconsciencia o coraje. De regular estatura y más bien delgado, parecía que debiese ser devorado por aquel hombrón semibárbaro que era el patotero, y por sus cuatro compinches que, en ley de patota, le acometerían a golpes o a balazos. La estupefacción de los cinco hombres, sorprendidos de que uno solo se atreviese con ellos, había paralizado sus movimientos.
—¿Qué dice?—preguntó el patotero, como si no hubiese oído bien.
—Que le exijo...
Un súbito y unánime ataque de los cuatro patoteros guillotinó su frase. Simultáneamente removióse la concurrencia. Rodó alguna silla. Unos contra otros, aplastáronse muchos cuerpos sobre la estrecha puerta de salida.
—¡Apártense! ¡Nadie toque a ese hombre!—rugió despóticamente el dueño de Nacha.
Garras ansiosas y puños vibrantes quedaron en el aire. Luego el mandón, como sus amigos permanecieran junto al intruso con su asombro y sus deseos agresivos, los impelió uno a uno, hacia la mesa. Después se encaró con los espectadores. Sin duda tuvo intenciones provocativas, pero viendo allí una multitud, se limitó a decir:
—¡... pasao nada, señores! ¡A bailar!
Y dirigiéndose a la orquesta, gritó:
—¡Siga la música! ¡Tango!
La orquesta, que se había deshecho ante el escándalo, se rehizo instantáneamente. Recogida en sí misma unos segundos, empujó con presteza un tango al medio de la sala. Y la gente, parte por temor al mandón y a su patota, y parte queriendo olvidar un incidente que era lógico terminara a balazos, bailó en seguida. Pasado el peligro, a todos convenía suprimirlo para que no volviese.
Mientras tanto, los dos hombres, de pie, hablaban.
—No me conoce usted—dijo el sujeto, sobando sus anillos, como para entretener las manos rencorosas que, estremecidas, ansiaban dar el salto.—Pero yo lo conozco. Usted es el doctor Fernando Monsalvat. Y bueno, señor Monsalvat; voy a darle un consejo, ¿sabe? No se meta con nosotros, y váyase. [17] Inmediatamente, sin chistar. Usted es más viejo que yo, tendrá más o menos cuarenta años; yo tengo treinta y soy más fuerte y estoy acostumbrado a estas cosas. Además, ahí están mis compañeros, saliéndose de la vaina, como quien dice. Váyase a su casa y no se exponga. Y si le doy este buen consejo, es porque tengo razones para dárselo.
Los patoteros se preguntaban con los ojos quién sería aquel hombre. Se preguntaban qué razones tendría su amigo para impedir que le rompiesen el alma. La muchacha, sentada, no quitaba los ojos de su defensor. La orquesta tocaba un tango sollozante, cortado de silencios, lúgubre a veces por el grueso esfumino del bandoneón. Innúmeras parejas bailaban, abrochadas las mujeres a los hombres. Monsalvat había oído con indiferencia a su interlocutor. Y replicó, sereno:
—Nada sé de su consejo. Lo que quiero es que no maltrate a esa infeliz.
—¿Qué...? ¿Infeliz?
Retrocedió fulminantemente, como en impulso de ataque. Sus ojos picotearon con rapidez a su alrededor. Una mano buscó el revólver. Pero la tranquilidad de Monsalvat le detuvo. Perplejo, azorado, creyóse un poco en ridículo. Aquel hombre ni le provocaba, ni le temía. Vió que la gente, aun sus amigos, no advirtieron su actitud, y decidió suavizarse. Se calmó otra vez. Pasaron dos o tres minutos. Monsalvat seguía allí, fuerte en su silencio y en su serenidad. De su alma surgían efluvios misteriosos que comenzaban a penetrar en el espíritu de su enemigo. Iba éste [18] desconcertándose. Abandonó su aire bravucón y dijo, riendo falsamente, en tono despreciativo:
—No lo toco porque le tengo miedo, ¿sabe? Usted parece muy tigre. Y me da lástima por mis compañeros. No quisiera que se los comiese vivos...
Calló, comprendiendo la miseria de sus palabras y su inoportunidad. Fastidióse contra sí mismo. Luego se acercó más a su interlocutor, y colocándole una mano sobre el hombro, le dijo:
—Mire, señor Monsalvat... Agradezca que... Bueno, no se lo digo... Agradezca que soy quien soy. Pero para que vea su equivocación al juzgarme, va a hablar con ella ahora mismo. Puede preguntarle lo que quiera.
Se apartó y trajo a la muchacha. La presentó. Ella, aterrada, pálida, sonreía absurdamente. Sin duda imaginaba algo malo, perentorio, fatal. Sus ojos, temblorosos, se anidaron por un instante en la mirada vasta y profunda de Monsalvat. Pero la voz del dueño los arrancó de aquel refugio.
—Este señor,—profirió el patotero—me cree un asesino. Más o menos. Bueno... Decíle si estás contenta o no con tu suerte. Decíle la verdad. ¿De qué tenés miedo?
Monsalvat miraba a Nacha con encanto y tristeza. Pero apenas la veía. Sus ojos, empapados de una piedad dolorosa, habían rehecho la verdadera imagen de aquella muchacha de la vida. Ella no se atrevía a mirarle y levantaba la vista hacia su hombre. A Monsalvat parecía no interesarle aquel interrogatorio, cuyo resultado adivinaba.
—Respondé: ¿no estás contenta?
—Sí, sí estoy contenta—dijo ella, con voz apenas perceptible.
—¿Y por qué? Porque vivís tranquila, tenés casa... ¿No es así?
Nacha comprendió que era necesario hablar, declararse satisfecha. De otro modo, el enojo del patotero contra el intruso rebotaría hacia ella. Y se soltó a hablar, a borbollones, casi incoherente.
—Sí, estoy contenta. ¿Cómo no estarlo? Tengo una casa, vivo feliz... Ya no ando de aquí para allá, rodando, como antes. En mi casa hay lujo, gasto la plata que quiero. Tengo dos sirvientas. ¿Qué más puedo decir? Ahora sé lo que es la tranquilidad, después de tanto sufrir... Después de...
Y continuó, ya lanzada. Hablaba como en el vacío, sin dirigirse a nadie. Hablaba para ella misma, para distraerse con sus propias palabras. No para Monsalvat. Ella deseaba que Monsalvat no la oyese. Parecía una sonámbula. ¡Era un hablar, un hablar...! Monsalvat no la escuchaba. La miraba, y nada más. Bastábale sentir a su lado toda su dulzura. Bastábale la suavidad, el temblor de sus palabras y la melancolía de sus ojos. El tango les daba a las palabras y a los ojos una ardiente tristeza. El bandoneón los ennegrecía con el humo de su desoladora amargura. Y hasta el dueño de Nacha parecía sensible a la influencia letárgica y adormecedora de aquella música.
—Bueno, basta—interrumpió el patotero.—¿Ha visto? ¿Se ha convencido? ¿No le dije que estaba haciendo un papelón?
Luego, echándose hacia atrás, soltó una carcajada llena de altanería. Había cesado el tango y su influjo [20] sobre las almas y las cosas. Había recobrado el sujeto su personalidad. Dirigiéndose a su querida, la empujó hacia sus compañeros. Sentados a la mesa, ellos esperaban la conclusión de la escena.
—Y ahora, váyase de aquí en seguida. Pero antes, quiero decirle quién soy. Le interesa, amigo. No se vaya. Podemos otra vez encontrarnos y... Míreme bien...
El individuo se puso serio. Su mano derecha apartó el smoking y buscó la cintura. Luego dijo, en voz baja y grave:
—Soy Dalmacio Arnedo, el Pampa Arnedo, como me dicen.
Monsalvat se estremeció. Sus facciones se convulsionaron. Instintivamente alzó una mano, pero en seguida la dejó caer. Los patoteros se arrojaron sobre él. Al mismo tiempo, alguien gritó:
—¡La policía!
El cabaret hirvió en agitados remolinos. Luego, fué una calma inquieta, una paz que se improvisó para los ojos turbios de la autoridad.
Desde un principio, se había formado entre los espectadores un partido en favor de Monsalvat. Su actitud frente a la patota le dió enormes simpatías. Algunos comprendieron la fuerza de este hombre. La situación de la muchacha infundió lástima, si bien nadie se sentía con ánimos para salir en su defensa. Dos o tres personas, entre las más apiadadas o prudentes, habían llamado a la policía, para que se instalara allí, en previsión de un escándalo.
Los patoteros, al grito de alarma, volvieron súbitamente a sus lugares. Monsalvat, mirando al individuo, [21] masculló un "¡canalla!". Arnedo, desde su mesa, le contemplaba con sonrisa maligna, mientras sus amigos, sentados, hacían ruidos con la boca y se retorcían y brincaban, simulando una desaforada alegría. Nacha miraba a su defensor con lástima. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué quería de ella? La policía comprobó, en rápida ojeada, que el orden "no había sido alterado". Y se fué en seguida, solemne de prudencia, satisfecha de aquel inseguro remiendo de paz que su presencia había hilvanado en el cabaret. Monsalvat volvió a su mesa y pagó el gasto. El Pato comenzó a cantar, con la música de una zarzuelita en boga:
—¡Ya se va, ya se va, ya se va!
Los demás patoteros, y aun algunos neutrales, corearon. Monsalvat, al levantarse, vió que la muchacha también cantaba y reía. Se detuvo un instante como para arrojarle una mirada de reproche. Dos lágrimas asomaron a sus ojos. Y silenciosamente, sin apresurarse, salió del cabaret, mientras el llorón volvía a su primer estribillo:
—¡Ay, ay, ay! ¡Ay, ay, ay!
Fernando Monsalvat encontrábase en una encrucijada de su vida. Hasta entonces—y tenía cerca de cuarenta años—, nunca vaciló en su camino. Pero ahora parecía que todo hubiese cambiado en él y que una transformación fundamental estaba operándose en su alma. Había vivido toda su vida sin juzgar el mundo de que formaba parte. Había sido un hombre más o menos feliz. Pero desde hacía algunos meses miraba todas las cosas con espíritu crítico y se consideraba desgraciado.
Era hijo natural. Su padre perteneció a una familia aristocrática y poseyó muchos millones. Había muerto repentinamente, sin testar, cinco años atrás. Su madre, hija de unos franceses que tenían un pequeño comercio, había sido seducida a los diez y ocho años. Su padre, como el chico era inteligente y distinguido, y su descendencia legítima formábanla sólo mujeres, le dió una buena educación. A fin de que no viviese con la madre, mujer inconsciente e ignorante, llena de ideas absurdas, internó a su hijo en un colegio. Sólo en las vacaciones veía el niño a la madre. Fernando recordaba las visitas de su padre a la casa, las discusiones con su madre, los consejos que a él le [23] daba. Una vez le llevó a una de sus estancias cerca de Buenos Aires, una propiedad inmensa como un estado, con bosques maravillosos, con una casa que era un magnífico palacio, y con galpones repletos de toros gigantescos y lanudas ovejas. Pero más que todo, recordaba cómo su padre le llevaba casi a escondidas, y cómo no había contestado claramente cuando un amigo, en el tren, preguntó quién era el muchachito. Más tarde, en el colegio, aprendió su situación por algunos chicos que conocían a la familia legítima de su padre. Desde entonces comenzaron sus primeras timideces y vergüenzas a causa de su condición, y esto influyó en su vida poderosamente.
Cuando salió del colegio entró a estudiar Derecho. Fué un alumno excelente, y desde antes de recibirse ingresó en un famoso estudio de abogado. Socio más tarde del abogado, ganó dinero y algún prestigio. Pero por una cuestión de conciencia abandonó el estudio y se fué a Europa, donde permaneció dos años. Al regreso, teniendo treinta y dos y no deseando continuar en la profesión, obtuvo un consulado para una ciudad de Italia. Hacía seis meses que había vuelto, después de siete años de ausencia, ahora para quedarse en el país.
La madre de Fernando vivía aún. Enferma y envejecida, parecía achacosa, pero no pasaba de los sesenta años. Su hijo la veía poco. Ocupaba ella, en la compañía de una sirvienta mulata, casi una negra, un departamento bastante pobre, en una casa de varios pisos, frente al parque Lezama. Fernando tenía también una hermana.
Fernando Monsalvat había vivido como cualquier [24] hombre decente de su condición social. Trabajó en el estudio de abogado con gran tenacidad, y como cónsul se desempeñó notablemente. Desde niño tuvo afición a los libros. Se había dedicado a la sociología; de cuando en cuando publicaba algún artículo. Sus opiniones eran tenidas en cuenta y se las comentaba en ciertos círculos intelectuales. Hombre mundano, a pesar de su timidez y su desconfianza, frecuentó los clubs en Buenos Aires, los grandes teatros, las carreras. A bailes asistió poco, pues, sin duda por ser hijo natural, no le invitaban en todas partes. Cuando estudiante vivió de una buena pensión que le pasaba su padre. Ahora, a la vuelta de Europa, se encontraba sin más recursos que los provenientes de una propiedad que su padre le regalara al recibirse de abogado y que le rentaba trescientos pesos mensuales.
Hasta qué punto la condición de bastardo había influido en su temperamento y en su orientación en la vida, era algo increíble. Cierto que, siendo estudiante en la Facultad, algunos muchachos distinguidos no quisieron ser sus amigos, y que más tarde, en sociedad, fué desdeñado en varias ocasiones. Pero él exageraba hasta el absurdo la realidad de estos desprecios. Si alguien no le saludaba en la calle, al pasar, atribuía el hecho al propósito de ofenderle. Si en un baile una muchacha solicitada por él rehusábase a darle el brazo, alegando tener excesivos compromisos, Monsalvat pensaba: "No quiere mostrarse conmigo porque sabe mi origen". Cuando en los exámenes le clasificaban con una nota inferior a la que creía merecer, no dudaba de que la culpa la tenía su condición de bastardo. Y así en todo. Jamás pasó [25] un día que no tuviese una preocupación de esta índole. No se irritaba contra los demás; al contrario, le parecía natural que, dadas las ideas dominantes, se le tuviese en menos. Pero se sentía humillado, disminuido.
Todas estas cosas le obligaron a aislarse y contribuyeron a afirmar su vocación por el estudio. No tuvo nunca verdaderas amistades. Se consideró solo en la vida; solo espiritualmente, pues relaciones le sobraban. Era un hombre correcto, y, no obstante su frialdad aparente, amable y simpático, aunque con frecuencia se manifestase un poco huraño.
Lo único que varias veces le hizo creerse menos solo, fueron sus aventuras con mujeres. Era en cuanto a mujeres un hombre raro. Al revés de todos los jóvenes de su tiempo, apenas conocía a las muchachas "de la vida". No había entrado sino ocasionalmente en una casa pública. Pero había tenido varias amantes: entre ellas alguna dama de la sociedad distinguida. Tenía el don de agradar a las mujeres: una voz acariciadora, unos ojos profundos. Sabía despertar la compasión; y como nadie ignora, es el deseo de compadecer lo que más pierde a las mujeres. Pero Monsalvat no siempre las buscó: algunas le buscaron a él. En dos o tres casos creyó haberse enamorado; ¡ilusión, y nada más! Tampoco ellas le quisieron apasionadamente: todo era instinto, sensación; modesto amorío, cuando mucho.
En todas las demás cosas de la vida pudo considerársele un modelo y una excepción. Muy caballeresco, muy sencillo, sin antipatías para nadie, bondadoso y servicial, lleno de delicadezas. Jamás debió un centavo, [26] ni aduló a quienes podían darle algo, ni tuvo deslealtades para con sus amigos ni devolvió mal por mal, ni se condujo en caso alguno en forma que no fuese clara y sincera.
Fué, pues, Fernando Monsalvat un hombre útil y honesto. Sin embargo, desde hacía algunos meses consideraba que había vivido mal. Creía haber llevado una existencia egoísta, mediocre, estéril para el bien. Se avergonzaba sobre todo de sus artículos sobre cuestiones morales y sociales, pensados con espíritu de casta, con el criterio individualista, insincero y convencional, que dominaba en la Facultad y obtenía los aplausos de los políticos hábiles y cultos. Se despreciaba por haber seguido la corriente, por haber vivido y pensado como los hombres de su mundo. ¿Qué gran obra de bien había realizado? Vivió para sí, trabajó para ganar dinero, escribió para obtener prestigio y alabanzas. Vivía ahora atormentado secretamente, disgustado de sí mismo, de la sociedad y hasta de la vida.
¿Cómo le había sobrevenido semejante crisis de conciencia? En los espíritus nobles y generosos tales situaciones son naturales: hay momentos en la vida en que hacen examen de su conducta, y entonces abominan del pasado. Pero ¿cuántos cambian de rumbo? Generalmente todo queda en el fondo del alma; y descontentos, pesimistas, tristes, continúan por el mismo camino, viviendo aquella misma vida que odian. Monsalvat sentíase acometido por la necesidad de un ideal y de una obra que rescatase sus treinta y nueve años inútiles. ¿Iba a seguir como antes, su existencia de egoísmo y de complicidad con el mundo?
Pero Monsalvat había llegado a su tragedia interior no naturalmente sino por motivos poderosos.
Dos pequeños hechos de igual índole, ocurridos en París, ennegrecieron el ánimo de Monsalvat. Convencido de que no debía permanecer en su soledad, quiso casarse, para lo cual intentó pretender a una aristocrática muchacha con la que hiciera gran amistad en Roma. Pero apenas la familia y aún la propia interesada vieron las intenciones de Monsalvat, se esfumó toda la simpatía; alguien llegó a insinuarle, tal vez por encargo de la muchacha o de sus padres, que él no podía pretenderla. Luego, en el hotel donde se alojaba, conoció a otra compatriota. Amistad, primero; un poco de flirt, después. Se interesó Monsalvat y hasta creyó haberse enamorado. Definió sus pretensiones, y fué tratado como un insolente, como si con su actitud intentara humillar a la preclara casta. Monsalvat, ante situaciones de esta especie, no sufría por sí mismo, no se avergonzaba de ser lo que era: sufría por la injusticia de los demás.
Monsalvat sentía un profundo disgusto de que fuese su propio sufrimiento lo que le hubiese llevado a abrir los ojos con respecto al mundo de que formaba parte y a su impávida injusticia. Motivos egoístas, llamaba él a sus razones. Pero en realidad no lo eran, pues a él le preocupaba su caso por lo que tenía de general y de humano. Por otra parte, nuestras razones egoístas influyen casi siempre en la realización de las grandes cosas.
Unos seis meses antes de aquella noche del cabaret, Fernando Monsalvat, con su dolor y su desilusión a cuestas, había llegado a Buenos Aires. Al principio [28] se asombraba de juzgar a las gentes y a las instituciones con tan gran rigor. ¿Por qué todo lo veía malo? ¿Pesimismo? Pero luego comprendió que sus juicios severos eran la simple obra del espíritu crítico que había surgido en él. Hasta entonces aceptó las cosas como inmutables. La vida le había ofrecido cuantos goces quiso. Tuvo dinero, fué amado, alcanzó algún prestigio. Nada le importaron ni las imperfecciones, ni las iniquidades del mundo. Demasiado lleno de sus libros, de su vida, de sus placeres, no advirtió los trágicos lamentos subterráneos de los que gemían allá abajo. Vivía en un mundo feliz, en una sociedad sin angustias. Pero ahora se le estrujaba el corazón y, en la soledad de sus días, clamaba inquietamente por tantos años estériles.
Una tarde, la casualidad le hizo comprender hasta qué punto había sido egoísta su vida. El automóvil en que iba se había detenido al doblar una esquina, en la plaza Lavalle. Una multitud avanzaba cantando. Era domingo. Todas las puertas cerradas. La canción avanzaba por en medio de la calle, y también por entre los árboles. Avanzaba irritada, exasperada, tumultuosa. Monsalvat no veía sino las mil bocas frenéticas de aquella canción que le intimidaba y a la vez le atraía, y una bandera roja que parecía el alma de aquella canción. Bajó del automóvil. Y en esto, un clarín brutal desinfló la multitud, como el pinchazo de un puñal en una odre. Sonaron tiros. Los sables policiales, ciegos, enloquecidos de sangre, golpeaban las bocas proletarias que contestaban rabiosamente, dolorosamente, cantando su canción. Pero la violencia de arriba fué más fuerte que la ingenua [29] violencia de la canción. La multitud se derramó por las calles próximas, se deshizo. Los sables buscaron ansiosamente a los que se escondían en los huecos de las puertas cerradas. Los ojos de los que huían volvíanse enormes de espanto. Allí, en la calle, quedaba el crimen, solo, brutal, despótico, monstruoso. Nadie recogía los muertos ni los heridos. Las casas de los bienhallados, de las familias de abolengo, de los burgueses y comerciantes permanecían cerradas, mudas. Monsalvat, enfermo de indignación, con el alma hecha un clamor, creyó advertir en aquello una complicidad horrible.
Su transformación, sin embargo, era puramente interior. Algo había cambiado su vida: no frecuentaba el club, no iba a fiestas, no veía a la mayor parte de sus antiguos amigos. Pero en los seis meses, ¿qué había hecho de positivo? ¿Había descubierto, acaso, su verdadero camino? Estas preguntas le atormentaban sin cesar, y le sumían en largas horas de meditación.
Sólo había resuelto no trabajar como abogado. ¿Para qué necesitaba ganar tanto dinero? ¿Para guardarlo? ¿Para gastarlo en vanidades? Pensó que pudiera darlo. Pero, ¿a quién y cómo? Un amigo, abogado ilustre, que estimaba el saber jurídico de Monsalvat, quiso asociarle a su estudio; pero él no aceptó. Prefería un empleo, y lo pidió al Ministerio de Relaciones Exteriores, donde su preparación, adquirida en siete años de consulado, sería muy útil, y donde se le apreciaba grandemente. El Ministro le prometió un empleo y Monsalvat lo esperaba para aquellos días.
Mientras tanto, vagaba por las calles, triste y distraído. Huyendo de sus relaciones y de las fiestas del Centenario, gustaba recorrer los barrios pobres, los arrabales. A veces, en algunos festejos populares, se metió entre la multitud. Oyó las conversaciones de la gente y habló con varios hombres y mujeres. Se sorprendía de encontrarse tan bien entre ellos. Se sentía pueblo. Y era en efecto pueblo, por su madre, hija de obreros que llegaron a pequeños comerciantes. Un día fué a ver aquella casa,—un pequeño conventillo—de cuya renta vivía. Se indignó contra el encargado. Aquello era un antro inmundo e inhabitable donde se hacinaban unas quince familias de desgraciados trabajadores. ¿Cómo nunca se le ocurrió verlo? preguntábase, disgustado contra sí mismo. Pero luego recordó que lo había visitado varias veces, antes de su segundo viaje a Europa. Sólo que entonces aquella miseria le parecía cosa natural y hasta excelente. ¿No eran acaso situaciones como aquéllas las que despertaban las ambiciones de los obreros y los llevaban a trabajar con heroísmo y a enriquecerse por la fuerza de su voluntad? ¿No eran esas situaciones el primer escalón de la fortuna, en este país privilegiado "donde no se hacía rico sólo el que no quería serlo?" Monsalvat recordaba avergonzado sus antiguas ideas del liberalismo económico, de ese inicuo sistema que parecía inventado por los ricos para seguir explotando a los pobres. ¡Ah, sus magníficos artículos de otros años, cuánto daría por no haberlos escrito! Tuvo intenciones de hipotecar el conventillo con el propósito de transformarlo en una casa higiénica.
En sociedad, y sobre todo entre los hombres, el estado de ánimo de Monsalvat fué tomado a la burla Él apenas hablaba de sus ideas y sus preocupaciones, pero su aislamiento y algún artículo reciente en que explotara su sentimiento de protesta, indignando a las gentes distinguidas que le aplaudieron antes, revelaban algo raro en él, que la sociedad comentaba encarnizadamente. Unos decían que estaba loco; otros le consideraban enfermo. Más de una persona seria le miró con miedo, como a un enemigo de las instituciones.
Pero Monsalvat no era enemigo de nadie. Demasiado bueno, los sentimientos de rebeldía no duraban mucho en su corazón; se transformaban, a poco de nacer, en una indecible pena, en una angustia, en un desasosiego físico y moral. Sólo se odiaba a sí mismo, sólo se rebelaba contra sus años egoístas.
¿Qué quería ahora? ¿Qué buscaba? ¿Dónde pensaba hallar su camino? No sabía. No sabía absolutamente nada de lo que pudiera ocurrirle. Sentía a su alrededor un vacío enorme. Una sensación de infinita soledad le acompañaba incesantemente. Horas enteras pasaba meditando en su destino futuro. Su corazón se había sensibilizado de un modo extraño, y todo su ser parecía estar ya pronto para una fundamental transformación de su vida.
Una noche la curiosidad le llevó al cabaret. Ignoraba lo que fuese aquello. Hízole impresión el espectáculo. Los tangos, en la orquesta típica, causáronle una emoción intensa. El cabaret le pareció una nota de color en la aridez inmensa de Buenos Aires. Aquella noche se sintió más solo que nunca. En el [32] cabaret y en los tangos encontraba, no sabía por qué, la misma tristeza profunda que él llevaba en su alma. A veces, cuando el bandoneón surgía como desde un hondo abismo, la música del arrabal, la música aquélla que hacía pensar en crímenes y en paisajes de miseria, le hablaba de desolaciones, de desesperanzas, de la amargura del vivir.
Aquella noche sus ojos encontraron los de Nacha por primera vez. Se miraron sorprendidos, algo azorados, como si se conocieran. La muchacha se había turbado. Bajaba los ojos, enredaba sus dedos unos con otros. Monsalvat permaneció en el cabaret dos horas, insistiendo en aquel flirt. Jamás le atrajeron las mujeres fáciles, cuya ausencia de reserva consideraba nada femenina. ¡Pero aquella criatura tenía tan lindos ojos! Pensó que tal vez ella pudiera amarle. Pensó que su soledad sería menos grande si una mujer le comprendiese. Al salir del cabaret la siguió en un auto. Ella y su amigo entraron en la casa donde seguramente vivían. Monsalvat bajó del coche y esperó un momento, en medio de la calle, bajo la oscuridad de la noche. Ella salió al balcón y permaneció allí un instante, mirando a veces hacia la calle.
Monsalvat retornó al cabaret algunas noches. Pero no la vió. La sensación de su soledad se le hizo aguda. Su inquietud aumentó. Parecíale que el mundo le rechazaba. Le fué más urgente que nunca el encontrar el sentido de su vida.
En esta situación se encontraba Fernando Monsalvat, en los días anteriores a la escena del cabaret.
Cuando salió Monsalvat del cabaret era la una. Apenas puso un pie en la vereda, el frío, que esperaba a la puerta como un ladrón, le saltó a la garganta y al rostro. Se abroqueló con el cuello del sobretodo y echó a andar lentamente. Su paso vacilaba un poco, y su mirada, siempre en el suelo, avanzaba por la vereda sin desviarse, como siguiendo un riel. En la primera esquina se detuvo un instante, pensando.
Pasaba gente. Salía de los espectáculos retardados y de los cafés. Tranvías atestados, carruajes, automóviles. La calle,—viviendas familiares, comercios dormidos, estaba pobre de luz. En los puntos más negros, mujeres solitarias y anhelantes esperaban escondidamente el paso de los hombres. Monsalvat siguió una cuadra hacia el sud, por la calle en sombra, hasta que le envolvió el polvillo de oro del barrio luminoso. Las inmensas vidrieras de los cafés exhibían multitud de mesitas y de bustos humanos, bajo una espesa humareda de cigarrillos, ardientes ondas de luz y densas marejadas de tango. En las esquinas de las calles, restos de aglomeraciones se estaban ahí estúpidamente. Mujeres de ojos ágiles, algunas lindas y elegantes, torcían hacia las sombras, encabezando pequeños grupos [34] de hombres, dispersos y disimulados. Bocinas de automóviles, conversaciones en todos los idiomas. El timbre de un tranvía detenido acribillaba la noche, impacientemente, con pinchazos sonoros. Pero a pesar de toda la vida y la luz del barrio, ya no duraban en su integridad ni el ansia de vivir ni la energía de las primeras horas nocturnas. Aquel sobrante vital, que aún se retardaba, apegado a su noche como a un vicio, difundía en la calle una invasora sensación de cansancio.
Monsalvat seguía caminando. Insensible a la vida de aquellas calles luminosas, no veía sino sus propios sufrimientos. Iba cada vez más lentamente, como quien apenas puede andar porque lleva una agobiante carga de sensaciones dolorosas. Quería ordenar estas sensaciones, quería recordarlo y comprenderlo todo; pero no lograba sino exasperar su dolor y aumentar el peso de su carga. Sufría como jamás había sufrido. Hasta el imaginar las mutuas miradas con Nacha le hacía sufrir, pues la veía desgraciada, víctima de su urgencia de vivir y de la ajena perversidad; desleal y mala para con él, que la defendiera. Le hacía sufrir el recordar sus momentos desesperados, cuando se sentía incapaz, cobardemente incapaz de librar a Nacha de los ruines que la humillaban; el recordar sus momentos de dolor al mirar tanta tristeza en un ser humano. Le hacía sufrir el pensar en aquel minuto de angustia, cuando sintió que una cosa desbordante, imperativa, enorme, crecía en su alma y en su corazón, le arrancaba del asiento, le empujaba hacia los miserables que maltrataban a Nacha, y penetraba todo su ser de un coraje desconocido. Y sobre estos dolores multiformes, [35] le hacía sufrir abrumadoramente, destacándose por encima de todos, haciéndolos más intensos y más crueles, ennegreciendo su vida, el recordar que había conocido al hombre que engañó a su hermana, a aquel Dalmacio Arnedo que había tal vez llevado a la depravación a la infeliz Eugenia Monsalvat; el recordar que había soportado su nombre, sus ojos y sus burlas; el recordar su angustia cuando la perdición de Eugenia; y más que nada, el recordar lo poco que hizo por educar a su hermana menor que él, lo poco que hizo por salvarla cuando fué perdida y lo poco que hizo hasta entonces por encontrarla, por arrancarla de la infamia en que tal vez vivía.
Caminaba lentamente, por la calle luminosa, cuando sintió que le tocaban un brazo. Era Amílcar Torres.
—Dos palabras, Monsalvat. Entremos aquí, ¿eh?
Penetraron en un café inmenso. Una orquesta de señoritas, con la sensibilidad lánguida de su valse tzigano, endulzaba las miradas de los hombres y les hacía entreabrir las bocas beatíficamente. Torres y Monsalvat se sentaron.
—Yo fuí quien dió parte a la policía—dijo Torres, marcando sílaba por sílaba, con acento muy expresivo, exageradamente enérgico, y sonriendo luego de pronto, con afectada malicia.
Era médico, y parecía un moro con sus encrespados cabellos negros, sus cejas retintas, sus ojos muy oscuros y adentrados y sus dientes blanquísimos. Llevaba un bigote espeso, de guías cortadas. Sonreía siempre, unas veces con tristeza, otras con ironía, otras con adoptada malevolencia.
Monsalvat no contestó. El médico cambió de postura, colocándose de lado. Montó una de sus largas piernas sobre la otra, de modo que ambas, sobresaliendo del territorio que podían naturalmente ocupar, obstaculizaban el tránsito.
—Y he venido siguiéndolo—dijo, torciendo la cabeza para hablar de frente a Monsalvat,—porque es indispensable que le advierta una cosa. Cuidado con esa gente, ¿eh? ¡Si los conozco! ¡Capaces de asesinarlo! Y he visto que... usted... y la muchacha... ¿eh?
Hizo un gesto señalando sus ojos y los de Monsalvat. Nuevamente había pasado de la expresión enérgica, un poco exaltada, a una expresión sonriente y maliciosa. Y vuelta la cabeza a su posición primera, obligado así a mirar de reojo, agregó:
—No niegue, hombre. ¡Si he visto todo! La muchacha es linda, no hay duda. Pero... cuidado, ¿eh? Lo pueden saquear...
—¿No estará exagerando usted, Torres? A mí me parece que la muchacha no es de ésas que...
—Que... ¿qué?—preguntó el médico, mirando siempre de reojo y sonriendo burlonamente.—No la conoce.
Y en seguida se colocó de frente a Monsalvat. Adoptó un rostro colérico, y con acento misterioso y grave, como quien hace una afirmación transcendental, pronunciando señaladamente cada sílaba, exclamó, mientras levantaba la mano derecha y movía el dedo índice en el aire:
—Por ésa... ¿eh?... ¡se ha hundido más de uno!
Y retornó a su anterior postura cómoda, con aire indiferente y filosófico.
Monsalvat no creía. Los dulces ojos de Nacha negaban esas miserias de que hablaba Torres. Pero, ¿y si fuese verdad? Ansiaba saber, necesitaba saber. Cada segundo que iba pasando, crecía en él una pasión de saber. Sin embargo, no preguntaba nada. Torres le adivinó sus deseos, y, feliz de mostrar su sabiduría en vidas ajenas, habló largamente de Nacha y de su amante.
—Ese Arnedo, el Pampa, como le dicen, es de avería. Tipo de meter bala y falsificar firmas. Se ha escapado raspando, dos veces, de ir a la cárcel por estafador. Y usted ha visto cómo trata a su querida, ¿eh? La tiene dominada. Un tirano. Un salvaje. Pero... le deja un poco de libertad para que... ¿eh?... para que ella enamore a individuos con plata. Después, por medio de ciertas combinaciones... ¿eh?... ¿me comprende?... le sacan a la víctima los pesos que quieren. No se asombre. Estas mujeres...
—¿Cómo se llama ella? ¿Quién es?—interrumpió Monsalvat, disgustado de oir aquellas cosas, temiendo que su amigo continuase refiriendo monstruosidades en las que él no podía creer, no quería creer.
—Su nombre de guerra es Lila, y se llama Ignacia Regules. Nacha Regules le dicen. La madre tenía una pensión de estudiantes, que todavía existe. Yo la conozco a la madre, porque una vez...
—Cuénteme de Nacha, mejor.
—Ah, quiere saber su historia, ¿eh? ¡Cómo le interesa!—dijo el médico socarronamente y gozándose en la curiosidad de su amigo, sonrosado de mostrar tanto [38] interés por una muchacha de la vida.—Le contaré algo de lo que sé. Pero no todo, ¿eh? Lo más interesante lo reservo. Bueno. El caso es que Nacha, en la pensión, se enamoró de un estudiante. Huyó con él de la casa. Una barbaridad, porque allí mismo hubieran podido... ¿eh?... El tipo la usó dos años, creo. Después la abandonó en un estado que... ¿se da cuenta? Nacha fué al hospital. El hijo nació muerto. Al salir del hospital entró ella en una tienda. Quería ser honesta. Pero usted sabe lo que pagan las tiendas, ¿eh? Una miseria. Y hay las multas. Y hay también el gerente que exige... ¿comprende? Total, que con estas cosas y el mal ejemplo de algunas compañeras, acabó por frecuentar ciertas casas donde ganaba diez veces más que en la tienda y con un trabajo... ¿eh?... relativamente fácil y agradable...
Y guiñaba un ojo, mirando a Monsalvat.
—Y usted, ¿cómo sabe esas cosas?
—Ah, eso no se dice...
Nacha había sido amiga de un íntimo de Torres. Una vez que él la atendió como médico, ella le contó su historia. Pero Torres, misterioso, lleno de cábulas, un poco mistificador, gozaba en ocultar sus fuentes informativas. Así creía dar más valor a sus noticias, y saboreaba el placer, para él exquisito, de intrigar a su interlocutor.
Monsalvat no había cesado de remover sus sufrimientos. Miraba a su amigo con fijeza, miraba hacia la orquesta, dejaba a sus ojos recorrer las caras de los desconocidos que le rodeaban. Pero en su lugar veía a su hermana, seducida y abandonada, prostituida tal vez; veía a su madre, llorando su propia ignominia [39] y la de su hija; veía a Nacha Regules, bajo la garra brutal del Pampa Arnedo; se veía a sí mismo feliz, viajando, conquistando bellas mujeres, escribiendo artículos, o en el Club o en una fiesta, mientras Eugenia Monsalvat caía cada vez más abajo, se vendía al primer pasante, y mientras millones de mujeres padecían idéntica miseria; y veía al mundo de los bienhallados, insensibles a la tortura eterna de los de abajo, orgullosos de su dinero, de su fácil virtud, robando a los pobres sus mujeres, comprándoselas, pervirtiéndoselas, y gozando egoístamente de sus placeres, al mismo tiempo que sus hermanos los pobres, hombres como ellos, seres que han de morir como ellos, seres con una alma como la de ellos, sufren tormentos espantosos, bajo los tentáculos de aquellos monstruos apocalípticos que se llaman el Hambre, la Miseria, la Prostitución.
—¿Y después?—exclamó Monsalvat, notando que Torres le observaba, y deseando saber la vida de Nacha, toda la vida de esa mujer que en aquellos momentos imaginaba como un símbolo de las desgraciadas.
—¿Después? Dejó la tienda. ¿Y sabe por qué? ¡Porque quería ser decente! Decente... ¿eh? Se ocupó entonces en trabajos más modestos, no recuerdo cuáles, hasta que fué a dar a un café-concierto como camarera. ¡Fíjese! Decente y camarera... ¿Se da cuenta?
Monsalvat, sombrío de sufrimiento, casi mudo de indignación contra la sociedad, insinuó que tal vez Nacha fuese buena. Su deseo de trabajar y ser honesta demostraba algo en su favor.
—¿Buena? Sí, todas son buenas, casi todas. Se las juzga mal a estas infelices. Yo las conozco, ¿comprende?, y puedo asegurar que tienen corazón. Si hacen [40] maldades es inconscientemente, sin saber... Y sus ideas morales son a veces elevadas. Elevadas, así como lo oye...
Ahora Torres ya no sonreía. Sin duda se habían metido en su espíritu, desalojando su aparente y superficial escepticismo, algunos recuerdos de los innumerables que tenía del mundo de las tristes, algunos recuerdos de bondades, de extrañas lealtades, hasta de heroísmos: oscuros, silenciosos y bellos heroísmos.
Ante los ojos de Monsalvat estaba Nacha. Allí estaba exigiéndole que fuera a salvarla. Y él la salvaría de su vida lamentable, de sus horas futuras y del recuerdo de sus horas pasadas. En su espíritu se instaló el deber de hablar con ella. ¿Cómo la vería? ¿Dónde? ¿Para decirle qué? Lo ignoraba. Pero él la vería, él la salvaría. Y la salvaría no sólo por ella, no sólo porque era un pobre ser humano desgraciado, no sólo porque era linda y se había mirado con él. La salvaría por su hermana, por él. Sí, por él mismo.
—Son simples víctimas estas infelices—agregó Torres.—Nacha me contó una vez que en la tienda, en las fábricas donde trabajó, en las oficinas donde pedía empleo, en todas partes, los hombres la perseguían. Y es que nosotros los hombres... ¿eh?... somos todos, hasta los que parecemos decentes, unos vulgares canallas. ¿No le parece, ché? Y dígame si una mujer que apenas gana para comer, que vive miserablemente, puede resistir a la tentación de un individuo amable, tal vez buenmozo, que le ofrece sacarla del infierno en que vive... No, ellas no tienen la culpa...
Monsalvat, ahora, veía al mundo como un astro siniestro, poblado por seres infames. Todo era negro, horriblemente [41] negro; un abismo de perversas sombras. Él mismo era un criminal. Había seducido, había comprado caricias con recomendaciones y favores. Comprendía que era un canalla, tal vez como aquel vecino, y como el otro y como todos los hombres que allí estaban y como todos los hombres del mundo. Aquella modistilla que sedujo, aquella obrerita que fué su amante, ¿serían también rameras, más o menos disimuladas? ¿Y por culpa suya? ¿Se venderían también? ¿Habrían perdido todo derecho al aprecio del mundo, todo derecho a ser personas, todo derecho a ser compadecidas? ¿Y por culpa suya? Se despreció a sí mismo enormemente, y este desprecio le hizo soportable su dolor.
Mientras tanto, el valse de La viuda alegre flotaba lánguidamente sobre la espesura del aire, como tules sinuosos, ondulantes, armoniosos, luminosos, casi impalpables. Pero a Monsalvat aquella música se le envolvía a su cuerpo, se le envolvía hasta el infinito, como una venda interminable, como una venda que cada vez le oprimía más y que aumentaba sus sufrimientos traidoramente. Una melancolía de placeres mundanos se desflecaba de cada frase musical, de cada compás, de cada nota, para derramarse sobre el aire espeso del local. Siempre a Monsalvat le tornaron triste estas músicas de los bares y de los cafés, pero esa noche todo su ser llagaba, y los tules flotantes de aquellas melodías herían su alma lamentablemente.
—¿Y después?
Torres, que había callado, contestó a la pregunta casi mecánica, casi inconsciente de su amigo, refiriendo cuanto sabía de Nacha. La unión con un poeta bohemio, un muchacho romántico, Carlos Riga. La miseria [42] espantosa, el alcoholismo de Riga, el abandono por Nacha, que no soportaba el hambre y que creía perjudicar al amante, quedando a su lado. Luego, el convencimiento de que era inútil querer ser honesta. La prostitución disimulada: dos meses con uno, seis con otro... Hasta que un día aceptó la idea de que viviendo con uno sólo, era infiel a Riga, al que adoraba. Y se entregó "a la vida", frecuentó las casas de citas. En una casa la encontró Arnedo. Bonita, inteligente, con mucho trato adquirido en "la pensión" de su madre, con cierta cultura que se le pegara cuando vivió con el poeta y entre muchachos escritores, Nacha era un tesoro para el Pampa, que deseaba una querida que luciese.
—¡Qué tristezas!...—exclamó Monsalvat lúgubremente.—¿Y habrá muchas como ella que...?
—¡Miles y miles! Lo sé porque soy médico. Médico de policía, ¿comprende? Y mi tesis, ¿eh? fué precisamente sobre prostitución.
Habló del tema, con los detalles más horribles. Monsalvat, que lo ignoraba, tenía sus ojos, sus oídos, sus sentidos todos, su alma entera y todo su cuerpo, ávidamente, en las palabras del amigo. Torres habló de las prostitutas vergonzantes, perdidas por el hambre; de aquéllas otras, víctimas de la maldad humana y de las preocupaciones morales: del novio que las sedujo y de la feroz moral paterna. Habló luego de las otras, las desdichadas convertidas en cosas, sin personalidad, sin alma, sin libertad. Esclavitud monstruosa, bajo la avaricia del traficante y de "la patrona". Esclavitud en la degradación obligatoria, sometidas las tristes mujeres a suplicios enormes. Esclavitud aceptada por [43] la sociedad y por el Estado y protegida por las policías. Habló Torres de cómo los traficantes engañaban a las muchachas en Austria o en Rusia, llegando hasta casarse y traer la esposa virgen a Buenos Aires, para obtener de su venta un mayor precio; de cómo las mujeres eran vendidas a otros traficantes en pública subasta; de cómo estos hombres ganaban millones, tenían clubs, daban varios miles de votos a los políticos y se codeaban con personajes; de cómo las mujeres eran violentadas, atormentadas, y de cómo Buenos Aires era un vasto mercado de carne humana.
Monsalvat no podía hablar. Pensaba en su hermana, imaginaba su vida. Veíala abandonada, luchando por no caer, cayendo quizá. Veíala luchando de nuevo, por no caer más abajo. Y hundiéndose al fin en el lodo, tal vez bajo la garra de los traficantes; torturada, esclavizada, muerta... No podía hablar Monsalvat. Inmóvil seguía oyendo, seguía viendo. El mundo era una pesadilla lúgubre. Al cabo, pudo decir, balbuciente:
—¿Y qué se hace para remediar...?
—¿Qué se va a hacer? Nada. Sería preciso deshacerlo todo. Construir de nuevo la sociedad...
Y entonces Monsalvat, oprimiendo con fuerza extraña un brazo de su amigo, con los ojos húmedos de emoción, con la voz solemne de los grandes momentos, dijo lentamente, firmemente:
—Pues se deshace todo, se destruye todo... ¡Y se levanta una nueva sociedad!
Torres asintió con su expresión, sugestionado por la fuerza moral que sentía en Monsalvat, por el ambiente [44] de emoción que acababa de crearse entre ellos, por aquel gran Bien y aquella gran Bondad que hablaban las palabras y los ojos del amigo. Asintió... Pero en seguida vino la reacción. Se defendió en su interior contra el lirismo ingenuo de Monsalvat. Miró a su alrededor. Volvió enteramente a la realidad. El hombre instintivamente generoso desapareció. Surgió el hombre de mundo, el hombre como todos, el hombre formado por las ideas y los sentimientos de todos, que empezó a encontrar ridículo todo aquello: Monsalvat, sus palabras, sus quijoterías, su dolor por cosas irremediables, aceptadas, sancionadas, necesarias. Surgió en seguida, casi encima, el médico. ¿No era todo eso cosa de nervios, de desequilibrio? Y dijo, escéptico, superficial como antes:
—Es un problema complejo, sin solución...
Monsalvat no le oyó. No oía sino una voz milenaria que le gritaba su culpa propia, su parte de culpa en el gran crimen social. Una campana lúgubre, hueca, desesperada era su corazón. Sus ojos veían el mundo como un escenario trágico. La tragedia de su madre, primero: de su madre engañada, sufriendo toda su vida, haciendo desgraciados a sus hijos. La tragedia de su hermana, luego. La tragedia de Nacha, después. Y como un coro lamentable, como un coro eterno, el coro más doloroso, más horrible, los llantos de las desgraciadas, los llantos de sus padres y sus hermanos, los ayes de sus hijos suprimidos, los gritos de la vergüenza, los clamores del hambre.
—¿Qué le pasa?—le preguntó Torres.—Será mejor que nos vayamos. Son las tres de la mañana.
Monsalvat accedió a marcharse. Dijo no sentirse bien. Se despidió de Torres, que iba hacia el norte, y él bajó hacia el sud, hacia la Avenida de Mayo, donde vivía.
En cuanto llegó al hotel, se acostó. Pero no durmió en toda la noche. Sin saber por qué, recordaba la matanza de los proletarios en la plaza Lavalle, y su canción se mezclaba molestamente, quitándole el sueño, con uno de los tangos del cabaret. Después, en una especie de semisueño, fué una cabalgata de imágenes espantables, un gemido aullante que se acercaba y crecía y se acercaba cada vez más, y era el gemido de la humanidad sufriente. Ya de día, dormitó unos instantes; pero esta sombra de sueño le trajo una pesadilla que le atormentó el corazón. Un fantasma monstruoso, cubierto de oro, sedas y piedras preciosas, y con unas fauces de bestia apocalíptica y unas garras trágicas, estaba allí, en su cuarto. Apenas cabía. Se acercaba a la cama, abría sus fauces, iba a devorarle. Y ese monstruo de vientre repugnante, donde yacían infinitas generaciones de los tristes del mundo, era la Injusticia Social.
Monsalvat se levantó tarde. Estaba tranquilo. Sentía una nueva vida en él. Las cosas todas tenían una nueva vida, un nuevo sentido. ¿Cuál era la nueva vida? Lo ignoraba. Pero sabía que en su interior comenzaba a crecer ahora una gran claridad.
Almorzó y salió a la calle. Pensó, sin decisión, en ir a casa de su madre. Pero caminando, caminando, sus pasos le llevaron en dirección distinta. Iba distraído, impregnado su espíritu de serenidad. No advertía por cuáles calles andaba. Cuando se enteró, vió con asombro [46] que estaba a pocos metros de la casa de Nacha. Atribuyó el hecho a una voluntad del destino, y sin vacilar, con calma, seguro de que hacía una cosa buena, entró en la casa.
Nacha no había podido dormir. Pocas veces en su vida de sufrimiento pasó una noche tan angustiosa. Al llegar del cabaret, Arnedo se acostó sin decir palabra, Aquella mudez de indio aterrorizó a Nacha. El miedo de ser abandonada y de tener que refugiarse en "la vida", el miedo a aquel hombre malo y violento, se mezcló entonces a las inquietudes de ese día: a la inquietud por su antiguo amante, Carlos Riga, el poeta bohemio que agonizaba en un hospital; a la inquietud por aquel hombre del cabaret, apasionado y noble, y cuya acción caballeresca sólo mereció de ella una burla, una burla de miedo, de timidez; de inconsciencia; a la inquietud por algo que esa noche creció en su alma extrañamente y que ella debió ocultar a Arnedo como si fuese un crimen. No había dormido un solo minuto. Presentía su desgracia. Adivinaba que el Destino quería su perdición. Un film incoherente y fragmentario, hecho de reminiscencias de esa tarde, de retazos de su vida, de sufrimientos futuros, de inmensos miedos, de raquíticas esperanzas, pasaba ante sus ojos. Pasaba a veces precipitadamente, a veces con ritmo de locura, a veces lento y doloroso como una trágica paz.
¡Cómo había ansiado que aquella noche transcurriera [48] rápidamente! Para que no quedaran ni huellas de las horas de tormento que estaba viviendo, imaginaba sepultarlas bajo eternidades de olvido. Mientras tanto, esperando el amanecer, a cada rato encendía luz para ver la hora. Vió las cuatro, las cuatro y media, las cinco... ¡Nunca, nunca tardó tanto el día en llegar! Más de una vez pensó que el reloj atrasaba; se levantó para mirar si amanecía. Pero todo estaba oscuro y sombrío; apenas si una vaga lividez, allá en el fondo del cielo, presagiaba la posibilidad del amanecer. ¡Cuándo llegaría la mañana, para traer un poco de luz a su tristeza!
Toda la noche vió al hombre del cabaret. ¡Cómo la miraba! Nunca la miraron de ese modo. No había en los ojos de aquel hombre los deseos que ella advirtió siempre en los demás. Era otra cosa, otra cosa... Sobre todo desde que comenzaron a burlarse de ella. ¿Pero por qué la miraba así? Ya algunas noches antes, estando en el cabaret con el Pampa y sus amigos, sus ojos se encontraron con los de ese hombre. Su mirada se sintió atraída por la de él. No había podido evitarlo. Él la siguió, sin duda para ver dónde vivía; esperó en la calle y ella salió un instante al balcón. ¿Quién era? ¿Pretendía separarla de Arnedo y llevarla con él? ¿Y por qué quiso defenderla, perjudicándola? Él era culpable, en gran parte, del enojo de Arnedo. Ella lo odiaba al Pampa, pero no podría dejarlo. La tenía dominada. La insultaba, la abofeteaba, y ella, en lugar de rebelarse, seguía más sumisa que nunca. ¡Qué extraña, la vida! Nacha pensaba que jamás se entendería a sí misma. A veces creía tener en su interior otra persona que la obligaba a las cosas inexplicables [49] que hacía contra su voluntad. Y si no, ¿por qué se condujo tan desagradecidamente, tan vilmente con ese hombre que la había defendido, que se interesaba por ella, que la quería, tal vez? ¿Por qué cometió esa indignidad? Durante toda la noche había tratado de no pensar en el desconocido. Pero era inútil. En sus actitudes, en sus ojos y en sus palabras veía algo de grande y de fascinante que le diferenciaba de cuantos ella conocía. ¡Qué coraje y qué rareza el atreverse con la patota! Se sentía incomprensiblemente atraída hacia él. Temía encontrarle alguna vez y al mismo tiempo deseaba verle de nuevo. ¿Y para qué deseaba verle? No sabía, no sabía y no deseaba saberlo.
Pero si esta preocupación era absorbente, no lo era menos el imaginar su porvenir. ¡Ah, si el Pampa la arrojase de su casa! Era horrible tener que buscar otro hombre, mendigar una protección, caer quizás en lo que tanto temía. Decíase que aceptaría los favores del sujeto más perverso, del más brutal, antes que vivir pasando de mano en mano. Lo que llamaban "la vida" se le presentaba como un fantasma aterrador. Ella se había dado a "la vida" en dos ocasiones de su existencia, y sabía que el vivir así significaba un atroz tormento, inagotables temores, la angustia del mañana. Prefería morir antes que resignarse a aquello. Ella quería ser buena, ser honesta, y nada envidiaba tanto como la situación de las mujeres que tienen la enorme dicha de poder vivir normalmente. Ella no se arrepentía de lo que había sido, de lo que era todavía. ¿Era suya la culpa? Un miserable la engañó; su madre, dominada por un hombre inconsciente [50] y falto de toda simpatía humana, se negó a recibirla, arrojándola así al vicio; y en las tiendas, las fábricas, en todas partes donde estuvo empleada, la persecución de los hombres y la penuria de los sueldos la obligó a envilecerse. Pero ella no guardaba rencor contra nadie. A su madre ya la había perdonado y hasta le encontró razón. No, nadie tenía la culpa. Todo era obra del destino, que la condenara a ser mujer de la vida. Una implacable fatalidad la había empujado violentamente hacia el mal. Inútil defenderse, luchar. El mal era más poderoso que la voluntad de una pobre mujer. El mal la había vencido, arrojándola torpemente sobre un infame lecho de alquiler.
En cuanto al poeta bohemio que fué su amigo, el recordarlo atenuaba un poco los sufrimientos de la noche. Fué bueno, leal, compasivo. Tenía un gran corazón, sabía las más bellas palabras de consuelo que se inventaron en el mundo. Riga la había hecho más inteligente y le había enseñado a aceptar sin protesta las injusticias del destino. Y ahora, ¿estaría muriéndose? ¿Habría muerto ya, tal vez? La tarde anterior había leído en un diario la noticia de la enfermedad del poeta. Y esto la aniquiló, poniendo en su alma tal tristeza que en toda la noche del cabaret no pudo desasirse de ella un solo instante.
Nacha creíase casi culpable de la muerte de Riga. Porque ella le abandonó precisamente cuando él más necesitaba su apoyo. ¿Por qué hizo eso? ¿Por qué esa eterna contradicción en su vida? Dejó su casa cuando más quería a su madre y a su hermana; adoraba a Riga, y huyó de su lado; sentía simpatía y admiración por aquel hombre del cabaret y se burlaba [51] de él. ¿Por qué era así? La noche entera pensó en Riga, desde el instante en que le conoció hasta el minuto trágico del abandono.
Fué en la casa de huéspedes de su madre. Allí se hicieron los dos bastante amigos. Más tarde, perdida ya ella, supo las desgracias del bohemio, y en medio de las gentes infames o groseras que le rodeaban le recordó como una alma noble y pura. Años después se encontraron, cuando ella trabajaba como camarera en un café-concierto. Riga pasaba por momentos de inmensa angustia. Se vieron algunas noches, se contaron sus penas, se emocionaron por sus mutuos sufrimientos. Y se unieron. Vivieron juntos tres años, adorándose, adorándose en medio de la miseria, del dolor, de la desesperación. Los dos trabajaban, pero el Destino, que quería ensañarse en ellos, fué más fuerte y los venció. Y cayeron, cayeron... Riga se hundió en el vicio, dejó de escribir. Ella padeció hambre, quitándose el pan de la boca para que él no pereciera. Pero llegó un día en que todo debía concluir. No era posible padecer ya más. La vida y la juventud reclamaban sus derechos. Y entonces ella se fué, llorando, sufriendo hasta más no poder, destrozada física y moralmente.
Poco antes de las siete saltó otra vez de la cama sin que Arnedo la sintiera, y, envuelta en su kimono, salió a la puerta del departamento. Vivían en un cuarto piso. Se acercó al ascensor y tocó el timbre para llamar al portero. Cuando el hombre subió, le pidió ansiosamente el diario La Patria, al que se hallaba suscrito Arnedo; y como le dijese que aún no llegara, lo mandó comprar con urgencia. Mientras el [52] portero iba en busca del diario, Nacha, inquieta, no hacía sino asomarse a la ventana de la calle y salir a la puerta del departamento. La mañana estaba neblinosa y el cielo tenía un color amarillento, sucio. Había mucha humedad y los vidrios y las maderas sudaban largas gotas. Nacha tuvo un doloroso presentimiento. ¿Qué podía anunciar un día semejante sino tristezas? Pálida, temblando, corrió hacia la puerta, donde ya el hombre esperaba con el diario.
Abrió el periódico, buscó ávidamente... Allí estaba la terrible noticia que le traspasaba el corazón y la estremecía y le apretaba la garganta como una garra implacable. Sin fuerzas, pudiendo apenas caminar, fué hasta la salita y se arrojó en un sofá, con el diario en la mano. Se sentía deshecha. Allí permaneció mucho tiempo. Lloraba, lloraba la pobre Nacha... Aquel muerto, que el diario despedía con frases de cariño, era Carlos Riga, el poeta todo corazón, todo bondad, que había sido su amante y su amigo en los mejores años de su vida; el muchacho ingenuo que había purificado a su alma de lo material; el idealista que la había llenado de ilusiones y de ensueños; el hombre bueno que jamás tuvo para ella una palabra que no fuese afectuosa. ¡Ah, cómo no iba a llorar la muerte de un alma como aquélla! Ella no lo veía jamás, no podía verlo, pero deseaba saber que vivía para no ser del todo mala y no caer en el fango completamente.
¡Cómo lloró! Y era que aquella muerte se llevaba para siempre las únicas horas felices de su existencia de esclava, de su horrible existencia de paria. ¡Se llevaba su sola esperanza de redención! Toda su vida iba [53] a ser trastornada ahora. Era llegado el momento de hacer examen de conciencia, de recordar, de recordarlo todo, todo... ¡Y estaba tan olvidada del pasado! Pero no porque hubiese querido olvidarse de su madre, de su hermana, de los años de la casa de huéspedes, de las dulces horas de amor que viviera con Carlos Riga. Era que para poder vivir necesitaba olvidarse de todo aquello. ¡Una continua lucha por olvidar había sido su vida!
Cuando Nacha se levantó del sofá, después de haber leído infinitas veces el cariñoso suelto de La Patria en elogio del poeta muerto, ya no tenía lágrimas, de tantas que había llorado. Compuso su rostro, pues temía que el Pampa ya estuviera en pie y viese su fisonomía alterada, y se dirigió a su cuarto de vestir. No oía ruido ninguno en el dormitorio, y se asomó. El Pampa roncaba, ignorando el drama interior que se desarrollaba a su lado. Entonces Nacha fué a su ropero y sacó el libro de Riga. Ella lo había comprado antes de ser su amante. Después él le puso una dedicatoria, amorosa y sentimental, que ocupaba las dos primeras páginas en blanco. La leyó apresurada, temiendo que Arnedo se levantase, hojeó el volumen varias veces y terminó por besarlo enternecidamente, con los ojos en lágrimas.
Luego volvió a la salita, tomó su desayuno, habló con la cocinera, intentó escribir a su hermana. Después no supo qué hacer. Habitualmente se quedaban en la cama hasta las once o las doce. Allí se desayunaban y leían el diario. Pero aquella mañana no hubiera podido permanecer en el lecho común, junto al Pampa. Tampoco podía quedarse en el cuarto de vestir. [54] Temblaba de encontrarse frente a frente con Arnedo, pues sabía que él iba a pedirle cuenta de su tristeza de la noche anterior y de su empeño en no bailar. Se fué al comedor, que era el cuarto más alejado del dormitorio. Creía retardar así el momento que temía. Permaneció allí casi una hora, pensando en Riga, imaginando lo que el Pampa le diría. Se vió golpeada por su querido, arrojada de la casa a puntapiés. ¿Qué iba a pasar? Varias veces preguntó a la sirvienta si el señor se levantaba. Por ella supo cuándo se despertó, cuándo pidió el desayuno, cuándo fué al baño. Era de extrañar que no preguntara por ella, y este silencio le aterrorizaba. Por fin, a las doce, sabiendo que iba a terminar de vestirse, se preparó a esperarle. Estaba intranquila, turbada, muy nerviosa.
Luego, oyó sus pasos en el escritorio, cuarto vecino al comedor. Sintió que abría la puerta. Desde allí, mirándola apenas y sin darle los buenos días, el Pampa la llamó por medio de una seña.
Nacha, al entrar en el escritorio, sintió sobre ella los ojos agujereantes de Arnedo. Quedó cohibida. No sabía adónde mirar. El Pampa la observaba con una dura sonrisita perversa, complaciéndose en turbarla y afligirla. De pie, apoyando su espalda en una mesa, Arnedo tenía ambas manos en los bolsillos del pantalón y la galerita sobre la nuca.
—Quiero saber ahora mismo qué te pasaba anoche.
—Nada, estaba enferma, te lo dije...—habló ella sentándose.
El Pampa, como si no hubiera oído, se puso a silbar [55] un tango. Nacha, muerta de miedo, apenas podía hablar.
—Enferma, ¿eh?
Los ojos del sujeto se clavaron sarcásticamente en los de la muchacha. Hubo un silencio que a ella le pareció inacabable. Oía el sonar de unas llaves que el Pampa agitaba con la mano dentro de un bolsillo. El Pampa fingía sonreír, cuando de pronto, en un impulso de exasperación, casi gritando y acompañando su exclamación de palabrotas, exclamó:
—¡Enferma! ¿Te pensás que me vas a engañar, sarnosa?
Nacha, asustada, se retiraba hacia el sofá. Le temblaban las piernas y las manos. Tartamudeando, medio llorosa, le pidió que no gritara así, que ella no había querido ofenderlo.
—¡He de gritar, desgraciada! Ya te he dicho que no permitiré que tengas amores con nadie. Tenías anoche esa cara de idiota porque te gusta alguno, quién sabe si el sarnoso que salió a defenderte. Y no he de tolerar que me pongás en ridículo. ¿Me has oído? Yo no mantengo una mujer para que vaya a lloriquear, a los cabarets y a hacer papelones.
—Estaba enferma, te digo.
—¡Mentira, he dicho! Si volvés a repetir ese pretexto, te rompo el alma.
—Perdonáme, Pampa... No grités así...
Arnedo empezó a pasearse por el cuarto y a vociferar como un energúmeno. De su boca salían las más groseras interjecciones. Sus ojos brillaban terriblemente. Nacha pensó en decirle la verdad: que su tristeza era debida a la agonía de aquel hombre a quien [56] tanto quiso; pero tuvo la certidumbre de que Arnedo no le creería. Además, ¿no tenía razón para sospechar que su sentimiento hacia un hombre a quien nunca veía, y por lo mismo que Arnedo no podía comprenderlo, irritase más al Pampa? Prefirió callar, soportar en silencio sus injurias y su enojo.
Al fin, Arnedo decidió marcharse, ya algo apaciguado. Dijo que no volvería para almorzar. Y salió sin mirarla. Nacha le siguió hasta la puerta, sumisa, llena de miedo todavía. Hasta se le acercó, como para que él le diese un beso o le hiciera un cariño; pero Arnedo la apartó con desdén y golpeó tras sí la puerta del departamento. Nacha, apenas salió el Pampa, se echó a llorar. Necesitaba este desahogo. Y quedó contenta, pues el encuentro "había salido bien" para ella.
Durante el mediodía y las primeras horas de la tarde, no pensó sino en Riga. Había resuelto ir al cementerio, quería ver dónde lo enterraban. Se vestiría de negro, muy sencillamente, a fin de no llamar la atención. Deseaba también ser digna, en aquellos momentos siquiera, del poeta humilde que tanto la había querido.
Había terminado de vestirse, a eso de las tres, cuando la sirvienta vino a anunciarle que preguntaban por ella.
—¿Quién es? ¿Qué quiere?
—Un señor. Pero se niega a decir quién es.
Nacha tuvo un presentimiento. El corazón comenzó a latirle apresuradamente.
—¿Y no sabe que yo no recibo a ningún hombre? ¿Un señor, dice? ¿Bien vestido?
—Sí, señora.
—Dígale que no estoy. Pero espere... Sí, dígale que no estoy, no más.
La sirvienta salió, para volver en seguida.
—Señora... no ha querido irse... no ha querido por nada,—decía la muchacha alarmadísima, haciendo grandes gestos con los brazos.—Se ha entrado en el escritorio. Es un señor bien vestido, pero...
Nacha, nerviosa y con un poco de miedo, se dirigió al escritorio. Su estupefacción fué inmensa al encontrarse frente al hombre del cabaret.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere conmigo?—preguntó Nacha, pasado el primer momento de asombro y al ver a su visitante silencioso.
—¿Quién soy? Un hombre cualquiera, que la ha visto sufrir y que se interesa por sus desgracias.
—Pero señor... Debió comprender que no deseaba volver a verlo. No puedo recibirlo. Me hace un mal viniendo aquí. Me expone a un disgusto serio, tal vez a perder mi situación.
—Su situación es lo que usted más detesta...
—¿Cómo sabe? No es cierto. Aquí vivo tranquila, tengo casa, soy libre...
La mirada del hombre la hizo interrumpirse. Callaron. El visitante no apartaba sus ojos de Nacha. Ella veía que él intentaba hablar, pero evidentemente no se atrevía. Por fin, emocionado, y con una voz dulce y triste, empezó:
—Nacha... sé que así es su nombre... no me ha dicho la verdad. Ni vive tranquila, ni es libre. Usted sufre. Anoche he comprendido hasta qué punto sufre. Desde que la he visto he sentido por usted una profunda lástima...
—¿Ah, sí?—exclamó Nacha, riendo falsamente.
Estaba resuelta a no continuar aquella conversación. En aquel instante se encontraba molesta ante ese hombre que se había entrado en la casa, que la estaba comprometiendo y que todavía se permitía declararle que sentía lástima de ella.
—Sí, una profunda lástima—repitió él, que no se dió por aludido al verla reir.
—¡Qué bueno! ¿Sabe que es un tipo notable?—dijo Nacha, riendo siempre forzadamente.
—¡Vida dolorosa la suya!—continuó el visitante, como si hablara solo y no hubiese oído las palabras de Nacha.—Vive en la humillación, en el sufrimiento, en el terror constante de lo que vendrá. Eso no es vivir, Nacha.
—¿Será morir, entonces? ¿Sabe que me divierte? ¡Lástima que deba irse en seguida! Porque si el Pampa lo encuentra... ¡Ojalá viniera pronto!
Estaban aún de pie, en medio del cuarto. El visitante oía con tristeza a Nacha, que desahogaba su nerviosidad en palabras y palabras, precipitadamente, mezclándolas con un incesante reir simulado y con incoherentes movimientos de las manos y de los brazos.
—¿Se ha creído que yo me interesaba por usted...? ¡Qué gracioso! No se haga ilusiones. ¡Da risa pensar! Porque usted está loco. Solamente un loco hace estas cosas... Además, yo lo quiero al Pampa. ¡Ahí tiene lo que somos las mujeres! Me trata mal, me desprecia, me pega... Y bueno: yo no he de abandonarlo por cualquier monigote que se presente...
El hombre, por toda respuesta, le tomó una mano y la condujo hasta el sofá. La hizo sentar. Y con la [60] misma voz de dulzura, de sinceridad y de afecto que hacía unos instantes, le habló así:
—Si usted, Nacha, no se rebela contra ese hombre, es porque teme una vida peor. Sufre intensamente sólo de pensar que mañana, el día en que la abandone, tendrá que andar de mano en mano.
—Eso no. ¿Con qué derecho me insulta? Yo soy una mujer honrada, ¿sabe? Honradísima.
Y encontrando, sin duda, cómicas sus palabras, se echó a reir de pronto. Parecía que en aquella risa mala mostraba Nacha un gran desprecio de sí misma y a la vez el orgullo de vivir como vivía. Su interlocutor la compadecía cada vez más.
—¿Por qué es así, Nacha?
—¿Cómo?—exclamó ella, sin cesar de reir.
—¡Quiere aparentar lo que no es! Quiere parecer mala y es buena.
Nacha, bruscamente, se puso seria. Bajó los ojos al suelo y así estuvo unos segundos. No se movía. Revelaba una honda preocupación. Al cabo levantó los ojos, y con lentitud, serenamente, miró al desconocido. Le miró hasta el fondo de los ojos y quedó asombrada de la limpidez y de la paz que había en ellos. Bajó los suyos otra vez, y otra vez volvió a levantarlos hacia él. Al cabo de un largo silencio, con voz suave y triste, hablando lentamente, le preguntó:
—¿Quién es usted? Dígame cómo se llama...
Él le dijo quién era.
—Fernando... Monsalvat...—repitió ella, como si quisiera grabarse este nombre.
Y agregó, con una dulce sonrisa y con acento suave:
—¿Por qué ha venido a esta casa? ¿No es para traerme ningún mal?
—Es para traerle bien, amiga mía.
La muchacha volvió a sonreir y de nuevo bajó los ojos para mirar en seguida a Monsalvat.
—Amiga mía... ¡Qué lindas palabras! ¿De veras, sería mi amigo? ¿Amigo del corazón? ¡No sabe el bien que me hace, hablándome así! ¡No sabe el bien que me hace diciéndome que no soy mala! Pero sí, soy mala. Solamente que hago todo lo posible para que me crean peor.
Bajó aún más la voz, y, un poco avergonzada de sus palabras, dijo:
—Las mujeres de la vida tenemos necesidad de aparentar otra cosa. Parece que así nos olvidamos mejor... Parece que así fuésemos otras mujeres. Yo hasta creo que puedo no culpar a la de antes, de lo que hace la desgraciada que soy ahora...
Quedó en silencio, profundamente pensativa.
—¿Por qué tanto empeño en olvidar?—preguntó Monsalvat.—¿No sería mejor recordar, ya que para ustedes el presente es tan triste?
—¿Triste? No, no es triste. Con el criterio del mundo, puede ser; pero en la realidad, no. El presente es para nosotras peor que triste: es vacío, es inconsciente. Vivimos en el aturdimiento, vivimos casi... sin saber que vivimos...
—Pero recordar el buen pasado, soñar... ¿por qué no?
—¿Recordar?—preguntó ella con una expresión tristemente dolorida, como si un mundo de viejos sufrimientos [62] se hubiese agolpado a su imaginación.—¿Para qué recordar? ¿Para sufrir?
—Sí, amiga mía: para sufrir. Si ustedes no sufrieran, serían criaturas odiosas. Si son dignas de simpatía y de piedad, es porque sufren. Por eso, ustedes deben desear, buscar, bendecir el dolor...
Nacha se llevó las manos a la cara. Monsalvat, en medio de la pena y de la compasión que experimentaba, púsose contento. Aquel dolor de Nacha significaba para él una esperanza.
—Pero no—exclamó Nacha, de pronto, exaltándose otra vez.—Nosotras no tenemos el derecho de sufrir.
—No hay derecho más respetable para el ser humano.
—¿Pero no ve que debemos estar siempre alegres, bailar, reir, dar caricias? ¿Cómo podríamos ser mujeres de placer si sufriéramos? Dejándonos dominar por el dolor, nos volveríamos antipáticas, porque en nuestro oficio no ser expansivas y alegres, no estar dispuestas para las bromas o las caricias, es ser odiosas, es como si robáramos el dinero que se nos paga.
Una sonrisa de amargura apareció entre sus labios. Monsalvat la escuchaba doblado, con un codo en la rodilla y la mano en el mentón, mirándola fijamente, como si quisiera beberle el alma.
—Nosotras necesitamos hacernos otro modo de ser—continuó Nacha.—Necesitamos cambiarnos el carácter como nos cambiamos el nombre. ¿Acaso nos mudamos nombre por vergüenza o por temor de nuestra familia? No, no es eso. Nos ponemos otro nombre porque así nos parece que no somos nosotras... Es [63] como en el carnaval. Usted se disfraza y hace y dice cuantos disparates se le ocurren. ¿Y se avergüenza después? No, porque le parece, una vez quitado el disfraz, que no era usted mismo...
Después de un breve silencio, Monsalvat preguntó:
—¿Y anoche? ¿Por qué esa tristeza suya?
Por su conversación con Torres, él sabía cuál era el motivo. Sin embargo, esperó la respuesta con ansiedad.
—Ahí tiene las consecuencias de sufrir. No se va al cabaret para estar triste y para llorar como una sonsa. El Pampa tenía razón en su enojo. Pero yo, ¿qué iba a hacer? Estaba llena de dolor... Un verdadero amigo de otro tiempo, el único hombre que he querido de veras, se estaba muriendo. Hoy es un día de tristezas para mí. ¡Suerte que estoy sola! Así podré recordar muchas cosas lindas. Hoy puedo darme el placer de sufrir...
Al oir estas palabras, Monsalvat se estremeció. Se sentía feliz de que Nacha sufriese, pero al mismo tiempo aquel amor hacia el bohemio le infundía una vaga tristeza. Interrumpió a Nacha para decirle que había conocido a Carlos Riga.
—¿Lo conoció? ¿De veras? ¿Dónde, cuándo?
Desde este instante, Nacha consideró a Monsalvat como a un hermano. La extraña simpatía que experimentaba hacia su visitante llegó al colmo. Le tomó una mano y le rogó que le contase todo lo que supiese de Riga. Le miraba con una gran ternura. Los últimos restos de desconfianza habían desaparecido. Ahora le hubiera contado toda su vida, mostrado toda su [64] alma. ¡Haber conocido a Riga! ¿Qué mayor título para alcanzar su amistad?
Hablaron de Riga largamente. Monsalvat refirió que le conociera por Eduardo Itúrbide. Pero no fueron amigos. Monsalvat jamás frecuentó los círculos literarios y bohemios que frecuentaba el poeta. Nacha exaltó las cualidades de su amigo: el alma más bella que hubo nunca, el ser más generoso, el corazón más lleno de bondad. Parecía que se iba emborrachando al acordarse de Riga. Hablaba como aturdida, en un monólogo atropellado, frenético a veces, en frases cortadas. Llegó un momento en que los ojos se le llenaron de lágrimas, en que temblaba, en que una grande emoción la conmovió intensamente.
—Y pensar que esta mujer, que esta mujer miserable que le habla, lo abandonó... ¡A él, el más bueno de los hombres! Y todo por miedo a la pobreza, al hambre... Yo he sufrido mucho, pero mucho, Monsalvat... Sufrí cuando el hombre que me deshonró quiso que evitáramos nacer al hijito que yo llevaba en mi vientre. Mi hijito, que era para mí la única seguridad de la vida, lo único que podía acercarme a mi madre, lo único que podía volverme a la vida honrada... ¡Cómo sufrí! Usted ahora me ve llorando y me tiene lástima, y esto no es nada al lado de la angustia de aquellos días, cuando supe que había tanta maldad en los hombres, tantas miserias en la vida. Padecí entonces horriblemente... Y sin embargo, tampoco eso era nada al lado de lo que sufrí al abandonar a Riga...
La pobre muchacha se puso a llorar con tal ansia que era como si toda la casa temblase con su llanto. Monsalvat, penetrado de un gran dolor, le decía palabras [65] consoladoras. Y él mismo no sabía de dónde sacaba aquellas palabras, pues jamás las oyó ni las pronunció en su vida. El intenso sufrimiento de Nacha le hacía a él un extraño bien.
—Me acuerdo de aquella mañana en que lo dejé. Me acordaré en todos los días que me dé Dios. Vivíamos en un cuarto pobrísimo, oscuro, chico, sin aire, ¡el cuarto más miserable del más miserable conventillo! Ni muebles teníamos... Apenas nos quedaban dos catres, viejos, rotos, sucios... Yo no había dormido esa noche. La pasé llorando, meditando mi plan, imaginando la pena de él cuando no me encontrase...
Se detuvo un momento, porque el llanto la ahogaba. Aspiró el aire con toda la fuerza de sus pulmones, y prosiguió:
—Al amanecer me vestí y arreglé un atadito con las pocas ropas que tenía. Todo fué hecho con calma... con toda la calma imaginable. Quería retardar el momento terrible. Por fin llegó. ¡Iba a dejarlo, a él, que tanto me quería! ¡Cómo me costó resolverme! Lo miré. Dormía profundamente. Me acerqué en puntas de pie, lo besé en la cabeza... No sé lo que pasó por mí en aquel momento. Debí recostarme en la pared, porque el mundo se deshacía para mí. Me faltaba el corazón. Creí que me iba a morir. Allí estuve un largo rato, sin moverme, estupefacta. Cuando tuve fuerzas para apartarme de allí, me senté en mi catre llorando. Debí llorar lo menos una hora. Después comencé a salir. Cada paso me costaba un dolor en el alma. Avancé así, paso a paso, un paso cada siglo, ahogada en llanto, mirándolo siempre a él... ¿Por qué lo dejé? ¿Por qué, Dios mío, cometí esa infamia? Por fin, llegué [66] a la puerta; y cuando creí que nadie de la casa podía verme, eché a correr, eché a correr como una loca, bajé la escalera... no, me arrojé escalera abajo, y cuando estuve en la calle, caí en el umbral y me quedé allí yo no sé cuánto tiempo llorando...
Monsalvat tenía que luchar consigo mismo para no emocionarse.
—Tiene que contarme su vida, toda su vida, desde que dejó la casa de su madre...
Nacha resistió un poco, pero terminó haciéndole la confidencia plena de sus desgracias.
—Yo tenía veinte años, pero era una chica. No sabía otra cosa que pelearme con mi hermana y cambiarme sonrisas y miradas con los pensionistas de mi madre. Uno de ellos, que se llamaba Belisario Ramos, consiguió enamorarme. Yo lo consideré mi novio y no dudaba de que se casaría conmigo. Una mañana se fué de la casa. Convinimos en encontrarnos esa tarde en la plaza del Once. "Para hablar de tantas cosas", me dijo él; "para combinar nuestros planes, ya que ahora nos será difícil vernos." Me hizo subir a un carruaje y me llevó muy lejos, a una casa cerca de la Chacarita. Yo no me imaginaba lo que él había planeado. Intentó la violencia contra mí. Yo me defendí, lloré, le pedí por favor que me dejara. Todo fué inútil. Era fuerte, era hábil y yo estaba enamorada. ¿Qué otra cosa podía suceder si no lo que sucedió? En fin, había pasado mucho tiempo, y yo, afligida por mi madre y mi hermana que me esperarían, quise salir de allí. Me dijo entonces que era demasiado tarde para volver a la casa. Me desesperé, lloré otra vez. Una mujer, dueña de la casa, vino a aconsejarme, a convencerme [67] que me quedara allí con Ramos, que viviéramos juntos... Yo pensé que ante mi madre y toda la gente de la casa, ya estaba deshonrada. ¿Qué iba a decir si volviese? ¿Cómo explicaría semejante tardanza? Me quedé, resignada a todo, deseando que la policía viniese a buscarme y me llevase a casa. Y viví con Ramos, que es el hombre más canalla que hay en el mundo. No trabajaba en nada; el dinero con que comíamos era el que él pedía prestado y no devolvía jamás. A los dos meses quiso explotarme. Llevó al cuarto a algunos estudiantes que tenían dinero, y me dejaba sola con ellos, para que yo los enamorase. ¡Un miserable de la peor especie! Por fin, después de año y medio de la tarde funesta, supe con alegría que iba a ser madre. El canalla pretendía que no dejásemos nacer a nuestro hijito, a ese hijito mío que sería mi única dicha en la vida. Discutimos, me pegó brutalmente. Al último, me abandonó. Yo le escribí a mi madre, y mi madre no quiso oírme. El abandono del padre de mi hijo fué para mí algo monstruoso. No sólo por dejarme así, sino por la crueldad que eso significaba, por la maldad que mostraba aquel hombre. Me desprecié por haberlo querido y tuve una enorme lástima de mí misma. Me enfermé, fuí al hospital, perdí mi hijito, que nació muerto...
Se detuvo, fatigada, sufriente, dominada por la emoción. Monsalvat la contemplaba tan bonita, con su aire bastante distinguido, con su aspecto modesto, realzado ahora por aquel sencillo vestido negro que se había puesto para ir más tarde al cementerio. Monsalvat veía que era muchacha buena y honesta en el fondo, [68] una víctima de la voracidad masculina, del egoísmo, de la injusticia social.
Nacha refirió luego sus esfuerzos para trabajar y vivir honestamente. Entró en una tienda, donde padeció mucho. Como no sabía hacer nada, le dieron la última categoría de las vendedoras. Veinticinco pesos mensuales y once horas de trabajo. Tenía un interés en lo que vendiese; pero como las vendedoras primeras se acaparaban todas las ventas, lo que ella ganaba en tal concepto era una miseria. No tenía, pues, ni para comer. El gerente le hizo el amor, amenazándola con echarla si no se le entregaba. Las compañeras eran casi todas víctimas como ella, pero habían resuelto su situación: tenían amantes que les daban dinero, o frecuentaban las casas de citas. Eran unas perdidas, muchas de aquellas muchachas. No hablaban sino de regalos, de alhajas, de vestidos y de obscenidades. Un día, una de ellas, con la que había hecho gran amistad, le dijo que era inútil querer ser buena y resistir. Todas caían, tarde o temprano, porque ése era el destino de las muchachas pobres, porque así lo querían los ricos. Era una excelente muchacha, trabajadora, buena, todo corazón; le declaró que ella, para sostener a su madre viuda y sus cinco hermanitos, necesitaba acudir dos o tres veces por semana a cierta casa oculta donde iban señores serios.
—Era inevitable que yo me perdiese—continuó Nacha.—¿Qué iba a hacer? Tenía a dos pasos la tentación. Luché algunas semanas, pero las deudas, el hambre, la necesidad de vestirme bien, el lujo que veía a mi alrededor, hasta la creencia absurda de que así me libraba del gerente, contribuyeron a perderme. Y [69] un día, le pedí a mi amiga que me llevara a aquella casa...
Bajó los ojos, avergonzada. Monsalvat le rogó que siguiera, diciéndole que ella no tenía la culpa, que eso debía ocurrir fatalmente. Nacha siguió, refiriendo todo lo que había sufrido durante las primeras veces que acudió a aquella casa.
—¿Y vivió mucho tiempo de ese modo?—preguntó Monsalvat, aprovechando un silencio de su interlocutora.
—Seis meses. Pero un día, sentí tanta repugnancia de semejante vida, que dejé la tienda y no volví más a aquella casa. Trabajé en costuras, fuí corsetera, hice flores artificiales... No tuve suerte. Fuí bajando poco a poco, aceptando cada vez los oficios más modestos. ¡Y siempre llena de deudas! Mientras tanto, no había hombre que no me pretendiese. Por huirles cambié de oficio en más de una ocasión. Les tuve odio, miedo, repugnancia. Por fin, después de varios años de un continuo padecer, vine a caer como camarera en un café-concierto. Allí fué más insoportable la persecución de los hombres, pero ganaba bastante con mi trabajo y tenía un cuartito limpio y decente, con muebles míos. Allí, una noche, después de un año, me encontró Riga...
—¿Y después?
—¿Después que abandoné a Riga? Pues... volví a caer, esta vez para siempre. Viví unos meses con uno, un año con otro, hasta que terminé por entregarme completamente a la vida. En una de esas casas reservadas me encontró Arnedo y me sacó.
Quedaron silenciosos un largo rato. Nacha estaba [70] inmóvil. Tenía los ojos enormemente abiertos. ¿Qué miraba? ¿En qué pensaba? Monsalvat creyó que había llegado el momento trascendental, y dijo:
—Ahora, Nacha, tiene que cambiar de vida...
Ella, sin mudar de posición y sin mirarle, movió dos veces la cabeza, lentamente, de derecha a izquierda.
—¿Cómo? ¿Y su arrepentimiento...?
—Yo no estoy arrepentida—contestó ella pronunciando sílaba por sílaba y mirando a Monsalvat.—No estoy arrepentida porque no he buscado el mal.
—¿Pero no lamenta la vida...?
—Dios sabe que he sufrido espantosamente. ¿Cómo no he de lamentar una vida tan desgraciada?
—Y entonces, ¿por qué no quiere dejarla?
—Quiero, pero no puedo. Mi destino es ser una mala mujer.
Monsalvat sintió en ese instante que el sentimiento de su corazón asomaba a sus labios, pronto a persuadir y a inflamar el corazón de Nacha en el vehemente anhelo del bien. Le tomó las dos manos, que ella, con un débil movimiento de resistencia, intentó negarle.
—Nacha, hay que cambiar de vida inexorablemente. Es preciso que usted sea usted misma, que recupere su personalidad, que viva. Que viva, ¿comprende? Que pueda soñar, amar, recordar... Su alma exige ser libre, y la libraremos de la esclavitud... Piense en todo lo que ha sufrido. Pues todo eso no es nada, absolutamente nada, junto a los padecimientos trágicos que le esperan. La juventud pasará pronto para usted, y un día se encontrará vieja, enferma, fatigada, hecha un harapo humano. La devorará la tuberculosis, le contagiarán males horribles; y si no se vuelve idiota, se [71] quedará paralítica. Pero antes, irá cayendo, cada vez más abajo, más abajo... Llegará un día en que será definitivamente esclava. El traficante que acecha en cada esquina le echará sus garras, y, una vez en la casa triste de las mujeres explotadas, se volverá una simple bestia de placer. Y allí no hay vida verdadera, ni esperanzas, ni porvenir. No hay ni amor, porque no es amor el instinto criminal del compadrito que la maltratará y la robará. Será vendida como un mueble, en subasta. ¿Cuánto vale esta mujer? Tanto. Llévesela, es suya. Y rodará hasta los antros más inmundos para servir de placer a los hombres más abyectos, a los más repugnantes. Después, nadie la querrá por vieja y por fea. Los hombres más asquerosos le tendrán asco, y su esperanza será morir en un hospital, sola, sin una lágrima que la llore, sin una palabra de piedad en su agonía. Nadie sabrá que dejó usted el mundo. Será arrojada en su tumba, como se arroja dentro de la tierra un perro muerto...
—¡No siga, no siga, por amor de Dios! ¡Es espantoso!
—Es la verdad, Nacha. Es lo que le espera si no cambia de vida.
—Sí, sí. Quiero ser otra. Y usted me ayudará, usted, que es tan bueno...
La infeliz criatura lloraba desesperadamente, con sollozos cortados, retorciéndose, echando hacia atrás la cabeza, estirando los brazos y levantándolos como en una trágica imprecación al cielo.
Llamaron a la puerta. Nacha se estremeció, sobresaltada. Se arregló rápidamente para ocultar su llanto y se dirigió a la puerta de la habitación. Era la sirvienta, [72] que traía una carta de Arnedo. Aterrada, no se animaba a abrirla. Se la entregó a Monsalvat, quien la leyó. Arnedo comunicaba que aquella noche iría a comer con cuatro amigos. Nacha tomó el papel y se quedó inmóvil, muda, mirando a lo lejos. Monsalvat le habló, pero ella permanecía en silencio, con el ceño arrugado, sin mirarle. Una expresión trágica parecía esculpida en su rostro. Temblaba toda entera, ligeramente. De pronto, llevándose las manos a la cabeza, exclamó:
—¡No, no, no! ¡No puede ser! ¡Es una locura! Váyase, váyase ahora mismo. No quiero verlo nunca más. He estado loca. ¡Váyase inmediatamente!
Monsalvat la miraba estupefacto, sin saber qué pensar de aquella actitud. Creyó que perdía para siempre a Nacha. Intentó hablar, explicar. Pero era inútil. Ella le señalaba la puerta, implacable, resuelta, con una energía desconocida. Monsalvat tuvo que salir. Y se fué con el corazón destrozado y con la certeza de que una gran catástrofe había caído sobre su vida. Nacha ni siquiera le dijo adiós.
Las dos líneas de Arnedo habían bastado para que Nacha volviese a la realidad, es decir, a lo que ella creía la realidad. Lo que imaginaba una locura, una cosa imposible, era la realidad verdadera. La otra, la que ella vivía, era una realidad fugaz e inconsistente.
En un esfuerzo enérgico abandonó sus lágrimas y sus recuerdos. Se sintió otra vez la Nacha de antes, Lila, la bailarina de tangos y la mala mujer de la vida. Desechó por un instante hasta la memoria de Riga.
Pero luego, hacia las cinco, su corazón pudo más que su voluntad. Repentinamente, con desesperación, [73] como con temor de volverse atrás, se puso en un segundo el sombrero, bajó a la calle, se fué en un automóvil al cementerio.
Llegó en el momento de los discursos. Se situó lejos del lugar, disimulando para no ser notada. Vió con infinita tristeza que apenas veinte personas habían ido a despedir al poeta. Cuando todos partieron, se acercó al nicho donde fuera colocado el cadáver de su amigo. Con el pañuelo en los ojos permaneció allí largo rato. En su inmovilidad, su humilde traje negro, su llanto silencioso, su actitud de sufrimiento, parecía una imagen del Dolor. La tarde estaba oscura. Lloviznaba y hacía frío. Cuando arreció la lluvia, Nacha se apartó de allí lentamente y volvió a su casa.
Monsalvat no se explicaba cómo, después de los acontecimientos de la noche anterior y de aquella tarde, podía encontrarse en el palacete de Ruiz de Castro, comiendo en compañía de personas mundanas. Parecíale que se traicionaba a sí mismo, que no era fiel a su transformación espiritual. ¡Y qué abismo entre la vida dolorosa de Nacha y la vida feliz de las lindas mujeres que le rodeaban! ¡Y qué abismo entre su diálogo atormentado, trágico, sufriente con la pobre muchacha y las conversaciones, elegantes y risueñas, que burbujeaban en aquella mesa aristocrática!
Era curioso que el contacto con la realidad le hubiese hecho olvidar sus sensaciones pasadas. Sólo tenía en este instante una vaga idea de cuanto sufriera y de cuanto le aconteciera. Pensaba haber vivido horas de exaltación, tal vez de alucinante delirio. Pensaba haber vivido horas de obsesión, dominado por un poder extraño, sin advertir la existencia de las cosas que le circundaban, ajeno en absoluto a lo que no fuesen sus preocupaciones.
Había salido de la casa de Nacha en un estado que no podía definir, y en el que se mezclaban la excitación, la desesperación, el sufrimiento, la lástima de [75] Nacha y de sí mismo, y el fastidio contra sí mismo. Anduvo vagando por las calles hasta que, un poco tranquilizado, acudió al Ministerio para informarse del empleo que le ofrecieron y buscar distracción. Allí encontró a Ruiz de Castro, que le invitara hacía días para una comida en su casa y que le exigió su presencia. No se negó. ¿Por qué negarse? ¿Iba acaso a abandonar la sociedad para siempre? Y ahora estaba allí, rodeado de mujeres elegantes y de hombres de mundo.
Ruiz de Castro, ex-condiscípulo de Monsalvat, era un hombre extremadamente amable. Su ocupación principal consistía en hacerse simpático a todos: viejos y niños, hombres y mujeres. Tenía un aire a la vez donjuanesco y algo afeminado, unos grandes y bellos bigotes, un cuerpo erguido. Llevaba altos cuellos, las más ricas corbatas, anillos magníficos. Jamás se le vió con un traje que no pareciese recién llegado de la sastrería, y no dejaba los guantes ni en los más terribles días del verano. Dueño de una pequeña fortuna, se había casado con una viuda millonaria, y daba comidas y pequeñas reuniones, donde congregaba a personas de la más alta sociedad. Abogado, famoso causeur, muy inteligente. Leía mucho, entendía en cosas de arte y considerábase muy por encima de su medio. Sus invitados eran todos hombres de positiva cultura: médicos y abogados prestigiosos, profesores universitarios, políticos de talento, algún literato. Ellos y sus mujeres, amateurs en arte, gustaban hablar de cuadros y esculturas, de música y de versos. Naturalmente, lo argentino para nada se tomaba en cuenta. Aquella noche se discutió sobre Zuloaga, cuyas obras [76] de la Exposición Universal apasionaban a los artistas y a los diletantes; sobre Rodín; sobre la música de Debussy y de Strauss. Las mujeres parecían tener mayor conocimiento y sensibilidad que los hombres. De las diez que allí había, todas elegantes, todas bellas, todas inteligentes—¡eran argentinas!—una escribía con real talento, si bien no publicaba; otra conocía el arte y la literatura de Francia mejor que la mayoría absoluta de los escritores argentinos; y otra, una muchacha, vecina de Monsalvat, había hecho estudios filosóficos, siguiendo en París los cursos de Bergson.
Monsalvat juzgábase un extraño en este ambiente. A algunas de las jóvenes damas no las conoció hasta entonces, si bien tenía relación con los maridos. Su presencia allí era debida al cariño que sentía por él Ruiz de Castro. Su amigo que, como buen argentino, y sobre todo como buen porteño, admiraba ingenuamente el éxito, se habituó desde la Facultad a considerar como un ser excepcional a aquel muchacho que obtenía la más alta clasificación en sus exámenes, que daba en clase eruditas conferencias y que iba a merecer la medalla de oro. Ruiz de Castro, además, veía en su amigo el prototipo de la distinción. Le encantaban los modos absolutamente naturales y sencillos de Monsalvat, su accionar sobrio y elegante, y aquél su deseo de no llamar la atención, ni por el vestir ni por el hablar, cosa que no era en él buscada y que le preocupase en todo momento, sino algo espontáneo y oportuno. Ruiz de Castro fué quien más contribuyó a vincularle en la sociedad. Le obligó a entrar en el Jockey; y le hacía invitar a bailes, seguro de que Monsalvat no haría jamás un mal papel y deseoso de [77] que la sociedad reconociese el valor espiritual y personal de su amigo. Pero Monsalvat amaba demasiado la modestia y tenía un temor del ridículo que llegaba a lo enfermizo. En el horror de "estar mal" o de llamar la atención, callaba sus opiniones, por interesantes que fuesen. Reservado y desconfiado de sí y de los demás, nunca dejaba ver el fondo de su alma. No fué, pues, conocido y apreciado sino de algunos íntimos y de las mujeres que le quisieron. Para éstos era un espíritu profundo, noble, generoso; un ser sin ambiciones, modesto y sencillo; un hombre de vida interior y de muy fuerte cultura. Para los demás, era un individuo gris, monótono, poco interesante.
Los temas de la conversación separaban a Monsalvat de sus compañeros de mesa. Jamás le atrajo el arte, y de literatura conocía muy poco. Había leído enormemente; pero novelas, versos, crítica, sólo por rara excepción. Así es que cuando aquellas mujercitas se extasiaban ditirámbicamente hablando de Chabas o de Loti, él se sentía fuera de lugar y hasta se avergonzaba en su interior.
Monsalvat no pensaba ni quería pensar en nada de lo que le apasionó durante la tarde y la noche antes. La actitud de Nacha, arrojándole de la casa, le había humillado y le había hecho desear la normalidad. Se creía un estúpido, y veía que era inútil pretender regenerar a esas mujeres. Tampoco se acordaba de su hermana ni del Pampa Arnedo, ni de su conversación con Torres. Parecíale que el frac contribuía a hacerle olvidar todo eso y que le revestía de egoísmo y de superficialidad.
En su condición de soltero, uno de los dos únicos en aquella reunión de jóvenes matrimonios, Monsalvat había sido colocado entre las dos únicas "niñas", como se llama absurdamente aquí a las muchachas. La de su derecha, Elsa, era una criatura deliciosa, rubia, virginal, de una frescura adorable. Sus hombros un tanto angélicos dábanle cierto aire ingenuo, de pintura boticceliana, que no estaba de acuerdo con las rosas ardientes de sus mejillas y sus labios. Pero, al revés de las pinturas primitivas, no había en sus líneas nada de anguloso ni de rígido. Las curvas de su cuerpo, la caída de sus hombros, el corte de su cara, la forma de su nariz y de su boca, eran de líneas suaves, tendiendo a la redondez. Al hablar hacíalo con una candidez encantadora. Monsalvat la conoció en París, hacía cinco años. Allí pasó ella largo tiempo y allí se educó. Poco antes de llegar a Buenos Aires había seguido los cursos filosóficos de Bergson. Tenía un singular conocimiento de autores y de libros. Monsalvat, en París, había vivido en el mismo hotel que ella, y una vez que entró en su departamento vió con asombro que la virgen boticceliana leía el Satiricón de Petronio, las novelas de Willy y otros libros igualmente cándidos. Tenía veinticinco años de edad y varios centenares de adoradores. Gustaba enamorar a los hombres. Sus grandes y trasparentes ojos azules, de una belleza extraña, miraban de tal modo que no había un sólo hombre capaz de resistir a su encanto. Les sonreía maliciosamente, les alababa su talento o su distinción y aun su belleza. Escuchaba, sin turbarse ni alterarse, las mayores enormidades, que ella solía provocar. Nunca se comprometía [79] excesivamente de palabra, pues todo cobraba en sus labios un tono candoroso. Se la criticaba mucho. Elsa se azoraba discretamente cuando una crítica llegaba hasta ella, y sonreía para mostrar la poca importancia que concedía a esas cosas. No tenía ilusiones respecto al amor y al matrimonio. Como no sentía el amor, no creía en él. Y el matrimonio le interesaba poco. ¿Qué idea podía tener del matrimonio, ella que veía a todos los maridos, aun los que pasaban por ejemplares, hacerle el amor apenas los provocaba y hasta perder la cabeza y cometer tonterías? Juzgaba el mundo peor de lo que era, al través de las novelas francesas y de las cosas que le contaban algunos amigos, por el placer enfermizo de decírselas a una mujer. Veía en todas partes el instinto, la perversión. Era que ella no había inspirado nunca un sentimiento verdadero y noble, y no lo advertía a su alrededor. Y en cuanto a sus amigas, interesábase tan poco por ellas que jamás les preguntaba sus intimidades sentimentales. Despreciaba en el fondo a las mujeres, y las encontraba infelices cuando hablaban del amor de sus novios o de sus maridos. Ella sabía a qué atenerse, al respecto. En más de una ocasión, después de oir alabar a alguna la fidelidad de su marido, ella buscó hablar aparte con el modelo de fidelidad, y en menos de media hora, previas algunas miradas, Elsa lograba que él le pidiese una cita o por lo menos que quisiera tomarle una mano. Monsalvat había tenido con ella diálogos audaces. Pero ahora, en plena crisis de su conciencia, en pleno despertar de su alma, no hubiera podido, no hubiera materialmente podido, renovar aquellas conversaciones.
La vecina de la izquierda, Isabel, tenía una inteligencia vivaz y carecía de encantos físicos. Aquella noche, sin embargo, estaba realmente agradable. Sabía sacar partido de sus pequeñas ventajas, sobre todo de sus ojos: ágiles, simpáticos, confiados, interrogantes y siempre prontos al azoramiento. Su cara era demasiado larga, su boca demasiado grande. Tenía dientes feos, pero no los ocultaba. Al contrario, como era hábil en el arte de reir—una risa joven, sana, sin malicia, sin maldad—los mostraba a cada rato. Su temperamento y sus ideas se oponían con singular evidencia a los de Elsa. En Isabel dominaba el espíritu tradicional, la antigua familia de remota alcurnia española, el cristianismo, mientras Elsa procedía de las nuevas familias, del espíritu moderno, pagano y cosmopolita, de la actual Buenos Aires. Al contrario de Elsa, Isabel era toda ilusiones y entusiasmo. Discutía con exaltación, apasionadamente. No sospechaba el verdadero espíritu de Elsa, y cuando oía hablar de ella reía, un poco asustada y un poco avergonzada. Juzgaba al mundo muchísimo mejor de lo que era. En su trato con los hombres, sólo se interesaba por los solteros. Pero la idea de casarse ella, le aterraba, la hacía enrojecer. No sospechaba las injusticias del mundo. En todo caso, creía que los pobres debían resignarse. Tenía un respeto supersticioso por los sacerdotes, cuyas palabras, de cualquier tema que se tratase, eran el Evangelio para ella; y los imaginaba perfectos, santos, absolutamente puros.
La conversación entre Monsalvat y las dos muchachas había sido insignificante. Elsa pretendía hacerla entre ambos más íntima, según acostumbraba con todos [81] sus interlocutores. Pero él huía. Más bien hubiera hablado con Isabel. Pero, ¿comprendería Isabel sus inquietudes, ella que, educada en un medio dogmático, jamás debió dudar de nada? Desentendido casi en absoluto de sus vecinas, hablando con ellas poco menos que maquinalmente, atendió a algo que decía una joven dama, sentada frente a él. Era una gordita bastante graciosa y letrada, charlatana, criticona. Hablando de teatros, dijo:
—¡Ah, pero al Odeón no se puede ir! No se puede ir sino a las noches blancas. No es que a mí me guste tanta blancura. ¡Qué esperanza! Pero es un horror las piezas que dan esos franceses... No se ve en el escenario sino gente mal... Es una ofensa la que hacen a los abonados, obligarlos a oir dramas entre obreros, atorrantes, ladrones, ¡toda la chusma, en fin! Yo no sé para qué dan esas piezas...
Isabel, como casi todas las personas que oyeron, aprobó. Elsa miró a Monsalvat de reojo y le sonrió. Monsalvat había sentido una fulminante indignación contra aquella joven dama que mezclaba a los ladrones y a los obreros y que no quería saber nada de las miserias humanas. Tuvo en los labios una frase, pero pensó caer en ridículo y se la guardó.
—Dígale lo que piensa. Debe decírselo—dijo Elsa.
Entonces Monsalvat, sintiendo que tenía el deber de hablar, adelantó el busto hacia adelante y contestó a la gordita:
—Señora... esas piezas se dan para ustedes. Es la única forma de que ustedes, las señoras elegantes y distinguidas, adquieran alguna noticia de los grandes sufrimientos humanos.
—¿Y a qué fin oir miserias?—exclamó la cristiana Isabel.—Una va al teatro a divertirse...
—Si el teatro y el libro no las enterasen...—empezó Monsalvat, pero varias voces le cortaron la palabra, entre otras la del médico Ercasty, quien refunfuñaba y cambiaba signos de inteligencia con otros, indicando a Monsalvat mediante rápidas miradas.
La voz de la gordita predominó.
—¿Y para qué quiere que nos enteremos, Monsalvat? Yo no necesito enterarme. Que cada cual se arregle como pueda. Cuando yo tengo mis pesares, y creo que todos los tenemos alguna vez, no voy a contárselos a nadie; de modo que tampoco es justo que me obliguen a mí a sufrir con las penas de los otros. Además, no se trata de penas morales, sino de odios, crímenes, insultos a la sociedad. Si hay gentes que tienen hambre, que trabajen; pero yo no quiero ir al teatro para enterarme de cosas que no me interesan y no puedo remediar. Menos quiero ir para que me echen la culpa. El otro día he visto una pieza imposible: La fille Elisa. Pocas veces he estado más disgustada. ¿Qué tenemos que ver nosotras con esas mujeres? No, no, Monsalvat. Usted defiende malas ideas.
Ercasty tendió la mano a la gordita y la felicitó. Luego pretendió burlarse de Monsalvat, diciendo que le habían hundido. Ercasty era médico, pero nunca ejerció su profesión. Ocupaba un alto cargo administrativo. Tenía cuarenta años, un vientre bastante pronunciado e ideas ultrarreaccionarias. Muy inteligente, solía manejar ciertas armas poco comunes en la sociedad argentina, como la paradoja, la ironía, el sarcasmo. Pero siempre que no le tocasen a él. Cuando [83] le herían se exasperaba violentamente. No transigía con la democracia, con el liberalismo ni menos con el espíritu individualista. Tenía el culto de la Sociedad. Vivía según las ideas de la sociedad, los sentimientos de la sociedad. Una opinión contraria a los hábitos sociales, a las ideas sancionadas, le parecía un delito. Fué muy amigo de Monsalvat, hacía años, cuando Monsalvat, en aquellos artículos de La Patria, que la sociedad aplaudía, justificaba con talento y erudición las iniquidades que suelen justificar los diarios, las gentes distinguidas, los escritores exquisitos y esos buenos católicos que interpretan las doctrinas de Jesús a la medida de su satánico egoísmo. Ahora Ercasty odiaba a su antiguo amigo.
—No se convierta en abogado de esa gente, Monsalvat, ¡por Dios!—exclamó la gordita.
—¿De qué gente?
—Pero de la chusma, de la gente mal, del pueblo, como dicen ustedes...
—¡Del pueblo soberano!—agregó Ercasty con desprecio.
—No los defienda—continuó la dama.—Ya ve lo que quisieron hacer en Mayo. Vienen al país una infinidad de extranjeros distinguidos, de embajadores, de señoras, hasta personas de la alta nobleza europea. ¿Y qué se les ocurre a esa gente? Vengarse de su haraganería, perjudicar a su patria, haciendo fracasar las fiestas. Una infamia, no me diga. ¿Qué hubieran dicho esos extranjeros ilustres? ¡Y aprovecharse de un momento como ése para conseguir ventajas! No tiene nombre, Monsalvat, no tiene nombre.
—A todos los gringos huelguistas y perturbadores,—dijo el médico, bufando de enojo,—y a los malos argentinos que los seguían, yo, de ser gobierno, los hubiera fusilado en la Plaza de Mayo. Hubiera sido un espectáculo interesante.
Monsalvat ya no podía continuar escuchando. Una violenta indignación comenzaba a hacer temblar todo su ser. Él, habitualmente sereno, tranquilo, sin odios para nadie, hubiera acogotado a aquel miserable que hablaba de fusilar en masa al pueblo. Ahora ya no dudaba de que todas aquellas gentes eran sus enemigos. Veía en ellos a los representantes de sus viejas ideas, de esas ideas que ahora execraba. Leía en sus rostros la satisfacción insolente de vivir, la afirmación del egoísmo más inhumano, el espíritu de iniquidad; la hipocresía, el orgullo, la carencia de simpatía humana. Para Monsalvat no había en aquellas vidas sino mentira. Esos hombres y esas mujeres no tenían una existencia propia: vivían para los demás, pensando en los demás, con la moral, el criterio, la estética, todas las ideas de los demás. Eran mentira sus opiniones, mentira sus sentimientos, mentira sus gustos, mentira su amor y su odio. Habían tomado la vida como una gigantesca farsa. Ninguno pensó jamás en vivir sinceramente, en buscar un significado a la existencia. Con su filosofía acomodaticia, con su economía política infame, con su caridad hipócrita, ellos,—es decir, la sociedad, los bienhallados, las clases dirigentes,—eran los culpables de que tantos desgraciados padeciesen hambre, los culpables de la vida de Nacha, los culpables de todos los dolores que amontonaba sobre el mundo la Injusticia Social. ¿Cómo [85] era posible que hubiese necesitado llegar a los cuarenta años para comprender todo esto? ¿Cómo era posible que durante una hora que llevaba sentado allí, hubiese olvidado sus sentimientos de la tarde? No se arrepentía de haber asistido a aquella comida, pues ahora ya no dudaría nunca de cuál era su lugar. Él tenía que estar frente al orgullo, frente a la mentira, frente a la maldad. Todos aquellos compañeros de mesa eran instrumentos de la Injusticia Social y había que terminar con sus privilegios, con sus ideas, con sus sentimientos. Había que imponer a la fuerza, aunque fuese a sangre y fuego, el mutuo amor de los hombres. Había que enseñar a esos hombres que se dicen cristianos cómo debemos amarnos los unos a los otros. Y mientras los observaba y los oía, decíase, recordando las palabras que le salieran del alma en su diálogo con Torres, que era necesario destruir, destruirlo todo, de arriba a abajo, para edificar un mundo nuevo.
¿Y sus dos vecinitas? Aquellas criaturas resultaban para él dos instrumentos del mal, dos monstruos de egoísmo, dos almas vacías, dos seres sin corazón. Una, el egoísmo del placer; otra, el egoísmo de una casta. Monsalvat veía que no pensaban sino en ellas: en sus fiestas y en sus vestidos, en sus lecturas y en sus cortejantes, en sus vicios o en sus prácticas religiosas y sociales. Para ellas el mundo estaba bien como estaba, y todo podía continuar del mismo modo hasta la consumación de los siglos. Ninguna aspiración fuerte y espontánea al bien de los demás, ningún acto para remediar los sufrimientos de los que allá abajo se retuercen en la angustia. Personitas de biscuit, [86] nacidas para adornar la sociedad en que viven, no querían conocer sino el buen lado de la vida. Alguna vez, en el teatro o en un libro, tuvieron noticia de la cruel tragedia de los ínfimos; pero se apartaron con desagrado, porque aquello no era para sus almas frágiles y aristocráticas. Monsalvat asombrábase de cuánta ignorada y cuánta inconsciente maldad significaba esa actitud ante la vida de los otros, y pensaba en el clamor que va ascendiendo y ascendiendo y llenando colosalmente el ámbito de las ciudades y que un día, tal vez muy próximo, estallará en venganzas formidables.
Pero al mismo tiempo, Monsalvat pensaba si todas sus opiniones y sentimientos no serían obra de su condición de hijo natural. Seguramente que sus enemigos lo creerían así. Dirían que él era un amargado a causa de su bastardía, un vengativo que culpaba del gran pecado de su madre a los demás y a la sociedad. ¿Y sería así, en efecto? No, no. Había una justicia por encima de todas las razones humanas, y esa justicia, independiente de los agravios personales y de los propósitos de venganza, condenaba la Iniquidad y había decretado—¡no podía ser de otra manera!—si bien para un día lejano, el fin de todo aquello que él odiaba.
Por fin, cuando ya no pudo soportar más lo que oía, cuando ya no pudo detener más aquello que quemaba en su interior y que salía en llamas a los ojos, habló. Produjo asombro. Ruiz de Castro, que le sabía tímido, enemigo de atraer la atención, le miraba estupefacto. El médico estallaba en pequeños movimientos de indignación, y pretendía interrumpirle. Isabel parecía [87] encontrar razón a Monsalvat, pero dominaba sus impresiones, no sabiendo si aquello que oía sería contra la religión. Elsa gozaba como de un pecado exquisito, gozaba de aquella emoción nueva, y contemplaba sonriente y voluptuosamente ingenua a Monsalvat.
¿De qué hablaba Monsalvat? De la horrible desigualdad social. De que unos tengan millones mientras otros no tengan para comprar pan. De que unos vivan en palacios colosales, con parques magníficos, mientras allá en el inmundo, en el oscuro, en el frío cuarto del conventillo se amontonan en promiscuidad monstruosa diez seres humanos. De que a unos les sobre de todo: bienes, comodidades, placeres, cultura, educación; y que ese sobrante no sea para nadie, que no vaya a los que carecen de todo. De que unas mujeres posean docenas de trajes y collares de diez mil pesos y todo el lujo y todo lo innecesario, mientras otras pobres mujeres deben vender su cuerpo, entregarse al que pasa, perder su vida, su salud y su alma, para poder vestirse y comer.
—¿Y por qué no trabajan?—interrumpió colérica la gordita, que había escuchado espantada a Monsalvat.
—Porque no les dan trabajo, señora. Porque los ricos prefieren comprarlas. O porque el trabajo, tal como ahora se halla organizado, es otra iniquidad que mantenemos egoístamente. ¡Yo no sé cómo todo ese mundo de abajo no ha venido todavía a exterminarnos, a degollarnos en masa! Es la justicia que merecemos. Viene con lentitud, señora, pero ya llegará. Vaya preparando usted un lindo escote para ese día. [88] Donde ahora siente el calorcito de las perlas, sentirá el filo de un sable...
Protestas e indignaciones. Elsa rió y aplaudió, divertidísima. Isabel se convirtió en enemiga de Monsalvat. Todo aquello, según ahora comprendía, estaba en contra de lo que opinaban los Padres. ¡Qué horror! La gordita le llamó a Monsalvat anarquista, asesino y enemigo del orden.
Se habían levantado de la mesa y se distribuían en pequeños grupos. La gordita parecía empeñada en discutir con Monsalvat. Ruiz de Castro se acercó sonriendo.
—¿Están arreglando el mundo?
—Es Monsalvat que se ha vuelto un anarquista peligroso.
—No hay nada tan peligroso como el decir la verdad—sentenció Monsalvat.
—Pero más peligrosos que la verdad suelen ser los soñadores, ¿no es cierto?—dijo Ruiz de Castro, dirigiéndose a la gordita.
—Claro. Y si no, vea lo que ha dicho Monsalvat de esas mujeres. Por poco no ha dicho que yo tengo la culpa de que... de que ellas se... en fin, ya me entienden. ¡Demasiado entienden ustedes de estas cosas! Yo creo que a esas infelices les falta temor de Dios. Antes que dedicarse a esa vida, debieran pedir limosna, colocarse como sirvientas, recurrir a tantas sociedades caritativas, irse a la cosecha, ¡qué sé yo! Trabajo no puede faltar. Lo mismo que los hombres. En lugar de hacerse anarquistas o socialistas o andar de huelga en huelga, debían conformarse con la voluntad [89] de Dios, resignarse con su suerte. ¡Qué se ha de hacer!
—¡Es cierto!—exclamó Isabel, arrastrando las últimas sílabas, como muy impresionada, y con la convicción de quien ha encontrado un argumento definitivo.—¡Es ciertísimo! ¿Por qué hacen huelgas? Es mal hecho, eso.
La gordita, después de un profundo suspiro, agregó con acento melancólico:
—¡Cada uno debe aceptar el lote que le toca en la vida!
—Cuando es el suyo—dijo Ruiz de Castro sonriendo,—se puede pensar así. Pero yo, en vez del lote suyo, preferiría el que le ha tocado a su marido.
—¿El mío?—exclamó ella, sin darse por aludida.—¡Pero si nosotros somos casi pobres! No diré que estemos en la miseria, pero fuera del sueldo de mi marido como diputado, no tenemos sino unas rentitas insignificantes y una estancia aquí cerca de Buenos Aires. Y sin embargo, no me quejo de mi suerte. Otros tienen millones... Y bueno: no los envidio, y me conformo con la voluntad de Dios.
Monsalvat no quiso oir más. Ruiz de Castro seguía dando bromas a la gordita. Monsalvat continuó en el pequeño grupo. Cerca de él, Ercasty y dos amigas despellejaban a una joven dama de gran belleza. Ercasty la acusaba de tener un amante. Furioso y justiciero, decía que esa mujer ofendía a la sociedad y que era un deber higiénico rechazarla, hundirla. Sus vecinas aprobaban, por fórmula. Monsalvat, que sabía las infamias del marido de la criticada, su abandono del [90] hogar, sus borracheras, sus trampas, encontraba humano y lógico que esa mujer amase a otro hombre. Lo que no comprendía era la indignación de Ercasty. ¿Por qué se convertía en abogado de la sociedad con tanta furia? ¿Qué ídolo monstruoso era la sociedad, que exigía el sacrificio de los ensueños de amor, de los instintos naturales, de la necesidad de cariño? ¿Qué ídolo monstruoso, venerado tan absurdamente por hombres cultos?
¿Qué le quedaba a Monsalvat por hacer allí? Sentíase desdeñado. Estaba de más, no era aquél su sitio. Se despidió de los dueños de casa y se fué. En la calle, el aire de la noche despejó su cabeza. Se encontraba aturdido, aplastado, medio enfermo. Caminó a pie largo rato y se serenó. Pensó que por última vez en su vida había visto una imagen del mundo de la injusticia. Su ruta se había definido ahora enteramente. El bien estaba allá abajo, y la única ocupación de un hombre digno y bueno era luchar por los oprimidos. Sí, él daría su vida y el poco dinero que le quedaba por los tristes de la tierra. ¿Le creían vengativo? Él bien sería su venganza.
Llegó al hotel a las doce. Sentíase disgustado otra vez de sí mismo.
Se quitó el frac, lo arrojó al suelo con desprecio y se puso a pensar en Nacha. ¿Por qué le echó de la casa, después de haber aceptado sus palabras y de haberle referido su lamentable historia? ¿Se habría enamorado él de Nacha? ¿Sería el amor hacia ella lo que le llevaba a las actitudes de esa noche? ¡Ah, Nacha, Nacha! ¡Qué no daría por verla, aunque fuese por un milésimo de segundo!
Cuando salió de su ensimismamiento vió sobre su mesa una carta. Era de su madre. Decíale que estaba enferma, gravísima, y que sentía venir la muerte. Le rogaba que fuera a verla, apenas recibiera la carta. Unos segundos después, un auto, llevando a Monsalvat, volaba hacia la casa de la enferma.
La madre de Monsalvat, Aquilina Severín, vivía en el cuarto piso de una casa de departamentos, frente al Parque Lezama. Aquilina fué en su juventud muy bonita, pero ahora, a los sesenta años, no guardaba ni rastros de su belleza. Era hija de unos modestísimos comerciantes franceses, y trabajó en una casa de modas de la calle Florida. Un día la encontró en la calle el padre de Fernando, que la siguió, la enamoró pacientemente después y llegó a seducirla. Aquilina tenía veinte años cuando nació su hijo. Poco después, su amante, Claudio Monsalvat, se casó con una niña de su condición social, pero esto no fué obstáculo a que pasara una pensión a Aquilina y a que la visitase de cuando en cuando. Las visitas terminaron con una reanudación de las relaciones, y diez años después de Fernando nació Eugenia. Claudio había escriturado una propiedad a nombre de Aquilina, pero dejó el mundo sin testar a favor de sus hijos naturales. Aquilina quiso que sus hijos interviniesen en la testamentaria, trató de pleitear con la familia legítima de Claudio, pero Fernando, que estaba entonces en Europa, se opuso enérgicamente. Aquilina vivió de los doscientos cincuenta pesos que rentaba su propiedad, [93] hasta que después de la muerte de Claudio la vendió, mal aconsejada por un procurador del barrio. El producto de la venta aprovechó a diversos vividores, y Aquilina se quedó en la calle. Su hijo la sostenía ahora.
La madre de Fernando era una infeliz. No había mujer más crédula e ignorante. Apenas sabía leer: sólo cursó tres grados de la escuela primaria. Las comodidades de que la rodeó Claudio fueron para ella el máximo de la felicidad. Se creyó una gran señora, digna de merecer las envidias de todo el mundo. Sus padres no habían sido casados, de modo que ella no tenía las preocupaciones corrientes respecto al matrimonio. Como los franceses, consideraba el amor y todo lo relativo a este sentimiento con un respeto sagrado. Pero no era muy exigente en la calificación del amor, dándole muchas veces este nombre a lo que sólo era instinto o placer.
Con semejantes ideas la educación de su hija debió resultar un desastre. Fernando,—que desde los ocho años fué interno en un colegio, pasando con su madre sólo las vacaciones y que a los quince fué separado de ella por su padre para que viviese solo, lejos de ese ambiente detestable,—se interesó muchas veces por la educación de Eugenia. Aconsejó a su madre que la mandara a la escuela y le prohibiera ciertas amistades. Pero Aquilina le contestaba invariablemente:
—¿Para qué? ¿Qué va a sacar con eso? Yo no he estudiado y bien feliz que soy. Yo sé lo que hago y nadie tiene que meterse en estas cosas. Ella estudiará si le gusta.
Eugenia tuvo, pues, a la calle por principal maestra. Pasábase el día con otras chicuelas en la vereda [94] o en los balcones, cambiándose miradas amorosas con los muchachos. Eugenia, con su cuerpo elegante y sus bellos ojos negros, fué deseada por innumerables hombres, algunos de los cuales llegaron hasta besarla por la fuerza. A los quince años sabía cuanto hay que saber. Claudio Monsalvat apenas se preocupaba de su hija, parte por considerarlo inútil, y parte porque tal vez dudaba de su paternidad. En la época del nacimiento de Eugenia, Claudio sospechó de la fidelidad de Aquilina; pero por no hacer cuestiones y porque Aquilina era la madre de Fernando, aceptó el presente que le ofrecían.
Cuando Eugenia tuvo veinte años se corrigió un poco de su haraganería. Hasta intentó emplearse en una tienda. Pero Aquilina se opuso, diciéndole que ganaría una miseria, que se mataría de trabajo y se envejecería y que podría perjudicar a su padre y a su hermano. El deseo de Aquilina era que Eugenia encontrase un hombre que la quisiera y le pusiese casa. Comprendía que su hija no podría casarse sino con un obrero o un inservible, y prefería un acomodo de ésos, que ella consideraba como cosa natural y que miraba sin el menor escrúpulo. Aquilina no era por ello una mujer abominable; deseaba para su hija su propia situación y la de su madre, que ella reputaba excelentes. Creía románticamente en los amores eternos, en la fidelidad, en las promesas de los hombres. A su hija no le declaró nunca sus intenciones, ni menos a su amante ni a su hijo, pero Eugenia las adivinó.
En la casa vecina moraba una familia principal y rica. Uno de los muchachos la comía con los ojos a [95] Eugenia y le demostraba sus deseos mordiéndose el labio inferior y entornando los ojos. Pero no se animaba a hablarla, tal vez por temor a Fernando, que en aquel tiempo visitaba a su madre dos o tres veces por semana. Un día, Aquilina le dijo a Eugenia, con un tono que revelaba un propósito inconfesable:
—A ver si te lo pescás, pues, al muchacho ése. ¡Es rico y tan buenmozo!
—Pero mamá; ¿cree que él puede casarse conmigo?
—No sé, eso se verá después. En todo caso, si es serio, fiel, cariñoso, no importa que...
Se detuvo, al notar el disgusto y la tristeza en los ojos de su hija. Porque Eugenia, aunque parezca raro, era en el fondo honesta. Anhelaba encontrar un hombre que la quisiera y que se casara con ella. Pero por lo que había oído a la madre, creía que a los hombres era menester atraerlos y "pescarlos", y de ahí las miradas y las coqueterías con todos los muchachos y las concesiones que les hacía o estaba dispuesta a hacerles.
Por aquel tiempo, Aquilina tomó a su servicio a la mujer que desde entonces, durante diez años, la acompañó. Era una mulata jacarandosa, sensual, bien parecida, de grandes ojos y gruesos labios. Se llamaba Celedonia y tendría unos cuarenta años. Daba que hablar a todo el barrio, y hacía entrar de noche a sus amantes en la casa. Fernando, aun ignorando este pormenor, quiso que su madre la echara; pero su empeño fué inútil. Para Aquilina, Celedonia no era una sirvienta sino una compañera, la más divertida de las compañeras. Le llevaba todos los chismes del barrio: las trampas de los que pasaban [96] por ricos, las peleas entre maridos y mujeres, los amoríos pecaminosos de las señoritas y los de las sirvientas, las "cosas" de los señores, los vicios de cada cual. En Carnaval se disfrazaba y concurría a los bailes del teatro Victoria, donde se encontraba con otras gentes de su raza. Volvía a la casa medio borracha, al día siguiente, y luego se pasaba la tarde contando a su patrona cuanto había visto. Para Aquilina, los relatos picarescos y un poco obscenos de Celedonia significaban una ventana abierta al mundo de la vida alegre. Reía como una loca al oir las zafadurías de la mulata. Gozaba con aquellas descripciones de cosas para ella inaccesibles, y se dijera que envidiaba la felicidad de Celedonia. Su hija solía escuchar a veces los cuentos de la mulata sin que a la madre se le ocurriese hacerla retirar.
Poco antes de partir Fernando para Europa, en su último viaje, Eugenia conoció a Arnedo. El muchacho, audaz, dominador, elegante y muy buenmozo, no tardó en enamorarla. La primera vez que la vió, pasando casualmente frente a la casa, le demostró su interés. Fingió asombro al mirarla, como quien recibe una impresión muy fuerte. Se detuvo un instante en la vereda y luego se instaló en la esquina. Pasó varias veces frente a ella y terminó por acercársele. Eugenia, que estaba en la puerta, sola, se hizo un poco hacia atrás, pero Arnedo le tomó la mano, al tiempo que le clavaba los ojos y le ordenaba:
—¡Quédese!
—Pueden venir.
—No me importa nada. La he visto y me he vuelto loco—exclamó él con simulado arrebato.
Hablaron. Se dijeron sus nombres. Él declaró una pasión fulminante, al tiempo que acariciaba la mano de ella. Durante algunas noches conversaron en el zaguán, unidos de la mano. Eugenia no dudó de la pasión de Arnedo, quien le prometió que se casarían muy pronto.
Eugenia no quería ir a la cita que le exigía su amante. Le había tomado un poco de miedo. Pero como era un temperamento pasivo, dócil a la voluntad masculina, y un tanto tímida,—sin contar con el placer que naturalmente recibía en las caricias,—se prestaba a todo en el zaguán, hasta el punto de que Arnedo, viendo imposible la cita, resolvió allí mismo el problema que le preocupaba. Desde ese momento el muchacho fué dueño y señor de Eugenia. La madre y la mulata sabían de aquellos amores, pero habían dejado hacer: la madre porque sospechaba que Arnedo era el hombre que ella esperaba y confiaba en la habilidad de su hija para atraparlo; y la mulata por pura afición celestinesca.
Un buen día, cuando Fernando se encontraba en Europa, Eugenia huyó con Arnedo. Aquilina imaginó que era el golpe anhelado. No se lo explicaba, a la verdad, pues bien pudieron tratar con ella aquel asunto; pero sospechó que tal vez ahora los procedimientos habían cambiado. Por su parte Eugenia, cuando vió que Arnedo la llevaba a su casa, a su garçonniere, pensó que aquello sería "una cosa seria". Pero Arnedo la dejó después de un año. Eugenia volvió a vivir con la madre, que sólo le reprochó su inutilidad para atrapar a los hombres. La muchacha estuvo avergonzada durante algunas semanas, sobre [98] todo en presencia de sus conocidas del barrio. Esto pasó poco después, apenas la mulata le consiguió otro amante. A este amante sucedió otro, y otro más tarde. La muchacha no tardó en asistir a una casa que le recomendó la mulata, hasta que se perdió completamente. Un día, viendo que no podía vivir junto a su madre porque la perjudicaba, y además porque le desagradaba su tolerancia para con ella, se fué de la casa. Ni siquiera dijo a dónde iba. Durante meses nada supo Aquilina de su hija.
A Fernando Monsalvat le ocultaron la primera fuga de su hermana la que ocurrió durante su primer viaje de dos años. Pero como al no recibir cartas de Eugenia él exigiese una explicación, no hubo más remedio, poco tiempo después de la definitiva escapada, que declararle la verdad. Cuando volvió de Europa quiso saberlo todo. Le dijeron que huyó con un tal Arnedo y que nada más sabían de ella. A Monsalvat le disgustó tremendamente la actitud de Eugenia, sobre todo por lo que a él podría perjudicarle si llegara a saberse. Este disgusto contribuyó a que no quisiera quedarse en el país y a alejarle por siete años.
Desde su llegada, Fernando visitaba poco a la madre, no obstante que ella estuviera enferma, con las piernas paralíticas. Aquella mulata siempre junto a Aquilina, testigo inevitable de sus conversaciones, le repugnaba. Una vez quiso echarla, pero Aquilina le rogó por favor que no lo hiciera. Además, la mulata no precisaba de la autorización de Aquilina para quedarse. La dominaba enteramente, era dueña absoluta de su voluntad. Manejaba el dinero de Aquilina, la cuidaba y acompañaba fraternalmente, de igual a [99] igual. Aquilina adoraba a su hijo, pero, como la mulata le tenía odio, no pudo impedir que le demostrara mala voluntad y le alejara de la casa. Pero Fernando no dejaba por esto de visitar a su madre. Lo que hacía era llevar libros o diarios y leerlos, ya que allí de nada se podía hablar.
Cuando aquella noche Fernando llegó al departamento donde vivía su madre, encontró llenos de gente los cuartos. Adivinando que su madre estaba moribunda, corrió a su dormitorio con el corazón apretado. Allí estaban la mulata y otra mujer haciendo curaciones y una muchacha como de veinte años, muy bonita y decente.
Monsalvat apartó a las mujeres y se inclinó para besar a su madre.
—¿Han llamado al médico?—preguntó luego.
—Oh, ¡qué médico ni qué macana!—exclamó la mulata despreciativamente.—Ahí tiene a Mamita Juana, que sabe más que todos los dotores juntos.
Fernando, sin contestarle, se dirigió a la puerta. Miró a los hombres que allí estaban y preguntó quién podía llevar una carta urgentemente. Un sujeto encanecido y de larga barba, de espaldas encorvadas y vestido miserablemente, se adelantó, extendiendo una mano.
—¿Ya no se acuerda de mí, doptor Monsalvat? Soy Moreno, el procurador Moreno. Hemos trabajado juntos...
Monsalvat se acordó en efecto de aquel hombre. Fué su procurador durante pocos meses. Luego supo que vivía miserablemente, de pequeñas gangas en los tribunales.
Monsalvat sacó un lápiz que llevaba en el sobretodo, una tarjeta de su cartera y se puso a escribir. Moreno hablaba, mientras tanto.
—Y aquí me tiene, doptor: viviendo, que no es poco trabajo. ¡Ya se acabaron para mí aquellos tiempos en que trabajaba como procurador! Créame doptor que, sin vanidad, me siento orgulloso de mi obra de entonces. La ciencia jurídica de mi país me debe algo. He intervenido en grandes pleitos, y los he ganado. Digo los hemos ganado, porque la verdad es que también debo dar su lugar al abogado. Pues ahora me ve, doptor. Con diez hijos, pobre como las ratas, descendiendo la cuesta amarga...
Moreno tenía ademanes de persona bien nacida, y en medio de su miseria revelaba su buen origen. Olía un poco a bebida barata, y no andaba muy limpio. Pero en la oscuridad del corredor parecía mejor de lo que era.
—Lleve entonces esta carta, urgentemente. Se va en un automóvil y espera. Tiene que traer en seguida al doctor Torres.
Fernando le dió el dinero y le recomendó que se apresurase. E iba a retirarse cuando una mujer que allí estaba dijo:
—No lo deje ir solo, señor. Se va a meter a chupar en el primer almacén...
—Es la compañera de mis luchas y privaciones—dijo Moreno declamatoriamente.—Vea cómo me trata, doptor. ¡Y me lo debe todo! Le he dado diez hijos y mi nombre, elevándola hasta mi posición social...
—Es un infeliz, señor. Y no tenemos diez hijos sino siete. Dice eso para que usted le dé plata.
La mujer hablaba entre enojada y risueña. Los otros hombres y mujeres que allí estaban, sin acordarse para nada de la enferma, reían.
—Mejor es que lo acompañe mi marido—dijo una de las mujeres, indicando a un hombre.
—Bien. Acompáñelo—dispuso Monsalvat.
Moreno adoptó un aire grave y ofendido, y poniéndose una mano en el pecho declamó:
—Doptor, lo que he oído es una ofensa que...
—Déjese de historias, amigo Moreno, y váyase pronto—interrumpió Monsalvat, retirándose.—Le pagaré bien este servicio.
—Si usted lo manda, mi doptor, así lo haré—dijo él, agachando la cabeza humildemente.—Basta que usted lo disponga, doptor. Lo mismo que en otros tiempos lejanos, que se fueron para no volver, el procurador Moreno será...
El hombre que le acompañaría le agarró de un brazo y se lo llevó. La mujer de Moreno quedó maldiciendo su destino, mientras las otras seguían riendo. Fernando ya estaba en el cuarto de la madre.
Aquilina se hallaba verdaderamente grave. Ciento cuarenta pulsaciones. Un ataque al corazón creía Monsalvat que fuese aquello. ¿Qué hacerle? Se acordó de los paños fríos y se los mandó preparar a la muchacha, que resultó ser la hija mayor de Moreno. La curandera permanecía en el cuarto, entre gozosa de presenciar el futuro fracaso del médico y fastidiada. La mulata estaba a su lado, con la jeta larga, mirando despreciativamente a Monsalvat.
—Déjenme solo con mi madre—ordenó Fernando a las mujeres, que salieron refunfuñando.
Aquilina, al verse sola con su hijo, se puso a llorar. Hasta ese momento no pensó sino en el horror de morirse. El pánico le abría los ojos desmesuradamente y le enturbiaba su mirar. Pero ahora, parecía que la presencia de su hijo comenzaba a hacerle bien. Mientras lloraba, Fernando hacíale caricias en la cabeza y en las manos y la besaba.
—Hijo—comenzó la enferma, cuando pudo hablar;—he sido una mala madre. Quisiera verla, antes de morirme. Buscála ahora mismo, para que venga mañana. ¡Mala madre, Dios mío! Se perdió por mi culpa. Yo sabía todo y todo lo permití...
Volvió a llorar. Fernando quiso consolarla, asegurándole que exageraba. Fernando era sincero, pues no creía que en realidad su madre hubiese consentido en la perdición de su hija. No quería creerlo; no solamente por afecto a Aquilina, sino principalmente por amor propio. ¿Cómo resignarse a tener como madre una mujer tan criminal? Pero él sabía que Aquilina no era criminal sino inconsciente, una pobre infeliz, echada a perder por la ignorancia y por el ambiente que la rodeaba.
—Sí, una mala mujer—repetía Aquilina.—Después que mi hija se dedicó a la vida yo la recibí aquí en casa y acepté la plata que me traía. Y al principio, cuando Arnedo la dejó, ella quiso vivir aquí, quiso ser buena. Pero esa mulata la volvió a perder. Y yo lo sabía todo, todo... ¡Perdonáme, Fernando! ¡Perdonáme todo el mal que te he hecho a vos también! Yo he visto más de una vez que eras desgraciado por mi culpa. Si hubiese sido una buena madre hubiera deseado morirme para no perjudicarte. Pero no [103] me importaba nada, ésa es la triste verdad, hijo. Felizmente, ya me voy. Ahora serás libre de esta cadena que debe pesarte tanto. Pronto, cuando nadie se acuerde de esta pobre mujer, no habrá quién te reproche que seas el hijo de la Aquilina Severín. Ya falta poco, Fernando. Siento que me muero. El corazón se me detiene...
Fernando apenas la escuchaba. Al principio, la terrible confesión de su madre le hizo retirar la mano instintivamente. Luego se dobló sobre sí mismo y quedó con los codos en las rodillas, las manos unidas y los ojos cerrados. Aquello le causaba un dolor agudo, penetrante; un dolor que sentía en cada uno de los átomos de su ser. La confesión de su madre le avergonzaba, pero a la vez le liberaba. Parecía que al calmarse Aquilina con la declaración de sus culpas, él sintiera también que una cierta paz comenzaba a adentrarse en su corazón. Al principio creyó que su madre le repugnaría, que la odiaría. Pero al contrario: ahora la amaba más que nunca. Todo el anhelo de piedad que llevaba dentro se concretaba en la madre, y terminó llorando acongojadamente y besando a Aquilina y abrazándola con un cariño que fué la única felicidad de esa mujer en aquellos momentos dolorosos.
—Madre, yo soy el culpable, y no usted—dijo cuando cesó el llorar y la ternura.—Y a declararle eso, a explicarle la razón de mi culpa iba a venir esta tarde, antes que usted me llamase. Yo soy el culpable, sí. Yo soy más inteligente, más culto que ustedes; tengo más conocimiento de la vida; ando entre gente muy superior a ustedes. Me correspondía a mí ejercer [104] una especie de tutela sobre mi madre y mi hermana, vigilarlas, educarlas si era posible. Yo debí ser enérgico. Y no hice absolutamente nada de esto. Iba a la casa de ustedes lo menos posible, para no recibir aquella sensación de ser hijo natural que me era tan molesta. Nunca me interesé realmente por ustedes. Eugenia, ¿qué me debe? ¿Qué consejos le dí con verdadera sinceridad? ¿Cuándo le hablé con el corazón en la mano, fraternalmente? Y después, cuando aquel Arnedo empezó a enamorarla, ¿qué palabras eficaces le dije? Debí quedarme junto a ustedes, acompañarlas para evitar lo que era un peligro común. Y en lugar de esto me fuí a Europa, disgustado de mi madre y de mi hermana, huyendo de ellas, dejándolas abandonadas.
—Yo te hice desgraciado. Has sufrido por mi culpa.
—Por su culpa, no. He sufrido por culpa de la soledad. Pero no importa. Todo eso está ya lejos, madre. He llegado por fin a conocerme a mí mismo y a conocer la sociedad.
Aquilina se reagravó. Fernando, impaciente en espera del médico, dispuso que la mujer de Moreno le aguardase en la puerta de calle. Su madre se ahogaba, necesitando oxígeno probablemente.
—Hay que buscarla—decía ella, casi sin poder hablar.—Necesito que me perdone... Buscarla... Me muero, hija mía...
Fernando pensaba con horror en la existencia que tal vez llevaba Eugenia. ¿Sería una muchacha de mala vida? Recordó a Nacha, e imaginó que quizá ellas se habían encontrado y conocido. Nacha, Eugenia... ¡Extraño destino el suyo! Había pasado toda su vida [105] alejado de esta clase de mujeres, y he aquí que ahora debía mezclarse con ellas, como un hermano. Nacha, Eugenia... ¿Amaba a Nacha? Y si no, ¿por qué pensaba en ella todo el tiempo, aun en medio de sus desgracias? ¿Y a dónde le conduciría su amor? Si encontraba a Eugenia la llevaría a vivir con él. ¿Y por qué no a Nacha también, para que viviesen los tres fraternalmente? Eugenia, Nacha... La hermana y la que amaba. Mezclaba a las dos muchachas hasta hacer de ellas una sola. Sus almas, sus vidas y hasta sus rostros se convertían en uno, y de aquellos dos seres desdichados salía un símbolo del dolor humano. Era la eterna víctima del egoísmo, de la ignorancia, de la maldad de los hombres. Era la eterna víctima de los bienhallados del mundo.
La llegada de Torres le sacó de sus pensamientos. El médico le explicó la gravedad del caso y le envió a buscar oxígeno. Monsalvat se hizo acompañar por Moreno.
En el carruaje, preguntó al procurador por Eugenia. Según la madre, Moreno sabía su domicilio, pero lo ocultaba para obtener dinero. Y en cuanto a Eugenia, no quería que supiesen dónde vivía. Moreno aseguró no acordarse. Pero averiguaría.
—Es algo difícil, mi doptor, pero basta que usted... Nuestra pobreza, como comprenderá...
—Tendrá el dinero que quiera. Pero mañana mismo, ¿entiende? mañana mismo la trae a la casa de mi madre.
Moreno prometió traerla. Y luego se puso a hablar de Eugenia, de su belleza, del lujo que llevaba. ¡Era [106] una desgracia! Pero ¿qué se iba a hacer? Y agregó filosóficamente, para consolar a Monsalvat:
—No hay que afligirse demasiado. ¡Son cosas de esta vida, mi doptor!
Cuando volvieron con el oxígeno, Aquilina acababa de morir.
Cuando Nacha entró en su casa sentíase algo tranquilizada. El arrechucho de la tarde, al expulsar con violencia a Monsalvat, había pasado casi enteramente. Cierto que aquello trastornó todas sus ideas, hasta el punto de no querer saber nada de lo que hacía un instante fuera el ideal de su vida. El nuevo cambio, la impresión de dulzura que sentía, la tristeza profunda que le causaba el recordar su actitud hacia Monsalvat, eran debidos únicamente a su visita al cementerio. Parecía que el espíritu de Riga la hubiese dulcificado, la hubiese penetrado de bondad. En su mansedumbre de ahora, ni siquiera comprendía aquel impulso extraño que le hiciera echar de su casa a Monsalvat.
Había vuelto a desear ser buena. Dijérase que había recogido en el cementerio una lección de bien. Después de haber visto el humilde féretro de su amigo, después de despedirle con lágrimas silenciosas y algunos padrenuestros, ¿cómo había de ser mala? ¿Cómo no querer ahora abandonar la vida que llevaba, y que no era sino el vestíbulo—¡ah, bien lo sabía!—de otra vida peor?
Pero, ¿cómo hacer? Nada se le ocurría que fuese realizable. Comprendía que Monsalvat le hubiera dado la solución, y se desesperaba, maldiciéndose e injuriándose, por haberle arrojado de la casa. Ella confiaba en que Monsalvat no habría de ofenderse, que le perdonaría todo. Pero ¿dónde encontrarlo ya que era poco probable que él la buscara? ¿Quién era? ¿En qué se ocupaba? ¿Qué amigos tenía? ¿Qué lugares frecuentaba? No sabía nada, absolutamente nada, fuera de su nombre.
Por un singular fenómeno, Nacha empezaba a confundir a Monsalvat y a Riga. ¡Cosa extraña: no podía pensar en uno sin pensar también en el otro! Las cualidades de Monsalvat se las aplicaba a Riga y las del poeta bohemio a Monsalvat. Tal vez tuvieran algo de común espiritualmente, pero en lo físico eran muy desemejantes. Monsalvat daba una impresión de serenidad; Riga, al contrario, parecía todo nervios y exaltación. Por otra parte, Monsalvat era un espíritu fuerte; Riga, un débil, un abúlico. Monsalvat tenía todas las condiciones para triunfar en la vida, y en cierto sentido relativo había triunfado; Riga era de aquéllos que nacen destinados al fracaso, era del número de los vencidos de sí mismos, de los vencidos de la vida. Pero fuera de estas diferencias, los dos fueron buenos, generosos, nobles, sin envidia, sin maldades de ninguna clase. ¡Ah, qué suerte tuvo ella en haber encontrado un amigo como Monsalvat, y qué desgracia tan tremenda, tan irremediable el haberlo perdido para siempre!
Cuando a la noche llegaron Arnedo y luego sus amigos y sus amigas, Nacha estaba absolutamente fúnebre. [109] Quería hablar, reir como los demás, pero las palabras se le quedaban en la punta de los labios y la risa se le convertía en tristeza. No sabía cómo ocultar sus preocupaciones; y todo fué inútil, porque Arnedo y sus amigos no tardaron en observarlas. Arnedo parecía disgustadísimo. En cierta ocasión, desde una pieza vecina, Nacha sorprendió al Pampa y a uno de sus amigos este diálogo:
—¿Pero y por qué no la largás, hombre? Una mujer que todo el día se lo pasa con cara de Viernes Santo...
—Antes no era así. Ninguna como ella para conversar, para bailar, para dirigir la cocina, para vestirse, para entretener a la gente con mil cantitos y musiquitas... Era antes muy divertida, Nacha. Y buena, ardiente...
—¿Y qué le pasará?
—De todos modos estoy resuelto a dejarla. Te conté de aquello... el asunto de Belgrano... Pues va así—dijo levantando el brazo con el puño apretado.
—Entonces, ya tiene Nacha sustituta. Pero contáme, hombre. ¿Ha habido hoy novedades?
Nacha no quiso escuchar más y fué a la salita, donde se reunió con las otras dos muchachas, algo menos triste después de oir lo que había oído.
En el comedor Nacha se esforzó con más éxito por parecer alegre. Bebió vino con exceso, pero disimulando. Ya no le importaba nada de Arnedo, pues sabía que su suerte estaba decretada, pero quería "dejar una buena impresión de ella" en todas las personas que la rodeaban y a las que nunca tal vez volvería a ver.
Mientras tanto, el recuerdo de Monsalvat y de Riga [110] no se borraba de su imaginación. Veía a los dos en el fondo de la copa; en medio de las puertas, mirándola tristemente y reprochándole con los ojos su conducta; en frente de ella, a su lado. En una ocasión, habiéndola hablado uno de los amigos de Arnedo, creyó que era la voz de Monsalvat y estuvo a punto de nombrarle al volverse. Pero en seguida se dió cuenta, y tapándose la boca con una mano se ruborizó ligeramente. Otra vez le pareció que Riga entraba, y adelantó el cuello hacia la puerta, con cierto asombro de sus comensales.
Arnedo y sus amigos hablaban de las fiestas del Centenario de la Revolución, que aún duraban; de teatros y cabarets, de la belleza de las artistas, y de las carreras. Comían allí tres mujeres y cuatro hombres. Uno de los hombres llevaba smoking. Eran los mismos del cabaret, los que se burlaron de Monsalvat; y como el suceso no era vulgar, no tardaron en hablar de él.
—Pero, ¿quién es ese idiota?—preguntó uno, aquel sujeto desgarbado, flaco, feo, gesticulante y chillón que daba los ayes burlescos en el cabaret y al que llamaban el Pato.
Todos los ojos se dirigieron a Nacha, los de Nacha miraron inquietos y rápidos a las demás personas de la mesa.
—Es hermano—dijo Arnedo, dándose importancia—de una de mis mejores conquistas. ¿Se acuerdan de Eugenia?
Nacha se quedó fría, helada. ¿Sabría Monsalvat? Y ¿dónde estaba esa Eugenia? ¿Estaría en "la vida" también? Ah, era casi seguro. Ahora se explicaba la [111] actitud de Monsalvat, sus palabras emocionantes de aquella tarde. Monsalvat no la quería en realidad; y no era sólo por ella, Nacha Regules, que tenía tan hermosos sentimientos, sino por su hermana. No había en él sino lástima, porque tenía una hermana así. Y claro: ¿cómo iba a querer un hombre como Monsalvat a una infeliz, a una muchacha de la vida?
Otro de los comensales, el del smoking, un muchachón narigudo y altísimo, apodado el Loro, afirmó que Monsalvat escribía en La Patria. Varias veces él vió artículos con ese nombre al pie. Los cuatro hombres creyéronse entonces obligados a expresar su desprecio por Monsalvat. Un hombre que se pasaba las horas escribiendo y leyendo debía ser forzosamente un sonso. El desprecio de estos muchachos era sincero. Productos de la incultura que les rodeaba, veían en los hombres de estudio a sus más fuertes enemigos. No comprendían que se pudiera vivir para otra cosa que para el placer, y entendían por placer la satisfacción de sus instintos primarios. Odiaban el libro y aun el periódico, adivinando en la obra de la inteligencia una fuerza poderosa que podría acabar con sus indiadas.
Mientras comían, trataban de ser graciosos. Pero las gracias, para estos descendientes de Moreira, consistían en referir estúpidos chistes a los que llamaban cuentos alemanes, en arrojarse pelotillas de miga, en ponerse a cantar o a gritar súbitamente. A lo mejor, el Pato se hacía el que lloraba; era su gracia predilecta. O el Loro se levantaba, desaparecía y volvía con un sombrero de mujer en la cabeza. O el Pampa, con el revólver al aire, hacía como si pelease con una sin dejar ni un segundo de vociferar enormidades. [112] Y los demás coreaban con risas y con incoherentes músicas.
Nacha, ya alegre enteramente, comenzó a canturrear y a golpear con el cuchillo en el vaso. Los compañeros la siguieron y en un instante se formalizó una orquesta. El Loro se subió encima de la mesa para dirigir; los demás se habían parado en distintas sillas.
—Ché, ché, sujetá hermano—gritaba Arnedo al Loro, para que bajase de la mesa.
La sirvienta, parada en el umbral, contemplaba aquella escena y se retorcía de risa. Era una baraúnda de gritos, chillidos, ayes, cantos, golpes sobre las copas, interjecciones, malas palabras. Por fin Nacha se puso a bailar la jota. Arnedo se le fué encima, y, abrazándola, gritó desaforadamente:
—¡Así te quiero ver, mi negra! ¡Ahora te reconozco!
—Salí, andáte con la de Belgrano. Ya me podés echar porque tenés quién te tolere...
Arnedo se quedó paralizado, mirando en redondo. Con su inteligencia nublada no podía recordar a quién había contado. Tenía los ojos fijos en Nacha, como traspasándola.
—Me vas a decir quién fué... ahora mismo. Si es que no me has hecho seguir... Porque sos capaz, grandísima....
Nacha le miraba con asombro, sin comprender casi.
—¿Qué? ¿Qué he dicho yo?
Arnedo iba a abofetear a Nacha, que se llevó las manos a la cara, para defenderse. Estaba hecho una furia. No le importaba que Nacha supiese sus aventuras; él mismo se las había contado más de una vez. Lo que [113] le irritaba, humillándole en su criterio de compadrón, era que ella lo dejase, y que hubiese encontrado un pretexto para ello. Él creía que Nacha se iba con Monsalvat; y esta idea de que su querida prefiriese a otro, se le hacía intolerable.
¿O te han contado éstas?—exclamó de repente, asaltado por una idea, y encarándose con las otras dos mujeres.
—Yo no sé nada—dijo una de ellas.
—Es la primera vez que oigo esa historia—aseguró la otra.
Arnedo, que estaba de pie, junto a la mesa, se apoderó de su copa que quedara llena de vino y la vació de un trago. Permaneció pensativo unos segundos, y en seguida, llevándose la mano derecha a la cintura, le gritó a aquel de sus amigos con quién hablara aparte aquellas palabras que sorprendió Nacha:
—Me había olvidado... No puede ser si no vos el chismoso y el traicionero. ¡Mal amigo! Siempre te creí un canalla, y ahora me las vas a pagar todas...
Había sacado el revólver, y lo blandía arriba y abajo, en todas direcciones. Los otros amigos le sujetaron el brazo, pero no le quitaban el arma temiendo que hiciera fuego. La escena hubiera acabado desastrosamente a no entrar Amiral. Este Amiral era el prototipo del calavera pobre. Frecuentaba las garçonnieres, los "cotorros". Siempre se le veía junto a alguna pareja, sin compañera propia, naturalmente. Bebía el champaña que pagaban los otros, iba en los automóviles de los otros y hasta recogía algunas migajas de los amoríos de los otros. Muy alto, muy flaco, de brazos interminables, piernas esqueléticas, [114] cara chupada, bigotes gruesos y torcidos hacia arriba, ojos saltones que parecían de vidrio, el pobre Amiral estaba lejos de ser un tipo interesante. Además su eterna pobreza le convertía en un ser ridículo. Pero Amiral nació para la vida galante. En el siglo XVIII hubiera sido un marqués enamorado y madrigalesco. Ahora sólo era un infeliz. Su prestigio, porque aunque parezca extraño lo tenía, provenía de sus viajes a Europa. En nuestro país nada procura tanto respeto y buen nombre como el haber viajado por Europa. Cuanto más tiempo allí, más méritos. Amiral viajaba cada dos años. Viajaba pobremente, llevando él mismo su maleta, no usando jamás coche, no dando casi propinas. Generalmente se instalaba en París, donde vivía a costa de los argentinos. No conocía de París sino la vida galante, es decir, la triste vida galante de los bulevares, de L'Abbaye d'Theleme, de los cabarets y de las casas amuebladas de la Chaussée d'Antin. Pero en Buenos Aires todo esto le encumbraba gloriosamente, y él hablaba con fruición de la vida galante en París. Al oirle, se creyera que fué amante de alguna gran cocota, pero en realidad a las mujeres de este género apenas las había visto dos o tres veces y muy de lejos. Él decía que en Buenos Aires "no había ambiente", y sus amigos acataban la autoridad de Amiral, y le compadecían y se compadecían por no estar en París. Cuando en los círculos que frecuentaba se discutía sobre mujeres, no era raro oir que se invocase la autoridad de Amiral: "Amiral dice que en París...". Y ya nadie discutía más.
—Pero, señores, ¿qué es esto? Parece un campo de Agramante.
Entró riendo como siempre y haciendo vastos gestos con sus brazos, que movía de adentro hacia afuera, los dos a un tiempo, describiendo grandes curvas.
—No es posible... Muchachos distinguidos como ustedes, buenos amigos...
La intervención de Amiral desarmó a Arnedo, que guardó el revólver. Una de las mujeres quiso explicar el incidente, pero Amiral la detuvo, oponiéndole sus manos, allá en el extremo de sus quijotescos brazos interminables.
—No, no, no... Nada de explicaciones. Todo terminado, jóvenes amigos. Y ahora, alegría y felicidad. ¡Champaña! A ver usted, ¡dos botellas de champaña!
La sirvienta, que entrara en este instante, acató la orden del intruso y se apareció con las dos botellas. Amiral brindó por la paz y el eterno amor de los esposos Arnedo, y volvieron otra vez las risas, los gritos, los bailes, los ruidos, la música de los cuchillos en las copas. Arnedo exigió que Nacha declarase que no pensaba abandonarlo, y Nacha dijo lo que le pidieron. Entonces, bajo la protección de Amiral, se reconciliaron. Arnedo sacó a Nacha de su asiento, llevándola al suyo, la sentó sobre sus rodillas y la acarició, entre las protestas burlonas y las risas y gritos de los demás. "¡Ché, ché! Hasta ahí no más... Ya basta. Mirá que nos vamos", le decían los amigos.
La primera botella se había ya terminado y estaban en la segunda, cuando Nacha, que se iba poco a poco entristeciendo, se soltó a llorar.
—¿Qué significa esto?—preguntó Amiral.
—Nada—dijo Arnedo.—Cada vez que se mama le da por lloriquear.
Nacha, completamente ebria, comenzó a hablar. Los demás se reían como locos viendo sus gestos, sus muecas, oyendo aquellas cosas incoherentes que decía.
—¡Tanto que lo quise y se ha muerto!—gemía Nacha, entrecortando las palabras.—Estuvo aquí esta tarde, me dijo que me quería, y ya se había muerto. No hubo un hombre más bueno ni más santo... ¡Ay, Dios mío! Lo que hizo en el cabaret no lo hace nadie. ¡Carlos Riga se llamaba! ¡Desgraciada que soy! Me dijo que sufriera... Era necesario sufrir... Pero yo quiero vivir, vivir... Quiero vivir y sufrir. ¡Me ofreció su amistad! ¿Y para qué? ¿Para morirse? Todos los que quiero se mueren. Se ríen ustedes de mí... ¿Y por qué? ¿No digo la verdad? Soy una arrastrada, pero soy mujer, y he sufrido y fuí madre y sé lo que es el cariño... No me iré de esta casa...
—¡La ha agarrado lindo, la Nacha!
—¡Es mejor la tranca que el pasador!
Pero Nacha ya no oía ni comprendía. Los ojos se le cerraban de sueño y no tardó en dejar caer la cabeza sobre sus brazos y quedar allí en la mesa profundamente dormida.
Se levantó muy tarde al día siguiente. La sirvienta le entregó unas líneas de Arnedo. Le decía el amigo que no quería verla un minuto más en la casa, que podía irse con Monsalvat o con quien fuese. Necesitaba el lugar de ella para otra, y le incluía un billete de cien pesos.
Nacha estaba serena, aunque avergonzada del espectáculo de la noche anterior. Se alegraba de que su amistad con Arnedo terminase así. Era mejor concluir de una vez. Ahora le parecía que él también le tenía ley. Si no, ¿por qué le escribía en lugar de echarla a puntapiés o por medio de la sirvienta? Era una delicadeza extraña en el Pampa. Tuvo la tentación de quedarse, por capricho únicamente. Pero no. ¡Al diablo el Pampa! Quería ser honrada, ensayaría.
Escribió dos palabras a Arnedo, para asegurarle que no le guardaba rencor ni antipatía y para devolverle los cien pesos. Luego arregló su baúl, tranquilamente, sin pensar en nada. Cuando acabó, lo hizo bajar, y llamando un carruaje dió la dirección de una casa de huéspedes, cuyo aviso leyera en La Patria. "Casa seria, de confianza", decía el diario. Nacha había sentido una gran alegría al tropezar con este aviso. Ya se imaginaba que había andado buena parte del camino de la honestidad.
La muerte de su madre y todo cuanto ella le refiriera sobre Eugenia, habían producido en Monsalvat como un sopor de la voluntad y del entendimiento. Se dejaba vivir, se abandonaba a la corriente de las horas que pasan, como una pequeña planta en medio de un gran río. No soñaba, no pensaba, no recordaba. Alguna vez, sin embargo, supuso que aquel estado de pasividad espiritual debía ser análogo al de Nacha, que se dejara arrastrar por la vida sin pensamiento, sin voluntad y sin ensueños.
Pero esta situación no podía durar largo tiempo en un espíritu como el de Monsalvat. A los pocos días de la noche en que murió su madre, ya comenzó a sentir la necesidad de la acción. Dos preocupaciones le acosaron: la de encontrar a su hermana y la de resolver la situación de las pobres gentes de su conventillo.
Una mañana el corredor encargado de hipotecar la propiedad le refirió que el asunto estaba ya arreglado. No había sino que escriturar. El Banco le entregaba cédulas por valor de cuarenta mil pesos. Monsalvat se trasladó inmediatamente al inquilinato.
—¿Por qué no ha cumplido usted mis órdenes?—le preguntó al encargado.
—¡Las he cumplido, hombre, las he cumplido! Pero esta gente no vale ná. Ahí los tiene: son peores que los marranos.
Se trataba de diversas disposiciones higiénicas que Monsalvat no veía realizadas. El encargado era un aragonés testarudo, insolente y entrometido. Gustaba hacerse el gracioso, pronunciando algunas palabras como los andaluces. Parecía inquieto por la presencia de Monsalvat.
—¿Pa qué va usté a hablar con ellos? No le dirán más que mentiras. Hay que darles leña, hombre, y no buenas palabras ni favores.
Pero Monsalvat, apartándole porque se interponía en su camino, se dirigió a uno de los cuartos que vió abiertos. Vivía allí un italiano, empleado municipal, con su mujer y sus dos hijitos. El hombre había ido al trabajo. Monsalvat preguntó a la mujer si el encargado le había transmitido sus órdenes. La mujer dijo que no.
—¿No ve? ¿Pa qué les pregunta ná?—exclamó el aragonés, triunfalmente.
Y agregó, lanzando una carcajada:
—¡El pueblo soberano!
Monsalvat le exigió que se retirase, y el hombre, protestando, se alejó.
—¿Cuánto ha pagado este mes?—preguntó Monsalvat a su inquilina.
La italiana supuso que pretendía aumentarles el alquiler y creyó del caso afligirse, alegando la pobreza, las deudas, las enfermedades. Monsalvat exigía que [120] le dijesen cuánto pagaba y la pobre mujer, temblando, declaró que veinte pesos. Las palabras de la vieja disgustaron a Monsalvat, que ordenara al encargado cobrar sólo la mitad de los alquileres. Pero la vieja interpretó al revés aquel disgusto del patrón. Se enojaba porque pagaban poco, y ahora le subiría el alquiler. ¡Esta América!
Cuarto por cuarto, Monsalvat fué preguntando cuánto pagaban los inquilinos. Eran quince los cuartos; y como algunos habitantes no estaban, pronto los recorrió a todos. Luego se encaró con el encargado para reprocharle su desobediencia. Ordenó que reuniese a toda la gente y que abandonara la casa ese mismo día. Cuando todos los inquilinos presentes estuvieron reunidos en el patio, Monsalvat les comunicó su decisión: en adelante cada cuarto pagaría la mitad del alquiler.
—Pero esto no durará mucho—continuó—, porque he resuelto transformar la casa. Quiero que ustedes vivan con comodidad y con limpieza y que tengan aire y sol. Quiero que vivan como seres humanos y no como animales. Cuando las obras comiencen, ustedes buscarán otro conventillo donde vivir, y luego volverán a éste, convertido en una linda casa.
Monsalvat esperaba que sus palabras serían recibidas con entusiasmo. Pero no fué así. Algunos torcían el gesto, otros cuchicheaban. Una vieja se puso a hacer pucheros y un gallego protestó contra el abuso de querer echarlos de la casa para subir después los alquileres. Monsalvat llamó al protestador.
—¿No comprende que lo que quiero es el bien de ustedes? Viviendo con higiene, con aire y con luz [121] se enfermarán menos y la vida no les será tan dura.
Pero el hombre no comprendía. Si ellos se encontraban bien, ¿por qué obligarles a aceptar lo que no pedían? ¿Que vivían como los puercos? Y bueno: ¿acaso vivieron antes de otra manera? Eso que decía el patrón: la higiene y el aire, eran buenos para los ricos. ¡Los pobres estaban tan conformes sin aire! Y respecto a la higiene, maldita la falta que les hacía. Además, si la vida de los pobres era dura, no les correspondía a los ricos pretender mejorarla.
—Cada cual en sus asuntos—terminó el gallego.
Y que no les dijeran que sus ofrecimientos eran desinteresados porque no lo creerían. Ya conocían demasiado a los ricos. Todos iguales. Si a veces cedían por un lado era para reventarlos por otro. Así es que podía el patrón marcharse con sus rebajas de alquiler y su reforma del conventillo. No aceptaban la rebaja, no. ¡Ellos no se moverían de allí!
Y al decir esto, clavaba los ojos en Monsalvat, provocativamente. Los que oían, que eran más de la mitad de los habitantes de la casa, aprobaron al orador. Monsalvat, lleno de tristeza y desaliento, les oía decir: "Tiene razón", y veía en algunos las miradas de odio hacia él. No quiso contestar al hombre. ¿Para qué? Se limitó a asegurarles que ese mes sólo pagaría diez pesos cada cuarto, y se alejó, dejando a sus oyentes exaltados y discutiendo.
Mientras Monsalvat iba en camino de su hotel, pensaba que no debía desanimarse. Al contrario, era preciso insistir, luchar contra ellos en beneficio de ellos. Comprendía que faltaba la obra de cultura y que ésta debía ser paralela a aquélla que procuraba [122] el bien material. ¡Pobres hombres los que veían las cosas como sus inquilinos! He aquí que los había embrutecido la triste vida que llevaban. Una organización social vergonzosa los había deprimido y explotado, y desconfiaban de todo, hasta de las mejores intenciones y hasta de aquéllos que sólo ansiaban su felicidad. Ahora más que nunca Monsalvat comprendía cuál era su camino. Ya no dudaba de su deber del momento. El obstáculo le infundía fuerzas y se dijera que una gran luz llenaba todo su corazón.
Iba llegando al hotel cuando alguien, saliéndose de un carruaje, le hacía señas de detenerse. Era Ruiz de Castro, elegante, perfumado, enhiesto, conquistador como siempre. Junto con él bajó del coche Ercasty. Saludó a Monsalvat con afectada cortesía, que contrastaba con el aire de desagrado que mostró al verle.
—Pero hombre,—exclamó Ruiz, dirigiéndose a Monsalvat—no te imaginas el toletole que armaste aquella noche. He tenido una interminable serie de disgustos por culpa tuya.
Y reía sonoramente, muy divertido de todo aquello. El médico miraba a Monsalvat de arriba a abajo, observándole con descaro, o alzaba sus ojos al cielo, sobre todo cuando Monsalvat hablaba.
—También sólo a éste se le ocurre defender a las locas. Las señoras te han supuesto el calavera más grande que existe en todo Buenos Aires. ¡Un libertino formidable, hijo!
—Es sensible que se equivoquen—dijo Monsalvat.
—Yo lo lamento en cuanto esa equivocación es un error y todo error es una fealdad y una llaga. Pero [123] en cuanto a mí, poco me preocupa. No dejaré de ser lo que soy.
El médico se sintió molesto al oir estas palabras y abandonó su actitud pasiva. En su veneración a la Sociedad, no admitía que el individuo fuese otra cosa que aquello como lo consideraba la sociedad.
—Eso es una estupidez—dogmatizó agresivamente.—El juicio público es lo que vale, la sanción general.
Monsalvat no le contestó.
—No me arrepiento de haber defendido a esas pobres mujeres—dijo, dirigiéndose a Ruiz de Castro.—Te aseguro que no las conocemos. Las imaginamos unas simples bestias, unos seres sin alma, sin personalidad. Y nos equivocamos. Son seres que sienten, sufren, aman y odian lo mismo que cualquiera de nosotros. Y aunque así no fuese, aunque estuvieran bestializadas, ¿de quién es la culpa?
—Una idiotez, echar la culpa a la sociedad de la vida de esa gente—afirmó rotundamente el médico.—Hacen lo que hacen porque son degeneradas...
—No son degeneradas; son víctimas. Muchas quisieron trabajar, y los salarios irrisorios y las deudas las arrojaron al vicio. Algunas pocas serán degeneradas, hijas de alcoholistas; pero del alcoholismo de los padres, ¿estamos seguros de no tener la culpa? No. La causa del mal, como de otros males, está en mí, en Ruiz, en usted, en aquél que pasa en automóvil. La causa del mal está en el propietario de la fábrica, en el dueño de la tienda, en las leyes criminales que sancionan la injusticia, y en nuestras ideas y nuestros sentimientos. La causa está en nosotros porque nos [124] falta simpatía humana, sentido de la justicia, piedad. Infinidad de esas pobres muchachas podrían aún ser salvadas, pues no han caído enteramente. ¿Y qué hemos hecho para salvar a una sola? Esas muchachas tienen un alma, tienen derecho a la vida, poseen un corazón. Ellas van a morir, como nosotros. Son hermanas nuestras. ¿Y qué hemos hecho? ¿Les hemos dicho a nuestros hijos: no fomentes el mal? ¿Hemos entrado alguna vez en uno de los lugares donde viven, con otro propósito que no sea el de satisfacer nuestro instinto? El comerciante, el industrial, ¿les tendió la mano cuando las vió a punto de caer? ¿Les aumentó el salario? ¿Les dijo una palabra humana, afectuosa, buena? Y nosotros protejamos a ese comerciante y a ese industrial. Para que ellos puedan ganar millones, creamos impuestos sobre el hambre del pueblo. ¿Quiénes son los culpables? ¿Podemos decir que no hemos contribuido, siquiera con nuestra complicidad, a que la pobre mujer se envilezca? Todos somos cómplices de infinitos crímenes. Un collar de perlas representa la muerte de unos cuantos indígenas en el golfo Pérsico o en Ceilán. Y el ajuar de una novia contribuye a la tuberculosis o a la prostitución de una infeliz obrerita.
Ruiz de Castro se había puesto serio. Era un alma buena, accesible a las grandes cosas. No así el otro, que veía todas las cuestiones desde el punto de vista aristocrático. En este caso, él no pensaba que Monsalvat pudiese o no tener razón; sus palabras eran inconvenientes y en consecuencia le irritaba el oirlas. Para este individuo, un hombre de su clase, un caballero, debe tener las ideas y los sentimientos de su [125] clase. Monsalvat, a su juicio, procedía como un plebeyo, como un traidor al defender a los obreros y a las prostitutas, a los esclavos de toda especie. Permitía que se les defendiese en forma protectora o con palabras paradójicas, pero nunca como lo haría un hombre del pueblo o un revolucionario: atacando a la sociedad, insultando a la gente distinguida, despreciando la tradición. Este individuo hubiese maltratado a Monsalvat en aquel momento. Pero como su coraje era de la boca para afuera, limitábase a soltar improperios. Monsalvat sentía lástima de aquel hombre.
Cuando Ruiz y su acompañante se despidieron, Monsalvat se dirigió a la puerta del hotel. En ese instante se volvió y tuvo una penosa sonrisa al ver la boca del médico, abultada de palabrotas. Iba a entrar en el hotel, pero como todavía era temprano—las once de la mañana—se encaminó a la casa donde viviera su madre, para hablar con Moreno.
En la puerta encontró a la hija de Moreno. ¡Qué penosa impresión le produjo a Monsalvat la pobrecita! Se dijera una bella flor pisoteada y llena de la suciedad del conventillo. En sus ojos se leía la vergüenza por aquel padre que tenía, el dolor de la vida miserable, las angustias del hambre. Ella y la madre cosían, bordaban, buscaban por debajo de la tierra los centavos indispensables para aquel pan de cada día que muchas veces faltaba. Ella, Irene, vestía y lavaba a sus siete hermanitos y llevaba las costuras a los registros y las tiendas. Una tristeza, su vida. Una tristeza sin ninguna esperanza. Decían en la casa que el padre intentó venderla y que ella, aterrorizada, huyó [126] con su novio para evitar esa vergüenza. Decían también que el novio la engañó. Y decían que cuando faltaba en la casa el pan, Irene, arreglada con sus mejores galas, iba a buscar el dinero para comprarlo. Monsalvat le había tomado cariño. La vió aquella noche tan humilde, tan dispuesta a cualquier trabajo, tan afectuosa para con Aquilina, tan hábil para preparar los remedios y dárselos.
—Voy aquí cerca—contestó a una pregunta de Monsalvat y con una sonrisa triste.—Hay una mujer que ha perdido un hijito de dos años. Es viuda. No tiene trabajo.
—¿Quiere llevarle algo de mi parte? ¿De nuestra parte?
Dijo Irene que ya ella le llevaba. Eran sus ahorros. Monsalvat insistió tanto en saber cuánto le llevaba, que Irene, aunque avergonzada, no pudo ocultárselo. Le llevaba dos pesos. Monsalvat sonrió con lástima profunda y le puso en la mano todo lo que tenía en su bolsillo. Monsalvat hubiera querido darle a Irene aquel dinero, pero no se atrevió a ofrecérselo. Sospechaba que en su casa sería tan indispensable como en la casa de la viuda.
Moreno había salido, como siempre. Apenas si iba allí para dormir. Su mujer tampoco estaba. Había ido a buscarle trabajo, como mandadero, al mayor de sus hijos. Monsalvat subió a los cuartos de Moreno. Quería hablar a solas con Irene. Ella parecía emocionada de aquella visita. Los cuartos estaban en desorden y pidió a su visitante toda clase de disculpas. Los chicos entraban y salían, mugrientos, flacos, medio desnudos. [127] Irene revelaba su emoción en un incesante parpadeo que le daba una gracia singular.
Hablaron de Eugenia Monsalvat. Irene la conocía.
—¿Cómo es? Dígame de ella todo lo que sepa. ¿Es buena? ¿Se acordó alguna vez de mí?
Era muy buena Eugenia. Ella la quería mucho. Iba a la casa vestida con mucho lujo. Decían que tenía dinero a montones. Pero Eugenia trataba de hacer todo el bien posible. Nunca se olvidaba de traer algo para la madre de Irene. A Irene le llevaba también algún vestido u otro regalo cualquiera. Y jamás dejaba de darle los mejores consejos. Estaba linda, muy linda. Ella la había oído acordarse de su hermano. Decía que si por algo deseaba no vivir como vivía, era por su hermano, que sufriría tanto de saberla en su situación.
—¿Y dónde está ahora? ¿Usted cree que Moreno la traerá?
Irene enrojeció. A las preguntas de Monsalvat repuso, toda turbada, que su padre no sabía dónde se encontraba Eugenia. Nadie lo sabía tampoco, porque ella nunca quiso dar su dirección. Su padre quería sacarle dinero a Monsalvat. Irene le rogó que no se lo diera, pues lo quería para beber, y él los hacía a todos muy desgraciados en la casa cuando bebía. Era inútil buscar a Eugenia. Nadie tenía la menor idea de dónde pudiese vivir. Sólo quedaba esperar. Eugenia no tardaría en aparecer allí, para visitar a su madre. Y entonces le dirían que había muerto y que su hermano la buscaba.
—Dígale también, Irene, de la mejor manera, que [128] su hermano la perdona y que quiere que vivan los dos juntos.
Monsalvat se había emocionado ligeramente al pronunciar estas palabras y su emoción tuvo un eco inmediato, y para Monsalvat insospechado, en el corazón de Irene. Ambos sintieron que aquella común emoción los acercaba, y se miraron profundamente. Monsalvat tuvo la adivinación de que la pobre muchacha lo amaba.
—¿Y usted?—exclamó Monsalvat.—¿Por qué no tiene un empleo?
—He buscado trabajo pero no pude encontrar. Cosemos aquí, con mamá. Ella sabe bordar y me enseña. ¡Pero ganamos tan poco, tan poco! Hay días que no tenemos qué comer. Nuestra vida es muy triste. ¡Y sin esperanzas de mejorar!
Irene hablaba medio llorosa, como si todos los recuerdos de su miseria se amontonasen frente a ella. Monsalvat callaba, dominado por la pena y la emoción. Irene refirió su existencia detalladamente, relató los malos tratos que les daba Moreno, sus sufrimientos cuando los hermanitos lloraban de hambre.
—No puedo oirlos llorar. Se me parte el corazón. Soy capaz de todo, con tal de que no padezcan, los pobrecitos.
De pronto Irene soltó el llanto. Monsalvat intentó consolarla, le habló como un hermano. Pero de pronto, se levantó para marcharse. La imagen de Nacha, dominadora y bella, se había instalado en su espíritu. Irene, al ver a Monsalvat que pretendía irse, le tomó primero una mano y luego se arrojó a sus pies, llorando entrecortadamente y pidiéndole que la llevase.
—Seré su esclava, su sirvienta. Usted socorrerá a mis padres y a mis hermanitos. Ellos comerán su pan. Lléveme, señor. Yo lo quiero, lo venero. Si no me lleva, no sé qué será de mí. Me iré con el primero que pase. Seré como Eugenia. Tendré lujo, tendré carruaje, ayudaré a vivir a mi familia.
Monsalvat la obligó a levantarse. Quedaron frente a frente, ella llorando, él pensativo, sombrío.
—Hace un año la hubiera llevado, Irene. Ahora, no me es posible. Pero no es necesario que usted se humille para que yo favorezca a los suyos. Tendrán todo lo que yo pueda darles, todo, Irene. Pero prométame no hacer disparates. Yo seré su amigo, yo vendré a visitarla.
Irene, sin decir nada, se arrimó a un ángulo del cuarto y se puso a llorar con ansias, moviendo la cabeza con desesperación. Monsalvat salió del cuarto con el alma estrujada.
Durante todo el día, Monsalvat pensó en Irene. Pero a la tarde resolvió hacer dos visitas trascendentales: a Nacha y a Torres. No podía demorar más en ver a Nacha, y en cuanto a Torres, necesitaba rogarle que le ayudase en buscar a Eugenia.
Fué primero a la casa de Nacha. Llamó a la puerta, y quedó frío, cohibido, casi asombrado de encontrarse con Arnedo. El patotero lo miró de arriba a abajo, estupefacto.
—¡Era entonces verdad que la sarnosa aquella andaba con usted! ¿Y a qué viene? ¿A buscarla? Sepa que hace diez días la eché. Ahora andará rodando por ahí, como una putilla cualquiera.
Hablaba en tono que pretendía ser mordaz, ocultando el enojo que le producía la presencia de Monsalvat. Pero Monsalvat había recuperado su dominio de sí mismo. Y serenamente, declaró que nada tenía con Nacha. La prueba era que ignoraba su salida de aquella casa. Si algo hubiese habido entre ellos, ¿no eran diez días un plazo demasiado largo para pasarlo sin verse ni una vez?
—De todos modos—dijo Arnedo, convencido del argumento—, no tenía usted para qué venir aquí. Y ahora mismo le ordeno que se vaya. Si no, lo echo por la escalera.
Monsalvat no se inmutó. Le miró a los ojos con tanta sencillez, con tanta paz, que Arnedo abandonó su intención violenta.
—¿Por qué tomar las cosas de ese modo?—dijo Monsalvat.—Yo quisiera que usted me escuchase con un poco de paciencia. He venido a ver a Nacha. Pero no con el propósito que usted ha podido suponer, sino para traerle bien. Yo sé que ella desea ser buena. ¿No le parece que es lo justo, lo humano apoyarla en su propósito? Si usted la ha querido alguna vez, no le impida seguir el buen camino, déjela que se salve.
Arnedo le escuchaba con las manos en los bolsillos y los ojos en el suelo. Al principio tuvo deseos de reir, pues todo aquello le parecía una ridiculez, "cosa de sonso". Pero luego acabó por ponerse serio. Se dijera que meditaba las palabras de Monsalvat.
—Pero no es por Nacha solamente que he venido. Quería también hablar con usted. Quería preguntarle dónde está Eugenia Monsalvat.
Dijo esto con una grave elocuencia, en un tono casi solemne que impresionó al patotero.
—Mi madre ha muerto y ella me rogó que la buscara, y debo cumplir el deseo de mi madre, que fueron sus últimas palabras. Nadie sabe dónde está. Arnedo, haga usted una obra de bien y dígame...
—No sé dónde está. Si llegara a averiguarlo...
Al despedirse, los dos hombres se dieron la mano. Arnedo acababa de comprender a Monsalvat. Sabía que no era un cobarde. Sabía que lo perdonaba. Sabía que había en él algo que no había en los demás. Lo acompañó hasta el ascensor, y allí le dió otro apretón de mano.
Monsalvat fué a la casa de Torres. El médico estaba en su consultorio. Escuchó los deseos de su amigo, sin mirarle, para no aumentar su dolor y su vergüenza. A Monsalvat no le importó hablar de su hermana ante Arnedo, pero ante Torres, ¡qué tremendo esfuerzo le costó! Y aún faltaba lo peor: decirle que también quería encontrar a Nacha.
Torres iba a creer que estaba enamorado y tal vez se reiría. Pero no fué así, sin embargo. Cuando Monsalvat, reuniendo todas las fuerzas de su espíritu, le habló de la necesidad de buscar a Nacha, Torres contestó que era efectivamente necesario buscarla.
Y era que él también había comprendido a Monsalvat.
La casa de pensión donde Nacha se había instalado pertenecía a una vieja solterona francesa, mademoiselle Dupont. A Nacha la había conquistado mademoiselle con sus modos amables, sus finezas, su politesse, su solemne aspecto de virtud y austeridad. La pobre Nacha no había sido en su vida muy bien tratada, sobre todo durante los últimos años; y ahora, al verse rodeada de atenciones, estaba encantada. Atribuía a cariño y simpatía las amabilidades de memoria de mademoiselle, y consideraba que la francesa le hacía un honor inmenso, increíble, al demostrarle su afecto. En realidad, mademoiselle era tan arrugada de espíritu como de cara. Su sentimentalismo, puramente verbal, consistía en el abuso de ciertas palabras y frases cariñosas o compasivas como ma petite, ma cherie, oh quelle douleur, tres gentille y otras. Al oirla se creería que para ella todo era delicioso, encantador, exquisito, digno de compasión, de simpatía. En el fondo, hija de unos protestantes de Bayona, pero católica, era una mujer seca, egoísta, y un poco ridícula. A todos sus pupilos los trataba como a Nacha, y les prodigaba parecidas amabilidades. Mademoiselle tendría cuarenta y cinco años, pero representaba más de cincuenta. Era alta, rígida de [133] movimientos, ligeramente rubia. Tenía un rostro un tanto hombruno, de facciones angulosas; la nariz muy puntiaguda y el borde superior de los dos agujeros excesivamente recortados hacia adentro. La cabellera le daba cierto aire fantástico; usaba un peinado alto y anticuado que le cubría gran parte de la frente, le tapaba las orejas, y en los lados se desflecaba hacia los hombros y la cara. Cuando quería ser amable, hablaba inclinándose ceremoniosamente hacia su interlocutor, y sonriendo siempre y achicando sus ojuelos, ya pequeños de por sí.
Mademoiselle solía visitar a Nacha en su cuarto.
—¡Siempre solita!—exclama juntando las manos y moviendo la cabeza.—¿Permite un poco de compañía?
—¡Cómo no, mademoiselle! Con mucho gusto...
Sentábase junto a Nacha y le decía cuánto cariño le había tomado, su deseo de que nunca dejase aquella casa y el placer que le daba su conversación.
—¡Es una señorita tan buena, usted, Nashá!
—¡Qué he de ser buena, mademoiselle!
La francesa continuaba en sus elogios, hasta que llegaba el momento de las averiguaciones. Quería saberlo todo. Si Nacha tenía familia, en qué había trabajado, de qué vivía. Nacha temblaba cuando mademoiselle comenzaba con sus preguntas. No sabía qué contestarle. Si en lugar de la francesa hubiera sido otra persona, se habría incomodado; pero como era mademoiselle, atribuía aquel testarudo interrogatorio al cariño que sentía por ella, al deseo de serle útil y de conocerla mejor.
—¿Para qué quiere saber?—exclamaba Nacha algunas veces.
—Oh, no es por nada, señorita Nashá. No vaya a creer. ¡Es que yo la amo tanto! Usted es una señorita tan gentil, tan pura...
Cada vez que mademoiselle hacía alusión a la pureza de su pupila, Nacha se ruborizaba. La francesa observaba de reojo y quedaba compungida, ruborizada también.
—¡Oh, yo veo bien lo que es usted! No como otras que yo he conocido. Yo amo tanto la virtud que no comprendo cómo algunas mujeres... Yo no sé... Usted sabe, yo he sido educada en principios tan puros, tan puros... Mis padres eran muy religiosos, y verdaderamente austeros. Ellos me inculcaron sus principios, y por eso yo soy tan exigente en esta materia que no permito, no acepto, la menor falta. ¡Oh, no, no! Todo, menos las faltas contra la pureza...
Nacha se preguntaba con terror si mademoiselle sabría algo de su vida, y llegaba a la conclusión de que lo ignoraba todo, pues de no ser así la habría arrojado de la casa. Con tantas declaraciones de pureza y santos principios, confirmados por la austeridad y rigidez de las costumbres, Nacha llegó a admirar a mademoiselle como a un ser sobrenatural. Hasta la tomó como modelo y deseó imitarla. Sugestionada por la francesa, no quería ni salir a la calle, pensando que en la calle estaban la tentación y el vicio.
Permanecía el día entero en su cuarto, recordando los incidentes de los últimos días, soñando, preguntándose quién era Monsalvat y qué pretendió de ella. ¿Era realmente lo que parecía? ¿O sería un farsante y un sinvergüenza, [135] que se valía de un lenguaje noble y afectuoso para quitársela a Arnedo y llevársela con él? Podía ser así, pues para los hombres todos los medios eran buenos cuando se trataba de conseguir una mujer de su capricho. Y que ella había gustado a Monsalvat no tenía duda. Recordaba cómo sus ojos se cruzaron, la primera vez que se vieron, a la salida del cabaret; cómo la había seguido hasta su casa; cómo había vuelto al cabaret para verla; cómo había salido en su defensa. Porque ella no creía que por piedad o por lástima se hubiese él expuesto a las injurias y a las violencias de la patota; un hombre sólo se expone por amor. Además, Nacha recordaba las miradas de Monsalvat, antes del incidente. No, no podía dudar; aquel hombre la quería.
Pero ella, ¿debía agradecérselo? No sabía si amarlo o detestarlo. A veces, creía que lo adoraba; pero otras, al pensar que estaba en medio de la calle y que tendría que volver a la vida, lo odiaba con todas las fuerzas de su alma. ¿Por qué fué a la casa, a atormentarla? ¿Por qué le dijo aquellas cosas, sabiendo que una mujer como ella no puede cambiar de vida, porque está maldita? ¿Sería un perverso Monsalvat, que sólo pretendía hacerle mal?
Su cabeza se confundía entre todas estas preguntas e indecisiones. A veces, se echaba a sí misma la culpa de su situación. Se reprochaba haber arrojado de la casa a Monsalvat, en lugar de haber aceptado el afecto que le ofrecía. Debió ella haber pedido que concretara sus propósitos, que le expusiera un plan y le dijese en qué forma estaba dispuesto a ayudarla. Tal vez se hubieran entendido. Tal vez ahora vivieran juntos... Y al pensar [136] esto, Nacha sentía un extraño rubor subiéndole a la cara.
Mientras tanto, Nacha vivía del dinero que le entregaron por algunas alhajas. Se arrepentía no haber aceptado la suma que quiso darle Arnedo. Al fin y al cabo, ¿no era ella una... mujer perdida? ¿Qué tantos escrúpulos para aceptar un dinero, ella, que vendía su cuerpo por dinero? Mademoiselle había exigido el pago adelantado de la pensión, de modo que tuvo que desprenderse de una pequeña alhaja el mismo día que se instaló. Quedábanle otras, pero tan modestas, que no le darían ni para vivir un mes.
Al salir para siempre de la casa de Arnedo no tuvo la intención de ser honrada. Convencida de que su destino era ser una mala mujer, tenía resuelto volver de nuevo a la vida. Pero ahora, dos cosas la detenían: el recuerdo de Monsalvat, y mademoiselle. Mientras viviese en aquella casa jamás incurriría en una falta grave; sería cometer una deslealtad para con mademoiselle. La virtud de la francesa la tenía impresionada, y le había hecho admirar la Virtud. Encontraba un gran encanto, una verdadera tranquilidad en vivir honestamente. No era la ausencia de remordimientos lo que más le atraía, sino la pureza en sí misma.
Pero más fuerte que todo esto, mucho más fuerte, era el recuerdo de Monsalvat. Ella lo había arrojado de la casa, hasta creía haberlo injuriado. Pero él la había vencido, dejándole una marca para siempre, inyectándole algunos conceptos y argumentos fundamentales que ella jamás olvidaría. Con amor o sin amor hacia aquel hombre, el hecho era que no pasaba un cuarto de hora que no pensase en él, y que este recuerdo, mientras permaneciese [137] en su espíritu, le impediría recomenzar "la vida". Si alguna vez, llevada no por exigencias de dinero sino fisiológicas o simplemente por hábito del vicio, pensó en caer de nuevo, inmediatamente la imagen de Monsalvat se le presentó a sus ojos, tiránica y a la vez bondadosa, conminándola a abandonar la tentación.
Transcurrió así un mes y medio. Nacha vivía en el aburrimiento y en la más absoluta inacción. Se levantaba a las once, almorzaba con los demás huéspedes, pasaba la tarde recostada en un sillón, pensando, leyendo, o dejando vagar a su imaginación un tanto lenta, o en charla confidencial con mademoiselle. No salía casi nunca. A la noche, después de comer, jugaba a las cartas con algunos de los huéspedes y se acostaba muy tarde.
No quería visitar a sus amigas, temiendo que le devolviesen la visita y la comprometieran con mademoiselle. Y menos a sus antiguos amigos, que podrían ir a la casa con cualquier pretexto. Sólo deseaba salir para averiguar algo sobre Monsalvat. No tenía la menor idea sobre sus ocupaciones, sus amistades, su posición, los lugares que frecuentaba. Estaba segura de que al cabaret sólo había ido por excepción, casualmente quizás, y que, no teniendo esperanza de encontrarla a ella, no volvería jamás.
Con los pensionistas había hablado de él, pero no logró ningún dato porque ellos no lo conocían. Solamente uno dijo haber leído artículos suyos en el gran diario La Patria. Nacha habló por teléfono a La Patria, preguntando el domicilio de Monsalvat, pero le contestaron que lo ignoraban.
Uno de los pensionistas, que sospechó lo que era Nacha, le hizo el amor apenas habló con ella dos veces. [138] Era un empleado de un banco, un sujeto meloso y pegajoso, feo, vulgar e insípido. La invitaba a pasear. Quería que fuese con él a Palermo, al cine, a algún teatro, a tomar el té en tal o cual parte. Nacha le manifestaba desprecio, pero el hombre insistía. Terminó por ofrecerle dinero, de pronto, a boca de jarro, una noche que conversaban en el balcón del cuarto de Nacha.
Las pocas noches que Nacha salió fué con mademoiselle. Una tarde la francesa se empeñó en llevarla a una reunión. Nacha, curiosa y deseando divertirse, aceptó. Fueron en carruaje a una casa de la calle Independencia, lejos del centro. En la puerta, Nacha leyó una pequeña placa puesta en la pared, donde debajo de un nombre había estas palabras: "Se enseña la felicidad". Dentro, en una sala de reducido tamaño, había varios bancos y sillas y unas cuantas personas. Un individuo idéntico a los tziganos de las orquestas, de pie, frente al auditorio, hablaba. En el instante de entrar, el individuo ordenó: "Cadena general". Nacha no pudo menos de reir, porque aquellas palabras le recordaban el baile llamado de lanceros. Mademoiselle la amonestó con una mirada seca y solemne. Los concurrentes, hombres y mujeres, apenas oyeron la voz de mando, se dieron todos de la mano y así permanecieron un instante hasta que el individuo, adoptando una actitud llena de unción, dijo que ya el espíritu había penetrado en él. Uno de los presentes hizo varias preguntas al espíritu y el hombre contestó a todas, en un tono quejumbroso, lánguido, como de ultratumba. Cuando terminaron las preguntas, Nacha, que estaba asustada al principio, quiso hablar con Riga para preguntarle qué debía [139] hacer. Pero no se atrevió, además de que ya era tarde y el hombre dió por concluida la sesión.
Cuando volvieron a la casa no hablaron Nacha y mademoiselle sino de la reunión espiritista. Mademoiselle creía a pie juntillas en todo aquello. Y al mismo tiempo era católica, muy devota, y hasta amiga de unos Padres franceses que solían ir a la casa. Nacha preguntaba a mademoiselle si los espíritus lo sabían todo.
—Oh, oui, todo, todo... El pasado, el porvenir, lo que a usted le conviene, todo, todo...
—¿Mejor que las cartas, entonces? ¿Y que las adivinas?
—Oh, mucho mejor, ma petite. Las adivinas, ciertas veces, engañan. Pero los espíritus, usted sabe, ma cherie, no engañan jamais. ¿Cómo quiere que un espíritu engañe? Oh, c'est pas possible, mon amour!
Nacha solía recibir la visita de una mujer que le sacaba las cartas, una vez por semana. Pero eran tan vagas las respuestas que pensó consultar a la madre Antonia, la famosa adivina de Barracas. Ahora prefería hablar con Riga, mediante el profesor de felicidad. Sabía que el poeta no iba a engañarla, pues era bueno, sincero y la quiso siempre de veras. Sin embargo, en las otras dos o tres veces que fué a la reunión espiritista no se animó a invocar el espíritu de Riga. No fué por vergüenza o por pudor, sino porque temió que Riga se enojase y le reprochara duramente su vida.
Una mañana le ocurrió a Nacha con mademoisselle un incidente pintoresco.
Nacha solía entrar en la pieza de mademoiselle sin llamar. Pero siempre entró a la tarde, o a la noche, o en las altas horas de la mañana. Ocurrió que aquella mañana [140] de octubre era domingo y Nacha, que había madrugado para ir a misa, quiso abrir la puerta de mademoisselle, que resistía como si estuviese atrancada con una silla. La francesa debió gritar: "no entre", pero Nacha, oyendo mal, empujó. Y apenas pisó el umbral dió un grito, y, cerrando la puerta bruscamente, huyó corriendo. Había visto a mademoisselle incorporada en la cama, con los ojos inyectados, y junto a ella dos tremendos bigotes que pretendían ocultarse.
—Oh, señorita Nashá, si usted supiera...—le dijo después mademoisselle, muerta de vergüenza, colorada, tartamudeando.
—No se preocupe mademoisselle. ¿Cómo cree que yo me voy a asombrar? Yo sé bien que una persona no puede vivir sin querer. Y menos una persona tan buena como usted.
—¡Oh, no, no! Usted es una santa, ma petite. Yo he cometido un pecado muy grave, muy grave.
Se afligía tanto que Nacha, para consolarla, le contó algunas cosas de su vida. No le dijo que había frecuentado las casas de citas, pero sí que tuvo muchos amantes. La francesa se iba consolando y a la vez poniéndose seria. Cuando Nacha terminó, dijo que tenía varios quehaceres y se fué.
Nacha creyó que su amistad con mademoisselle, después de lo ocurrido, sería más íntima que nunca. Una semana después, mademoisselle le pidió el pago del mes que le debía.
—Oh, señorita Nashá, no es por nada, usted sabe, pero las cosas andan mal. Los pensionistas... algunos... no pagan puntualmente.
—Yo le pido que espere un poquito, mademoisselle. Un mes no es nada para usted. Mire que estoy muy pobre. He vendido las pobrecitas alhajas que tenía. Buscaré un empleo, trabajaré... Pero no me apremie. Sí, sea buena, por favor...
Y le tomó una mano, cosa que mademoisselle solía antes hacer con ella, y que había hecho sin fin de veces aquel domingo cuando rogaba a su pupila para que no revelase a nadie el tremendo secreto que le sorprendiera. Mademoiselle retiró la mano con alguna sequedad y se levantó.
—No, no puedo esperar, señorita. Mañana me trae su pensión. No le cuesta nada ganarla. Usted tiene amigos muy... benévolos, que se la darán gustosamente. ¡Oh, gustosamente! C'est ça.
Nacha enrojeció de vergüenza y de ira y contestó:
—Está bien. Mañana tendrá el importe de mi pensión.
Toda la noche la pasó Nacha llorando.
Una de las cosas que más le preocuparon fué la conducta de mademoisselle para con ella. La creyó una persona excelente, buena, cariñosa; y ahora veía que se había equivocado. La creyó una alma pura, sin defectos, y había sorprendido un secreto que estaba lejos de certificar su pureza. Pero si no era pura, ¿por qué afectaba serlo? Nacha se desesperaba. Había creído conocer la pureza de cerca, había imaginado que era cosa factible y bella la virtud, y ahora sabía lo que eran la pureza y la virtud.
—Porque mademoisselle—pensaba—, no sólo se dice pura sino que los demás también lo creen. Sí, lo creen, y la prueba es que tiene sacerdotes amigos que vienen a visitarla. Si no fuese tenida por santa, esos sacerdotes [142] no vendrían, no serían sus amigos... Entonces, quiere decir que la virtud consiste en ocultar las cosas... Sí, así debe de ser. Y ahora me acuerdo de muchos señores considerados como personas respetabilísimas, que, en las casas de citas, me proponían... Claro, así es. La virtud no existe. Los virtuosos, los honestos, los puros son los que se ocultan, "los que se cuidan", como suele decirse.
Pero Nacha no lloraba por esto, aunque había tenido una inmensa desilusión. Lloraba porque sus esfuerzos por ser honrada, como ella decía, eran inútiles. Al día siguiente volvería a ser lo que fué. Y todo por culpa de mademoisselle, que, pura y de tan santos principios, la arrojaba en el mal tranquilamente y como pago de su discreción. Ya no dudaba de que el destino era cruel con ella, de que se había empeñado en que fuese una perdida. Y bueno: lo sería, ya que no había otro modo de vivir, ya que todos se lo ordenaban.
Al día siguiente, a las tres de la tarde, se vistió con su mejor vestido y—cosa que desde un mes y medio atrás no hacía—, se puso en la cara crema Simón y en los labios un poco de rojo. Elegante, voluptuosa, tentadora, salió a la calle y se dirigió en un coche al escritorio de un abogado amigo, de aquél íntimo de Torres que durante varios meses la protegiera.
—Cien pesos, nada menos—decía el abogado, moviendo la cabeza de arriba a abajo, con los labios apretados y el inferior alargado en una mueca de asombro.
—Para usted no es nada—argüía Nacha, intimidada por la frialdad del recibimiento.
—Es mucho m'hijita. ¡Cien patacones en estos tiempos! Te daré cincuenta... Es todo lo que puedo. ¡Tantos [143] gastos! Mi mujer es muy gastadora, y después las niñeras, las amas, qué sé yo. ¡Un titeo! En fin, yo creo que con cincuenta del páis se pueden hacer muchas cosas...
Nacha tomó los cincuenta pesos desilusionada, y dijo que se los devolvería. El abogado hizo un vasto gesto redondo sobre su cabeza, como diciendo que no pensara en ello y se ocupó en mirar a su visitante. Debió gustarle, porque se puso un poco nervioso. La miraba con los ojos brillantes, cuando ella se levantó para irse.
—¿Ya? Pero no nos podemos despedir así. Eso no, m'hijita. ¿Nunca te acordaste de mí, de aquellos tiempos?...
Nacha había ido a pedir dinero a este hombre porque lo creía el más desinteresado de sus amigos y tenía la esperanza de que por simple simpatía y amistad le prestase o le diese la suma que necesitaba. Y así cuando el abogado se le acercó, la abrazó y fué a cerrar la puerta con llave, ella tuvo un gran disgusto. Intentó defenderse, pedirle que la dejara, decirle que ahora quería ser honrada; pero pensó que no tenía derecho a nada de eso. ¿Qué era ella, sino una...? Además, ¿no le había dado dinero él? Entonces podía hacer lo que quisiera. Eso era lo lógico y lo humano.
Una hora después, medio llorosa y muy triste, entregó a mademoisselle los cincuenta pesos correspondientes a la primera quincena.
—Oh, pero aquí falta, señorita. ¿Y la otra quincena? Pardon, yo no puedo, absolutamente no puedo esperar.
—Unos días, dos o tres, nada más—dijo Nacha, con rabia, mirando agresivamente a mademoisselle.
—No, pas possible. Hoy estamos a catorce de octubre. Tiene su pensión pagada hasta mañana. Esperaré sólo hasta mañana.
Había pensado Nacha en recurrir a Torres, cuando al día siguiente, muy temprano, la sirvienta le dijo que uno de los Padres deseaba hablarla. Nacha fué a la salita. Allí el Padre la esperaba. Era un hombre redondo. Redonda la figura, la cabeza, la cara. Redondos los gestos, los gruesos y cortos dedos. Hablaba redondeando la pequeña boca. Nacha no salía de su asombro por aquella visita inimaginada.
—Sí, pues... es el caso... que... mademoisselle...
El Padre, de pie, parecía meditar en el modo de salir del paso. Miraba al suelo y tenía una mano derecha sobre la boca, retirándola sólo para hacer un molinete en el aire con los dedos o una ligera castañuela.
—Usted sabe bien lo que es mademoisselle. ¡Una señorita tan austera, tan perfecta! Sus padres, desgraciadamente, no habían recibido la Luz, eran protestantes. Pero buenas personas, gentes muy virtuosas, a pesar de todo, que temían a Dios... La Providencia había velado por mademoisselle. Usted sabe que sus padres murieron y que la recogió una tía, muy buena católica, y que en casa de esta santa señora devino católica...
Nacha miraba con asombro al Padre, sin saber a dónde iría a terminar todo aquello. El Padre tenía actitudes pilluelescas, y a veces daba tales saltitos que parecía que le hiciesen cosquillas. A lo mejor, no encontrando una palabra, se detenía, levantaba los ojos al cielo, los bajaba, hacía un molinete complicado, luego una castañuela y un pequeño salto cambiando la colocación de las piernas, como en un cuadro de baile. Pero ni por [145] ésas aparecía la palabra, y el buen Padre debía hacer un rodeo que resultaba a Nacha interminable.
—Y bueno, usted sabe, comprende que... En fin, señorita, me parece que su vida no ha sido... ¿cómo diré?... precisamente... ejemplar... No sé si me explico... Y usted sabe, comprende, que en esta casa, donde... donde... ¿cómo diré?...
Aquí una castañuela, un blanqueo de los ojos y un par de movimientos de costado. Preparaba un magnífico molinete cuando la palabra buscada apareció, y radiante, feliz, exclamó:
—Donde... resplandece... precisamente... resplandece la más acrisolada virtud... usted, con su vida, con sus costumbres, no... no... es decir... en fin, que no conviene que permanezca aquí...
—En una palabra: me echa de la casa—dijo Nacha, roja de indignación.
—Oh, precisamente, echarla... usted sabe... usted comprende...
—Está bien, Padre. Hoy mismo me iré. Y hágame el favor de dejarme sola.
El Padre le hizo una gentil y redonda reverencia, y salió. Pero apenas había puesto los pies en el corredor, volvió, oyendo que Nacha le llamaba.
—¿Alguna cosa...?
Nacha había pensado decirle quién era la virtuosa mademoisselle y las exactas noticias que ella tenía sobre su "acrisolada" pureza. ¡Cómo iba a gozar viendo la cara del Padre Chatelain al oir evocar la escena del dormitorio! Ahora se vengaría de aquella mujer perversa, hipócrita, canallesca hasta ser repugnante.
—¿Y bien, señorita? Yo estoy esperando...
Pero Nacha se entristeció de pronto y pensó que las miserias de la vieja maldita no justificaban su venganza. No sería mala por nada de este mundo. Que la echara a la calle la francesa, que contase a los Padres cuanto ella le contó en secreto para consolarla, que la injuriase, que hiciera con ella lo que quisiese, jamás revelaría a nadie lo que prometió callar.
—No es nada, Padre. Déjeme sola, no más...
Apenas el sacerdote desapareció, la infeliz se arrojó sobre una silla. Y con el cuerpo doblado hacia adelante, las manos en la cara y los ojos estupefactos, permaneció casi un cuarto de hora. Después suspiró hondamente, sacudió la cabeza con violencia como para alejar algún pensamiento triste, y exclamó:
—¡Es mi destino!
Luego se vistió poniéndose el mismo vestido que el día antes y salió a la calle. Detuvo un automóvil que pasaba y le dió la dirección de una casa de huéspedes de la calle Lavalle, donde vivían muchachas de mala vida.
La casa de madame Annette, situada frente a una plaza, era lo más aristocrático que Buenos Aires poseía en el género. Allí acudían los millonarios, los grandes políticos, los nombres de más alta alcurnia social. A veces se encontró medio ministerio, aunque no reunido en consejo sino disperso en diferentes sitios de la casa. Y era voz pública que cuando en la cámara de diputados no había quórum, solía telefonearse a aquella distinguida mansión y que jamás esta medida poco reglamentaria dejó de producir el más brillante resultado. Desde la entrada, no se respiraba allí sino lujo: sedas, bordados, dorados, muebles elegantes, ricas alfombras, espesos cortinados. Un persistente olor a agua de rosa circulaba por los cuartos, cerrados, misteriosos, invitando a los más dulces coloquios.
Nacha esperaba en una pequeña salita interior, en compañía de una desconocida. Madame había salido para recibir a un visitante. De pronto apareció en el umbral una figura que era familiar a Nacha. Al verse, las dos mujeres se saludaron y se besaron.
—Pero vos aquí... ¿Cómo? ¿No te casaste?—decía Nacha, un poco avergonzada por Amelia, y en voz baja para que no oyese la desconocida.
—Sí, me casé, ché... Pero, ¿qué querés? ¡Así es la vida!
Hablaba a gritos, riendo y con una desfachatez sin igual. Movía con voluptuosidad su cuerpo de serpiente y accionaba sin cesar con sus largos brazos un poco delgados. Olía fuertemente a violeta y vestía de un modo algo fantástico y exuberante pero no desprovisto de elegancia.
—No me hagás cargos. Escucháme un poco, hija. Te prevengo que me casé dispuesta a ser honrada... No te exagero. El diablo harto de carne dirás... ¡Pero si vieras qué nene era mi marido! ¡Un horror! Siendo soltero, trabajaba. En un bazar. Pero después de casarse dejó el empleo y pretendió vivir a mi costa. Quería que yo fuese la de antes. Y vas a ver... Entonces, yo le dije: "Eso no, ché. Yo seré una tal por cual, pero, ¿darte de comer a vos? ¡En la vida, hijito!" Lo eché, vas a ver... Y entonces, volví a la vida. Y aquí me tenés... ¿Cómo me encontrás? ¿No me voy poniendo vieja, ché?
—Espléndida, Amelia. Más elegante que nunca. ¡Qué cuerpo!
—De primo cartello, ¿verdad? Pero aquí, esto no se aprecia. Nada más que vejestorios. ¡Un horror! Y a mí que tanto me gusta la juventud, la fuerza, el entusiasmo, el... ¿Te acordás de cuando era anarquista, de cuando decía que era preciso vivir la vida? ¡Qué tiempos aquéllos, Nacha! Ésos eran los buenos tiempos.
—Y ahora, ¿ya no sos anarquista?
—¿Yo? Pero estás loca, m'hija. Esas son pavadas. Mirá: yo he acabado por convencerme de que nosotras, [149] las mujeres de la vida, somos una de las más sólidas columnas de la sociedad...
Había dicho esta última frase declamatoriamente, con intención sarcástica. Luego, ante el asombro de Nacha, se puso a reir, inclinándose muellemente hacia un lado, con sensual nonchalance.
Interrumpió el diálogo la llegada de madame. Al ver a Amelia, la francesa la saludó con adulonería y la llamó aparte. Las dos salieron inmediatamente. La desconocida miró a Nacha con intención de hablarla. Pero Nacha estaba absorta, pensando en las extrañas causas que llevan a la perdición a una mujer. Amelia era pura franqueza y si dijo que se casó en el deseo de volverse honrada, así debía de ser. Y he ahí que el marido, a quien ella, por honestidad, refiriera toda su vida, la arrojaba otra vez en el vicio, ahora para siempre.
La entrada de una chica la interrumpió en sus pensamientos. Nacha miró con encanto y a la vez con estupor a la deliciosa personita; una niña graciosa, bella, con aire de ingenuidad. Como Nacha no le quitase los ojos y quisiese como sonreirle, la chica le dijo, sencillamente:
—¿Cómo se llama usted? ¡Qué buena parece!
—No soy buena, pero quisiera serlo.
La chica sentóse al lado de Nacha y hablaron las dos con mutua simpatía. Nacha se enteró con verdadero disgusto que la recién llegada tenía diez y siete años apenas. Y como era bajita, muy delgada, frágil, y tenía aquel aspecto ingenuo, representaba menos aún: catorce o quince años. Nacha pensaba con horror en el crimen infame que significaba dejar que se perdiese [150] una criatura así. ¿No sabrían los padres? Y madame Annette, ¿cómo aceptaba recibirla? Y los hombres que la conocían, esos respetables señores tan amigos de madame, ¿era posible que no tuviesen una palabra de protesta, de indignación o siquiera de lástima? ¡Ah, ella no comprendía el mundo! A ella y a todas las mujeres como ella el mundo las despreciaba, las injuriaba, les arrojaba todos los delitos y todas las miserias, y sin embargo ella se apiadaba de una criatura como la que tenía a su lado, y conocía muchas mujeres de su clase que nunca hubieran permitido un crimen semejante. Nacha quería preguntar a la chica algo importante, pero no se animaba. Sobre todo la presencia de la otra mujer la cohibía.
—Pero decíme—susurró Nacha dando a su voz un tono confidencial y tomando una mano de su reciente amiga:—¿Por qué...? ¿Cómo es que...?
La chica levantó hacia Nacha sus grandes ojos claros e ingenuos, interrogándola.
—¿Por qué venís a esta casa?—terminó Nacha ruborizándose de su curiosidad.
La chica puso una encantadora carita de pena, y alzando otra vez los ojos hacia Nacha, y mirándola con franqueza, le contestó naturalmente, sin asomo de reproche hacia nadie ni de malicia:
—Me manda mi tía.
—¿Y hace mucho que hacés esta vida?
—Dos meses.
—Y antes, ¿tuviste un novio, verdad? Te engañó, te deshonró...
—No, nunca tuve un novio. Mi tía me obligó a venir...
—¡Pero es posible! ¿De modo que aquí conociste el primer hombre?
—Aquí, sí...
Nacha se quiso morir. Enrojeció de indignación. La chica le contó su breve historia. Sus padres eran españoles y vivían pobremente en La Coruña. Hacía como ocho años llegó una hermana de la madre a aquella ciudad; una señora rica, dueña de una tienda en Buenos Aires. La chica tenía diez hermanos y la tía propuso a los padres llevársela a Buenos Aires, donde iba a prosperar; y los padres, naturalmente, aceptaron. La tía fué muy buena para con la criatura, pero la tienda marchaba cada vez peor hasta que vino la quiebra. Entonces, la mujer llamó un día a la sobrinita, y diciéndole que estaban muy pobres y que necesitaba su ayuda, le prometió mandarla a una casa donde ganaría dinero con muy poco trabajo.
—No teníamos ni qué comer—continúo la chica. ¡Qué iba a hacer mi tía! Yo no sabía de qué se trataba y vine. Pero al volver a casa le dije a mi tía, llorando, que esa casa no era seria, y le conté lo que había pasado. Mi tía me rogó que me conformara y me pidió que hiciese su voluntad, asegurándome que ella era la responsable de todo. Pero a mí... no sé... no me pareció bien todo eso. Yo pensaba que debía ser una cosa mala lo que hacía. Pero ella me convencía de que no. Según mi tía, todas las mujeres tenemos que ser así. ¿Será verdad? ¿Qué le parece a usted?
Nacha, acongojada, no sabía qué contestarle.
—Y yo, ¿haré mal? ¿Qué le parece?
Madame Annette entró de nuevo y se llevó a la chica. Nacha se levantó y quiso ir hacia madame, pero al pisar [152] el umbral del cuarto vecino vió un hombre y se detuvo. Volvióse entonces a la desconocida, y que hasta ese instante le fuera antipática, para exclamar:
—¡Qué iniquidad! ¡No he visto nunca, en mi vida, una maldad igual a la de esa mujer que explota a esta infeliz criatura! ¡Es odioso esto, repugnante!
—No se enoje tanto—expresó humildemente la otra, cuando Nacha, sofocada y fuera de sí, se hubo sentado.—Es inútil protestar. ¡Yo he visto tantas cosas que ya nada me asombra, absolutamente nada!
La mujer hablaba con acento extranjero, aunque correctamente. No era bonita ni muy elegante, pero tenía unos azules ojos maravillosos y una gran expresión de inteligencia. Nacha, que hasta entonces no la había advertido en realidad, la observó y la encontró muy simpática, más aún: extrañamente simpática. En seguida hicieron amistad. Durante un cuarto de hora hablaron sin cesar, hasta que la mujer acabó por contar su historia a Nacha. Pertenecía a una familia honesta y conocida, de un pueblo del norte de Francia. Un empresario de teatros, o un agente suyo, sabiendo que ella cantaba bien y que sus padres se hallaban en la pobreza, le ofreció un buen contrato para América.
—Yo jamás había cantado en teatros, pero en conciertos y otras fiestas había adquirido un gran dominio del público y me animé, resuelta a ser menos gravosa a mis pobres padres. Y llegué a Buenos Aires. Cuando vi qué clase de teatro era aquel donde debía cantar, me sublevé. ¡El Royal, usted se imagina! Pero por fin, pensé que no dejaría de ser una muchacha honesta aunque anduviese entre bandidos y me conformé. Me llevaron a una pension d'artistes, donde tenía la obligación [153] de vivir. La primera noche me llamaron para presentarme a varios señores, y vi... lo que se ve aquí, más o menos... Comprendí entonces lo que era en realidad aquella pensión d'artistes. No me presté a las exigencias de madame, y se produjo un escándalo mayúsculo. Abandoné la casa, dejé a un lado el contrato y me eché al mundo a vivir, a seguir siendo honrada. ¡Ah, qué ilusión la mía! En ninguna parte hallaba trabajo. Por fin en un bazar francés me dieron un empleo. Allí vendía objetos de lujo, obras de industria artistica. Pero resultó que también aquella casa... ¡En todas partes la tentación! Me gustó uno de los clientes, me enamoré, después me abandonó...
Se interrumpió para descansar de su fatiga. Quedóse con una irónica sonrisa entre los labios, mirando hacia adelante, pero sin ver otra cosa que el vuelo de sus recuerdos.
—Cuando pienso en mis padres—continuó—soy una desgraciada. Daría mi vida por volver a verlos. Les contaría todo, les pediría perdón, yo creo. ¡Pero cómo ir a Europa! ¡Se precisa tanto dinero para eso!
Entró madame Annette.
—Nacha, venga usted. Voy a presentarle a un viejo amigo, un buen amigo de esta casa. Pero, déjeme ver. ¿Está bien calzada? Sí, está bien. Las medias podrían ser mejores. Es lástima. Bueno, pero otra vez que este amigo, que es una persona muy respetable, muy ilustrada, venga a visitarla, póngase las mejores medias y los mejores zapatos que encuentre en Buenos Aires.
Nacha iba a preguntarle algo, pero madame volvió a hablar:
—Pórtese bien, m'hijita. Usted es una linda muchacha [154] y debe portarse bien. Muy complaciente, ¿eh? ¿Me entiende?
Madame dejó a Nacha bajo la augusta protección de uno de los más venerables padres de la patria, y se asomó al balcón de uno de los tantos cuartos que daban sobre la calle. Miró con gran interés hacia el fondo de la plaza, a través de los árboles magníficos, como si esperase algo importante. Esperaba, en efecto, la llegada de su hija, una niña de diez años, medio pupila en un colegio de monjas. ¿Por qué no vendría? Madame se enternecía pensando en el fruto de sus canallescas entrañas. Soñaba a su hija como un modelo de perfecciones, un ser puro y cándido, bien casada, feliz, respetada. Y todo se lo debería a ella, madre admirable, que tuvo el arte de instalar un negocio como no había otro en Buenos Aires, una casa de verdadera distinción, de alegría; una casa donde sólo en champaña se ganaban cien pesos diarios. Madame se preciaba de conocer la fuerza y solidez de las instituciones, y con su talento administrativo, su savoir faire, su arte de francesa, había logrado realizar una fortuna, con el apoyo y la bendición de la Política, de la Alta Banca y de la Aristocracia.
Unas palmadas, asombrándola, la sacaron de su ensueño. Era el padre de la patria, hecho una furia. Madame escuchó sus quejas y fué a buscar a Nacha, que había huido a la salita donde estuvo antes esperando, y que se arreglaba frente a un espejo.
—Nacha, ¿cómo es esto? ¿Quiere desacreditar mi casa?
—No, madame; pero no vuelvo más.
—Usted es una tonta, mujer. ¡Qué tantos escrúpulos a su edad!
Nacha se puso roja como el fuego, y, con los ojos brillándole enojadamente, gritó a madame:
—No se meta conmigo porque doy parte a la policía. Usted está corrompiendo una criatura de diez y siete años. Es una perversa. Vieja degradada... monstruo...
—Usted es quien va a la policía, ¿sabe? Yo doy órdenes a la policía, de modo que pierde su tiempo en denunciarme. Yo no he perdido a ninguna mujer; ustedes se pierden solas. Se pierden solas porque les gusta el vicio, porque son unas...
Pero era inútil que madame se desgañitase y que corriese detrás de Nacha, porque Nacha no oía y a cada momento se tapaba las orejas, haciendo enfurecer más a madame. Iba Nacha por los pasillos de la casa taconeando fuerte y golpeando las puertas, sin olvidarse de soltar de cuando en cuando alguna palabra ofensiva para la dignidad profesional de la francesa. En esta forma, Nacha adelante y madame detrás, llegaron a la escalera, que Nacha bajó como una exhalación. Al abrir la puerta de cristales, una ancha y suntuosa puerta, vió a la vieja en lo alto de la escalera y le sacó la lengua, clasificando su oficio con ciertos términos que no suelen figurar en los censos.
—¡Vieja puerca, criminal!
— Allez-vous en! Cochonne! Devergondée!
Nacha subió a un carruaje y se fué a su casa. Apenas entró en su cuarto se quitó el sombrero y se arrojó sobre la cama, llorando convulsivamente. Temblaba [156] toda entera, como si estuviese a punto de que le diera un ataque de nervios. Aunque se esforzaba por ahogar su llanto no pudo lograrlo del todo. Una muchacha que vivía en la pieza vecina entró alarmada, preguntándole qué le ocurría y ofreciéndosele para llamar al médico.
—Déjeme sola, quiero estar sola...
—¿Se enojó conmigo?—preguntó la muchacha dulcemente, una gordita de ojos negros y piel morena y suave que se llamaba Julieta.
Nacha, conquistada de pronto por la bondad de la gordita se incorporó y le dió un par de besos, y sin cesar en su llanto le pidió que la dejara sola.
—¿Y el médico?—insistió la muchacha.—Es mejor que venga. Usted no está bien.
—Bueno, que venga—contestó Nacha, y volviéndose contra la pared, siguió llorando agitadamente.
El médico llegó a la noche. La enferma no había querido comer, y continuaba en la cama, vestida aún con su traje de calle. El médico, un muchacho petulante que les hacía ojitos a las mujeres de la casa y se cobraba en especie sus asistencias, dijo que toda era nervios. Nacha había sufrido un detraquement, y necesitaba reposo físico y tranquilidad moral.
¡En verdad que había padecido la infeliz Nacha en los dos últimos días! El agravio que le hiciera la dueña de la pensión; el haberse desilusionado de la virtud; la caída en brazos del amigo a quien fuera a pedir dinero, le habían causado un mal inmenso, le habían suprimido, de golpe, brutalmente, toda su esperanza de transformación. Pero todo esto no era nada junto a su resolución de retornar a la vida. Fué [157] obra de un momento, casi instantánea, ¡pero qué enorme esfuerzo de voluntad debió hacer, en medio de la desorganización de su existencia y de la angustia que apretaba su corazón! Entre sus sufrimientos y sus vacilaciones, nada le había atormentado tanto como el recuerdo de Monsalvat. Más que la certidumbre de su vida fracasada, le llenaba de desesperación el pensar en aquel hombre a quien ya no dudaba de amar. Su imagen, presente siempre a los ojos de Nacha, habíase agrandado gigantescamente ahora, ¡ahora, en los momentos en que ella se perdía! Cuando entró en la casa del vicio, le pareció que la sombra de Monsalvat, en medio de la escalera, quería impedirle pasar. Pero ella había cerrado los ojos y, bajando la cabeza, había cruzado por entre la sombra. Luego, durante el tiempo que allí permaneció, no dejó de verle un solo instante. Si oía un ruido, creía que él entraba. Si una voz surgía de los corredores, temía que fuese su voz. Hasta llegó en cierta ocasión a levantarse, creyendo haberle visto pasar.
¿Dónde estaría ahora Monsalvat?, se preguntaba Nacha. ¿Por qué no iba a buscarla? ¿Cómo no adivinaba que ella necesitaba su protección? Porque sin ella sucumbiría, caería hasta abajo, hasta lo más hondo del mal, hasta la última capa del lodo de la tierra. ¿Por qué Monsalvat no se apareció en la casa del vicio, como ella esperaba, para salvarla y arrebatarla de allí? ¿Por qué no se aparecía ahora, para, libertarla de sus sufrimientos?
Se acordó entonces de que Monsalvat le había dicho, la única vez que hablaron, que ella debía sufrir. ¡Sufrir para ser perdonada, para rescatar su [158] vida, para merecer el tesoro de la compasión! Sí, él le había dicho eso mismo. Se alegró de haber recordado aquellas palabras que daban un poco de luz a su existencia miserable. Se preparó para aceptar el sufrimiento, para resignarse al dolor, y se durmió un tanto tranquilizada, ya sin lágrimas ni desesperaciones.
¡Setiembre! ¡Primavera! Buenos Aires con sus calles arboladas, sus parques, sus plazas, los largos paseos que forman al río encantadora vereda, florecía mágicamente, se manchaba de verde, de todos los matices del verde. Se dijera que la mano del Infinito retocaba el gigantesco cuadro un poco descolorido que le entregara el invierno, exacerbando el esmeralda de los parques ingleses; agotando en las copas de los paraísos y en el musgo el amarillo de Nápoles; arrancando violentamente de las frondas el manto suave y aterciopelado hecho de azules, de tierra de Siena y de tintas neutras, para vestirlas con un áureo traje que el amarillo aurora y el sepia y el cobalto hacían claro y vibrante; vaciando en los grandes parques todo el óxido de cromo de su paleta cósmica; rejuveneciendo a los sauces, en un genial abuso de esa gutagamba que nos trae el recuerdo de fantásticos reinos tropicales; y haciendo estremecer los mediodías en ensueños de oro. ¡Oh primavera de Buenos Aires, llena de gracia y de armonía, sin los embadurnamientos de las tierras cálidas, sin el cromatismo espeso de los países del sol, sin la pesadez de las comarcas donde la naturaleza adormece las energías humanas! ¡Oh primavera [160] de Buenos Aires! El oro llueve del cielo con musical ritmo y parece también surgir de los árboles y las plantas y las hierbas; envuelve los edificios; exalta de vigor y de luz los rostros humanos y enciende los ojos de las mujeres, en ansias de amar. ¡Oh primavera de Buenos Aires!
Para Monsalvat, sin embargo, era una primavera triste. Monsalvat no sentía aquella gloria de la luz, de los colores, de los sonidos. No advertía el contento de las cosas, la canción de dicha que asomaba en los ojos de las gentes. Sentíase solo, absolutamente solo en el Universo. Era extraño al mundo en que vivió, mundo ahora enemigo. Era extraño al mundo de los que sufren, por su procedencia y su situación. Murió su madre, no encontraba a su hermana, no encontraba a aquella mujer en la que concretaba su nueva vida. Sentíase solo, no tenía amigos. Los amigos de otro tiempo se burlaban de sus ideas y de sus ideales. Hablaban de pose, creíanle medio loco. ¿Qué podía tratar con ellos, que no fuesen los motivos triviales de la gran farsa social? No le comprendían. No querían ni oirle. Su prédica debía ir hacia otra parte, hacia aquéllos que alguna vez impondrían la justicia, hacia aquéllos que debían rebelarse alguna vez. Sentíase espantosamente solo. Si por acaso alguien hablaba de la belleza del día, él callaba, contestando en su interior que todo aquello no tenía existencia para él. ¿Qué había fuera de nuestras sensaciones? Lo material, ¿tenía realidad fuera de nosotros? Y bien: sus sensaciones le decían que no había a su alrededor sino tristeza, dolores, soledad, negrura en las cosas y en las almas. ¡Estaba solo! Jamás sintióse [161] tan solo. El mundo era su triste creación, la obra de su alma sufriente. No; aquella primavera era una estación de amargura.
Mientras Nacha se ocultaba en la casa de pensión, con su ingenuo propósito de otra vida distinta, Monsalvat la buscaba. Había estado a buscarla, en compañía de Torres, en aquella casa de madame Annette, a principios de Setiembre, un mes antes que Nacha fuera allí, llevada por su triste fatalidad. Había estado en la casa de otra mujer, Juanita Sanmartino, y nuevamente la decepción había llenado su espíritu de tinieblas. ¿Dónde estaba Nacha? Nadie sabía nada. Torres afirmaba que no había vuelto a "la vida", pues si hubiese vuelto a la vida habría ido a cualquiera de aquellas casas. Torres imaginaba que viviese con otro, tal vez con algún antiguo conocido, tal vez con alguno que encontró al acaso. Y mientras pensaba así mal de ella, ella sólo pensaba en ser honesta y en aquel hombre del cabaret, cuya imagen la acompañaba en su reclusión.
¿Y Eugenia Monsalvat? Tampoco nadie sabía nada de ella. ¿Se cambió de nombre tal vez? ¿Habría muerto? ¿Arrastraría por las regiones malditas de la ciudad su vida dolorosa?
A fines de Setiembre, Monsalvat encontró un motivo de distracción para su soledad espiritual: su oficina. Acababa de ser nombrado segundo jefe de una repartición en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Pasaba allí las tardes trabajando. Algunos colegas, llevados por las leyendas que ya circulaban sobre carácter y las opiniones de Monsalvat, solían buscar [162] su conversación. Pero él, inaccesible y desconfiado, apartaba hábilmente las insinuaciones indiscretas.
Una mañana de ese mismo mes, Monsalvat fué a la casa donde murió su madre. Quería hablar con Moreno, con la hija de Moreno. Desde aquella mañana que vió el amor de Irene, no quiso Monsalvat volver a aquella casa. Temía a aquel amor de Irene. Él era libre, y podía dejarse querer y quererla. Ella no ignoraba lo que hacía. No engañaba él a nadie, pues, aceptando el amor de aquella muchacha bonita, apasionada, buena. Se encontraba solo en el mundo, sin una alma amiga en el horizonte de su vida. ¿Porqué huir entonces de Irene? Era que pensaba en Nacha. La había buscado inútilmente, no tenía ninguna noticia de ella, ignoraba si se acordó de su amigo alguna vez. Sin embargo, él pensaba en Nacha. Creía cometer una mala acción queriendo a otra mujer, y sentíase obligado respecto a Nacha, como si le hubiese jurado promesas fundamentales. ¿Tal vez había terminado por enamorarse? Esta idea le obsesionó una semana. Se juzgó ridículo, se despreció a sí mismo, intentó abandonar todo lo que pudiera acercarle a Nacha. Pero no hizo nada. Y, al contrario, más pensaba en ella y más ansiaba encontrarla. En cuanto a Irene, no la había olvidado. Aunque él no fué a la casa, le envió dinero varias veces, sumas que parecieron enormes a la pobre gente. Irene le había escrito agradeciéndoselas y rogándole que le permitiera ir a verlo a su casa, ya que él se negaba a visitarla.
Aquel día de fines de Setiembre, Monsalvat se encontró con toda la familia Moreno. Esto le alegró, pues temía hallar sola a Irene.
—¡Mi doptor!—exclamó al verle Moreno, extendiéndole los brazos.—¡Mi gran doptor! ¡El salvador de mi pobre raza maldita! ¡El grande entre los grandes! ¡El faro luminoso de la ciencia jurídica! ¡El excelso y el bondadoso!
Monsalvat protestaba de elogios tan disparatados y quería apartar de sí los brazos obstinados de Moreno. La mujer reía de las palabras del marido y a la vez estaba llorosa de emoción. Besaba una mano de Monsalvat y le señalaba los niños, con los ojos húmedos de agradecimiento.
—No admitimos su modestia, doptor. Queremos ser sus perros. Somos unos pobres perros, todos nosotros, y nada más. ¡Pensar que Moreno, y la familia de Moreno...! ¡Cuantum mulatur ab illo! como dijo Cicerón. Ya ve que no olvido mi latín. ¡La cultura, doptor! He sido hombre de ley, viví entre libros y sentencias. Y ahora, un perro vil, un borracho, un...
Irene, en un rincón del cuarto, de pie, se cubrió el rostro, avergonzada. Desde que entrara Monsalvat, no se había movido, aguardando que pasara la avalancha de agradecimientos y humillaciones, que preveía de parte de sus padres. Monsalvat también se sentía molesto. Por fin apartó a aquella gente y extendió la mano a Irene.
—¡La flor de mi casta!—exclamó Moreno, agregando melancólicamente:—¡Ah, si no fuéramos pobres! No la entregaba sino a un príncipe. Perdone, mi doptor. O a un doptor Monsalvat, que es tanto como un príncipe, porque es príncipe de la jurisprudencia...
Ni Monsalvat ni Irene oyeron aquellas cosas. Monsalvat [164] se había turbado y estremecido al notar en su mano la mano de Irene que abrasaba, al sentir sobre su rostro los ojos abrumados de pasión de aquella mujer que palpitaba y ardía desde el extremo de sus cabellos hasta la punta de los pies. Monsalvat quedó paralizado frente a ella. Y sin saber qué decirle, volvióse para hablar con Moreno.
Después de algunas frases sin interés, interrumpidas por las adulaciones de Moreno, Monsalvat se despidió. Dijo que había ido para saber si Irene tenía la noticia que él necesitaba.
—Se la voy a dar. Venga—dijo Irene con extraña energía, mientras temblábanle los labios y echaban fuego sus ojos.
Monsalvat se despidió y salió al pasadizo que conducía hasta la escalera. Un pasadizo oscuro y angosto. Moreno quiso seguirle, pero Irene ordenó a su padre que se quedara.
—Ella lo manda. Ya ve, mi doptor, adónde ha ido a parar mi autoridad paterna. Soy un simple perro. Obedezco y me retiro, de miedo al látigo. ¡Procurador célebre, a esto has llegado! Tu carrera terminó, el mundo se acaba. ¡Mi doptor, a sus pies!
En la oscuridad del pasadizo, Monsalvat e Irene caminaron uno detrás de otro algunos metros. Luego se acercaron, se rozaron. Monsalvat sintió el ardor violento de toda aquella mujer, sintió que algo fascinante le atraía hacia ella. En lo oscuro, los ojos de Irene, enormes, se entornaban y volvían a abrirse. Su cuerpo tenía ondulaciones de serpiente.
—La noticia, ¿cuál es?—preguntó Monsalvat con, la voz torturada.
—¡Ésta!—rugió Irene sordamente, con los dientes apretados, poniendo sobre la boca de Monsalvat la pulpa roja de sus labios abrasadores, absorbentes, estremecidos.
Monsalvat la besó también. Creyó desvanecerse. Toda su voluntad había desaparecido. Escuchaba las locuras precipitadas, ardorosas de Irene. Le rogaba hacerla suya, llevársela. Le tomaba las manos, se apretaba contra su cuerpo. Pero de pronto, Monsalvat reaccionó. La imagen de Nacha surgió ante sus ojos, y sintió que una fuerza poderosa, que venía desde el fondo de su alma, le apartaba de Irene. Vió en aquella muchacha apasionada, un peligro para sus ideales. Vió derrumbada toda su obra. Vió perdida la sola justificación de su vida. Dijo adiós a Irene, le pidió perdón y se dirigió hacia la escalera, fuerte, sereno, inaccesible.
—No, no me deje así—clamaba Irene.—Yo seré su sirvienta. Yo lo adoro. Me voy a morir, me voy a perder si no me quiere.
Monsalvat seguía su camino sin oir aquellas voces de la tierra. Su alma retornaba por el camino que lleva a la montaña.
—¡Es horrible mi desgracia!—gritó Irene, arrojándose contra la pared, sacudida por violentos sollozos y temblores.
Este incidente exacerbó en Monsalvat el ansia de encontrar a Nacha. Empezó a recorrer los cabarets, los restoranes nocturnos, los teatros. Todo inútil. Pasaban los días y los días y ni la menor noticia de Nacha. Comenzaba a desesperarse. Pensó entonces que tal vez la calle tuviese respuesta a su ansiedad. [166] Y se hizo un hijo de la calle. Horas enteras vagando. Horas enteras, por las mañanas, por las tardes, por las noches. Las calles del centro, aquéllas por donde pasan las mujeres de placer, conocieron su silueta atormentada.
Creía ver a Nacha, y apresuraba el paso. Seguía a una mujer. No era Nacha. Buscaba su rostro entre las muchedumbres que en Florida, por las mañanas, pasean su inactividad. Lo buscaba entre el gentío de Florida a la tarde, entre el gentío que va marchando sin premura, por la calzada sin carruajes, mientras estalla la luz de las vidrieras y empuja hacia arriba las sombras que caen desde las altísimas casas. Lo buscaba entre las mujeres, casi todas jóvenes y bonitas, que disimuladamente recorren Florida en busca de su pan, de su cariño, de su placer. Lo buscaba, por las noches, en las vías que convergen hacia los teatros, los cines, los cabarets. Lo buscaba en los teatros, en los cines y en los cabarets. Y así su sombra iba recorriendo las calles, como la de aquéllos que van buscando tímidamente una mujer ocasional. Iba insensible a los mil ruidos de la calle, a los gritos de los vendedores de diarios, a las bocinas de los autos, a los timbres de los tranvías, a los gramófonos que sonaban en los comercios, al obstinado arrastrarse de los pies sobre las veredas, a las voces del vendedor de juguetes, del vendedor de lotería, de la florista. Iba insensible a las luces de los enormes focos, a los avisos luminosos, a los letreros azules, rojos, verdes, amarillos de las lamparitas que coronaban las casas, a veces cerca del cielo, en un décimo piso. Iba insensible al lujo de las vidrieras, a las joyas [167] prodigiosas, a las flores, a los libros. Iba insensible al maravilloso espectáculo que es la calle en la cosmopolita, complicada, exuberante, estruendosa, enérgica, inquieta, dinámica Buenos Aires. Iba insensible a todo. Él no veía sino a Nacha.
Todo inútil. Nacha no aparecía. Y había llegado Octubre. Mes y medio sin verla. Desesperado, pensó en dejarlo todo, en volver a su antigua existencia, faltando al deber que se impusiera de encontrar a Nacha. Y buscaba argumentos para justificar el abandono de "su deber". ¿No era Nacha una putilla? ¿Y entonces? ¿Se iba a enamorar de una mujer así? ¿Por qué concretar en ella un ideal, un deber, una razón de existir? ¿Acaso la perdió él? ¿Y para qué quería encontrarla?
Monsalvat tenía la sensación de que Nacha iba a perderse definitivamente. Y se echaba él la culpa de la perdición. Él fué a su casa, él la aconsejó, él la indispuso con su amante. Luego, él la había perdido. La buscaba para rehabilitarla, para llevarla al camino del bien, para que recuperase su personalidad, para que volviese a vivir, a tener esperanza, a amar, a soñar. Era un ser humano y no debía dejarlo en la esclavitud. Igual hubiera hecho con otras, si conociera a otras. Él conocía a Nacha y quería salvar a Nacha. Que los otros salvasen a las que conocían. Pero también quería salvarse él mismo. Quería salvarse de la sequedad del corazón, de la frigidez del alma, de la inutilidad de su vida. Quería salvarse de su existencia de egoísmo, de las garras de la vanidad, de la red envolvente de la maldad humana. Grandes acciones quisiera él acometer. Redimir a los esclavos del trabajo [168] infamante, a los esclavos de sus pasiones, a las esclavas de los vicios ajenos y de la voracidad de los de arriba. Pero a falta de grandes acciones, él contentábase con levantar a una pobre y buena muchacha. Sembraba una semilla, solamente. Pero invitaba a otros para que sembraran a su vez.
En medio de sus dudas, había surgido en Monsalvat una gran esperanza. Ahora tenía dinero, e imaginaba que con dinero todo podía lograrse. El Banco Hipotecario le había entregado, a principios de Octubre, cuarenta mil pesos por la hipoteca del conventillo. Pero ya una parte de esta suma había desaparecido. Su madre dejó deudas y la mulata, que fué sirvienta de ella, le hizo a Monsalvat un chantaje. Aconsejada probablemente por Moreno, Celedonia le amenazó con publicar unas cartas de Eugenia si no le daban dos mil pesos. Monsalvat tuvo que entregarlos para recoger las cartas.
Una tarde de octubre, Torres, a quien encontró en la calle, le dijo:
—Una noticia. Nacha ha vuelto a "la vida". Sé que ha estado hace pocos días en la casa de madame Annette.
Aquello era un dolor para el corazón de Monsalvat. Y sin embargo, era también una luz. Parecíale que Nacha estaba frente a él. Y estuvo frente a él y a su lado, llenándolo todo, aquella tarde y aquella noche, y el día siguiente y los demás días.
Monsalvat sufría ahora más que nunca. ¡Y era también ahora más feliz que nunca!
Diez días estuvo Nacha enferma, en aquella pensión de la calle Lavalle. Su historia circuló en la casa, referida por Julieta, interesando a todas las mujeres. Las muchachas de mala vida, pero que aún no han caído enteramente, son sentimentales y un poco románticas y simpatizan con los héroes y las heroínas de las historias de amor. Nacha, enamorada de un hombre con quien habló sólo una vez, que no sabía en realidad quién era ni dónde estaba, y teniendo que ser infiel a ese cariño platónico y extraño, debía caer en gracia a aquellas muchachas. Todas la compadecían en el fondo de sus almas y encontraban natural aquel ataque nervioso que arrojó en la cama a Nacha. ¡Tener que dedicarse a la vida, queriendo tanto a un hombre! ¿Y cómo era ese hombre? ¿Qué hablaron aquella vez? ¿Buenmozo, simpático? La enloquecían a preguntas.
—¡El más simpático de los hombres que he conocido en mi vida! El más bueno, el más santo... ¡Qué lindas cosas me decía!
Y refería la historia de sus breves amores por centésima vez. Detallaba las miradas, las explicaba. Se detenía en aquella larga conversación, cuando ella le [170] contó su historia y lloró a torrentes y él la conminó a cambiar de vida.
—Pero vos fuiste una sonsa—le decían las muchachas.—¿Por qué te reíste de él en el cabaret? ¿Por qué lo echaste? Si no lo hubieras echado, ahora estarías con él...
—Es que nosotras somos así—decía otra.—Somos malas, el destino quiere que seamos malas...
Y quedaban todas tristes, pensativas, imaginando aquella historia de amor y recordando otras historias en que ellas fueron protagonistas. Pero ninguna como la de Nacha, que les parecía más hermosa que los folletines. Y tanto les fascinó el amor de Nacha, que todas llegaron a envidiarla y a desear algo semejante, aunque les tocase sufrir como ella y aunque padeciesen hambre y enfermedades.
La patrona de la casa, doña Lucía, era una viejita pequeña y silenciosa. Tenía dos piezas bien arregladas, pero sin gusto. Allí pasaba todo el día leyendo. No comía con sus pensionistas. Era tan tímida que no se atrevía a visitarlos ni a buscar su amistad. Pertenecía a una familia provinciana muy principal, pero ella usaba otro apellido. Parecíale que, dada la clientela de su casa, desprestigiaría a su familia llevando su verdadero nombre. No era que en Buenos Aires fuere muy conocida su familia ni menos que doña Lucía tuviese demasiado afecto a sus parientes. Era que la viejita tenía un respeto supersticioso por las buenas familias, y antes se dejara matar que contribuir, al descrédito de un apellido que ella creyese ilustre. Algunas de las muchachas habían logrado sacarle ciertos detalles de su vida. Viuda de un militar [171] que murió loco, perdió luego a su única hija. Pobre, sola, olvidada de sus parientes que no tuvieron ninguna consideración para con ella, se instaló en la pensión de una amiga. La pensión fué decayendo poco a poco, recibiendo una clientela equívoca. Doña Lucía no miró aquello con buenos ojos, pero no se hubiera nunca atrevido a hacerle a su amiga una observación. Cuando su amiga murió, ella se quedó con la casa. Estaba resuelta a no admitir sino gente honesta, recomendada. Pero su timidez le impedía reclamar las recomendaciones o dudar de su legitimidad. Crédula, además, aceptaba cuanto le decían las muchachas. Al cabo de los años terminó por habituarse a su clientela. Las muchachas respetaban y admiraban a aquella señora de aspecto severo, que frecuentaba las iglesias y tenía parientes encumbrados.
Cuando Nacha pudo levantarse, visitó a doña Lucía. Se le entró en su cuarto, tranquilamente, sin mayores preámbulos. La viejita, a quien aquellos procedimientos intimidaban, no sabía qué decirle. Pero eso no era obstáculo para Nacha, que tenía la confidencia fácil y gustaba referir su historia. Agradeció a doña Lucía sus atenciones con motivo de su enfermedad, las copas de Oporto, los remedios pagados a la farmacia. Doña Lucía la enteró de que todo eso fué costeado por tres muchachas: por Julieta, por Sara y por Ana María. Nacha quedó asombrada. ¿De modo que aquellas muchachas, que quince días atrás no la conocían, se sacrificaron por ella? Recordó las escasas ganancias de Sara, que recorría las calles del centro y cuyo terror de la policía impedíale manifestarse a los transeúntes; la vida de escasez de Julieta, [172] que frecuentaba una casa muy reservada, donde ganaba poco; la mala salud de Ana María, que debía gastar tanto en médico y en remedios, y comprendió que las tres se privaron de satisfacer necesidades esenciales a fin de que a ella nada le faltase durante su enfermedad.
Pero lo que más le asombraba—pues ella hubiese hecho lo mismo que Julieta y Sara, ya amigas suyas—, era la intervención de Ana María. La había visitado sólo dos veces, en los diez días de su enfermedad. La primera vez entró en el cuarto con Julieta. Nacha se impresionó desagradablemente. Ana María semejaba un espectro. Muy flaca, desencajada, amarilla, con los ojos enormes y como asustados. Nacha la creyó tuberculosa. Tenía un tipo fino, de persona aristocrática. Nacha, durante aquella primera visita, casi no habló por mirar la flacura de Ana María, la piel transparente de sus manos, sus hombros puntiagudos, su pecho completamente liso. Hablaba Ana María con una voz rara, lenta, melancólica, con quién sabe qué acento de ultratumba. Las otras muchachas jamás pudieron obtener datos sobre su vida. Aseguraba llamarse Ana María González, pero no era verdad. No tenía ninguna ilusión, ni voluntad de vivir, ni le interesaba nada. Julieta, por un amigo, supo que Ana María había vivido algunos años con verdadero lujo. Había sido lo que se llama una gran cocota. Espléndida casa, dinero en abundancia, automóvil propio. Y después, hacía pocos meses, de golpe, la decadencia. Había en su persona algo de misterioso que impresionaba a Nacha. La segunda vez que se vieron, fué a una hora en que Nacha encontrábase sola en su cuarto. [173] Ana María, mirándola fijamente, con sus extraños ojos muy abiertos, quiso que Nacha le contara su historia. Nacha refirió todo, desde que dejó la casa de su madre. Ana María no se interesó por nada de esto, y no escuchó siquiera. Pero cuando Nacha comenzó a hablar de Monsalvat, Ana María fué toda oídos. Escuchaba con toda su alma, con todos sus sentidos, con todos los átomos de su cuerpo. Cuando Nacha concluyó, Ana María se fué sin decir palabra. Salió del cuarto como una sonámbula. Nacha comprendió que un pensamiento absorbente la envolvía, la hacía enmudecer, guiaba sus pasos, atraía sus ojos.
Desde esa tarde, a los tres días de llegar a la casa, Nacha no volvió a ser visitada por Ana María. Con Julieta y con Sara solían hablar de ella. Julieta—una gordita sonriente y suave, de ojos aterciopelados y llenos de sombra y de labios muy rojos—conservaba aún restos de pudor. Era soñadora y esperaba en una pasión que viniera a salvarla. Sin embargo, tenía a veces una expresión melancólica y solía manifestarse pesimista. Pero no se consideraba vencida, y había logrado reducir sus relaciones con los hombres al mínimo indispensable para pagar la pensión y otros pequeños gastos. Trataba de agradar a los mejores que conocía—los más serios y los más buenosmozos—a fin de que ellos la prefiriesen. De este modo, sólo se veía con dos o tres amigos. Y esto hacía que las otras muchachas la considerasen como una mujer honesta. Una de ellas era Sara. Tenía Sara todo el aspecto de una muchacha caída en el más espeso y profundo lodo. Se dijera una fruta podrida. Pero no era así, pues no llevaba un año de perdición. [174] Parecía gastada por el vicio. Gustaba de oir cuentos picarescos, de hablar obscenidades. Cuando en el comedor alguno de los hombres que vivían en la casa les daba a las muchachas una broma arriesgada, Julieta bajaba la cabeza y hasta se ruborizaba, mientras Sara respondía con alguna enormidad. Era esbelta, delgada, ágil, de piernas y brazos largos. En su bonita cara alargada llamaba la atención la boca: una boca grande, excesivamente movible, un poco levantada en los extremos. Los labios, rojos como la pulpa de las granadas, estaban siempre humedecidos. Para hablar movía sin cesar la cabeza y la boca, y gesticulaba con los brazos y las piernas. Raras veces se la veía sentada. Conversaba paseándose. No podía decir una frase sin desplazarse dentro de un radio de dos o tres metros, sin levantar las piernas como si empezase una danza, sin manotear, sin reir y abrir la boca cuan grande era, dejando ver sus desiguales y largos dientes. Carecía de reserva, de pudor, y buscaba a su clientela en la calle, en Esmeralda, en Corrientes, con una inconsciencia que a Julieta le daba pena. Julieta la aconsejaba, pero sus palabras resbalaban por la epidermis de Sara sin penetrar en su espíritu. No parecía darse cuenta de su situación, de su vida, de la diferencia entre ella y las mujeres honestas. En cuanto a los hombres eran todos iguales para Sara. Todos le resultaban simpáticos, pero no trataba de acaparar a ninguno. Doña Lucía la detestaba. La hubiera echado, de atreverse a ello. Sara recibía hombres allí mismo y varias veces la habían pillado con pensionistas de la casa. En su cuarto, sobre todo cuando la acompañaba algún muchacho alegre, solía cantar, hablar [175] a gritos, reir a carcajadas, con gran escándalo de doña Lucía, que cambiaba de colores y pedía a los santos que le sacasen a aquella pensionista tan comprometedora. Lo único que infundía temor y respeto a Sara era la policía. Una vez la arriaron en plena calle, y desde entonces, en sus recorridas, se había vuelto prudente. Ana María no la soportaba. Varias veces, en la mesa, al oirla despotricar, se había levantado. Sara, manoteando y estremecida por sonoras carcajadas, llamábala madama Pompadour, nombre que nadie sabía de dónde lo sacara y por qué lo aplicaba a Ana María.
—Debe ser media loca, Ana María—solía decir Nacha.—Yo le tengo miedo.
—No, mirá—argüía Julieta.—Es una muchacha que sufre mucho. ¡Quién sabe de dónde habrá caído hasta llegar a esta vida! Yo la compadezco. ¡Es tan buena, la pobre!
—¡Cuándo no!—exclamaba Sara, riendo y paseándose por el cuarto.—Para vos todas son buenas. A mí me parece una orgullosa. Se cree superior a nosotras.
—¿Y no es superior a nosotras?—preguntaba Julieta.
Nacha, ya casi sana, veía con terror el momento de su completa salud. Porque entonces tendría que dedicarse a lo que tanto temiera, a lo que detestaba, a lo que le era la vergüenza y la degradación. Hubiera dado años de su existencia por poder ser honesta. Y creía enfermarse de nuevo si intentaba recomenzar "la vida". Pero no era tanto por esto, ni por amor a la honestidad que deseaba ser honesta; era por Monsalvat, cuyo recuerdo la acompañaba incesantemente, mañana, [176] tarde y noche, despierta y en sus sueños, cuando hablaba con sus amigas y cuando leía en la soledad de su cuarto. Y ahora, su amor a Monsalvat se había engrandecido, alimentado con el relato de su historia y los comentarios con las muchachas.
Una tarde, cuando Julieta regresó de la casa adonde iba todos los días, Nacha le pidió consejo.
—Yo quiero ser buena—le dijo a Julieta, que la escuchaba melancólicamente.—Es por él, vos sabés... Me ocuparía en cualquier cosa, entraría en alguna tienda... ¿Te parece posible que yo sea buena?
Julieta sonrió con su natural dulzura y tomándole una mano se puso a acariciarla, mientras sus ojos se fijaban en el suelo.
—¿Por qué no me contestás? ¿Te parece imposible que yo... que una mujer... por amor, pensando en un hombre a quien se adora...? ¿Imposible? Decíme la verdad. Mirá, si no me la decís, si no me hablás con el corazón... no sos mi amiga... ¿Es imposible, sí?
—Sería posible si dependiese sólo de nosotras. ¡Pero la gente nos pone tantas dificultades! ¡La gente no quiere que nos volvamos buenas, Nacha!
Las dos sabían cuán verdadero era esto, y permanecieron un largo rato silenciosas, profundamente tristes, doloridas, mirándose como dos hermanos que han perdido a la madre.
No obstante, Nacha tentó un último recurso: buscar a Monsalvat. Iría hasta el fin del mundo, hurgaría por debajo de la tierra. Preguntó a los dos estudiantes que vivían en la casa, un par de bandidos y haraganes que por nada se interesaban. Uno de ellos, [177] el mono Grajera, un negrito petizo, feo y charlatán, estudiante crónico de Derecho, vividor, tramposo, conferencista sobre la tuberculosis en Catamarca, profesor de patines en San Luis, periodista en Jujuy, actor del teatro criollo en Santa Fe, inventor de un sistema para no pagar en los hoteles y pensiones, era gran amigo de Nacha. Se habían conocido hacía años, en la casa de huéspedes de su madre. Grajera fué amigo de Riga, y de ahí la simpatía de Nacha por Grajera, que era además muy gracioso y divertido. Nacha le encargó que averiguase el domicilio de Monsalvat. Grajera tenía buena voluntad. Lo que le costaba era acordarse del encargo, realizar las gestiones. Así es que nada consiguió.
El otro muchacho, estudiante nominal, pues nada estudiaba, era un cordobesito Belderrain, hijo de un célebre abogado y juez, de un hombre austero cuya muerte fué en Córdoba un duelo general. Panchito, echado de su casa, volvió a Córdoba cuando la muerte de su padre. Ahora estaba otra vez en Buenos Aires, incorregible como siempre, carrerista, mujeriego, entrampado en todas partes. Nacha le pidió también que averiguase de Monsalvat. Pero Panchito no pensaba sino en el programa de la próxima carrera, en redoblonas y candidatos y en otros asuntos turfísticos. En un cuaderno apuntaba los detalles de las carreras: la velocidad del viento ese día, el peso de cada caballo, el estado de la pista y cuanto es posible imaginar. No obstante tanta ciencia en carreras, Panchito perdía infaliblemente.
Viendo que por medio de sus amigos nada lograría, Nacha recurrió a una echadora de cartas. Era una mujer [178] horrible, amarillenta de cara, de expresión estúpida. Se la recomendó Sara, diciéndole que la mujer ésa adivinaba todo, que a ella nunca le había fracasado. Nacha la llamó a la casa. Y ahí estaba, llena de ilusiones, emocionada, silenciosa, esperando el fallo de la individua.
La mujer sacó una baraja mugrienta, mezcló las cartas e hizo cortar a Nacha con la mano izquierda. Luego, con las diez y ocho primeras cartas que salieron formó una cruz de aspas, mientras decía en voz baja unas palabras que Nacha no entendió. Después hizo tres montoncitos y fué descubriendo las cartas. La mujer pensó un rato. En tanto hablaba, iba señalando las cartas.
—As de oros y cuatro de bastos—dijo la mujer.—Esto significa el fin de una enfermedad. Pero aquí está también el cuatro de copas. Es el triunfo amoroso. Y triunfo completo, porque el dos de copas, ¿lo ve?, indica proposición de casamiento. Después... Ah, aquí aparece una mujer morena, y una grave enfermedad.
—¿Una mujer? No puede ser, fíjese bien.
—Es una mujer. No dice que haya amor. Pero es una mujer, señorita.
Nacha estaba pensativa, buscando la exacta interpretación de todo aquello. ¿Estaría enfermo Monsalvat? ¿Querría tal vez a otra mujer? Esta idea le fué insoportable. Preguntó por lo que le interesaba más, por el paradero de Monsalvat.
—Aquí está el rey de bastos, que quiere decir hombre moreno, firme y generoso.
—¡Él es, él es! ¿Dónde está?
—No se sabe dónde está. Pero aquí tenemos el dos de espadas, señorita. Esto es carta, noticia, llegada de una persona. El hombre moreno le va a escribir o va a llegar de un momento a otro.
Nacha pagó con gusto los cinco pesos que la mujer le cobró. Era el último dinero que le quedaba. Pero era feliz. Todas las cosas le hablaron de esperanzas desde ese momento. Varias veces al día imaginaba que Monsalvat aparecía en la casa. Al día siguiente, como adivinara la llegada de nuevos huéspedes, salió al patio. Quedó asombrada al saber que un matrimonio, y una hija como de doce años, parientes de Panchito, habían llegado de Córdoba. Después que los huéspedes se instalaron, todas las muchachas y algunos hombres se metieron en el cuarto de Panchito. Querían enterarse. Panchito, medio dormido todavía, recibió acostado a sus visitantes. Grajera, en una cama opuesta, roncaba. Sara intentó despertar a Grajera. Propuso hacerle cosquillas, destaparlo, echarle agua. Pero las demás muchachas se indignaron.
—¡Qué quieren que haga!—exclamaba Panchito, con su acento cordobés.—Este animal se viene aquí. Yo le he dicho lo que es esta casa. ¡Y se ha quedado, no más! Pero no me explico cómo... ¡Ah, ya sé! No había caído. Es cosa de mi vieja, claro. Como yo le escribo que estoy en una casa muy decente, de una familia muy cristiana, donde me hacen confesar dos veces por mes, la vieja le habrá dicho a este bruto, a este rural, que vive en el campo, en San José de la Dormida, que venga a parar aquí.
—¿En dónde vive?—estalló Sara, con la boca de oreja a oreja.
—En San José de la Dormida, pues. Un pueblito, allá por...
El nombre del pueblo suscitó una serie de chistes que estremecían de placer a Sara. Panchito rogó a las muchachas que se condujeran bien. No quería que su parienta se enterase. Y luego echó a todo el mundo, porque iba a seguir durmiendo.
A la tarde, Grajera y Belderrain entraron en la pieza de Nacha, enfermos de risa. Ocurría que habían encontrado a Sara en gran amistad con la cordobesa. Sara, recostada, con las piernas al aire, oía las cuitas de la señora, los interminables relatos de sus enfermedades, el temor de una grave operación que iban a hacerle.
Doña Lucía estaba encantada con sus nuevos huéspedes. La cordobesa le dijo que había preferido esa casa porque sabía que se trataba de personas muy cristianas. La vieja agradecía, cambiando de colores incesantemente. Pero sus nuevos huéspedes la obligaban a darles bien de comer. Y contra su deseo vióse en el caso de exigir a Nacha el pago de su pensión.
Nacha quedó muy triste. Pero comprendió que doña Lucía estaba en su derecho. No podía permanecer allí sin pagar. Pasó la noche cavilando. Imaginó mil recursos: jugar, comprar un billete de lotería, pedir prestado. Al día siguiente continuó sus fantasías. Pero a las dos de la tarde se vistió de calle y se dirigió a la casa de la Sanmartino. A Julieta no quiso decirle nada. Tenía vergüenza de que supiese. Pero no por el hecho en sí, no por la venta de su persona; sino por la traición—que eso significaba su acto—hacia aquel amor tan bello, que parecía ennoblecerla [181] y purificarla ante los ojos de las demás muchachas de la casa.
Nacha conocía de otras épocas a la célebre Juanita Sanmartino. Era italiana y parecía hermana de la reina Victoria. El mismo empaque, la misma nariz ganchuda, el mismo peinado fantástico y un poco ridículo. Tenía como la Annette una hija. Y para lograr la futura honestidad de su hija comerciaba con la deshonestidad o con la desgracia de otras mujeres. La hija estaba allí, entre las muchachas. Era una chica de catorce años, bonita, ingenua, inocente. El poder de la inocencia es tan grande que subsiste aún en medio de los pecados más visibles. La hija de Juanita no era tonta, pero no comprendía nada. En su candor adorable creía que aquellos hombres y mujeres eran simples amigos que se encerraban en los cuartos para hablar de secretos. Nacha volvió de casa de Juanita aplastada, vencida. Pagó unos días de la pensión y después fué a su cuarto y se echó sobre la cama, llorando.
Una presencia extraña la hizo levantarse. Ana María estaba frente a ella, más desencajada que nunca. Nacha dió un pequeño grito. Ana María quiso tomarle una mano. Pero Nacha, horrorizada del contacto, se estremeció.
—¿Por qué... me... tiene... miedo?
La voz de Ana María parecía salir debajo de la tierra.
—Nacha... ¿quiere contarme su historia?
Temerosa de Ana María, Nacha refirió su historia nerviosamente, con precipitación. Ana María se iba poniendo pálida, cada vez más pálida. Sus manos [182] le temblaban. Sus ojos parecían absortos en quién sabe qué lejanos recuerdos. Ya era de noche y no había luz en el cuarto. Nacha no se atrevía a levantarse para ir a encender la luz eléctrica.
—Siga... siga—rogó Ana María, al ver que Nacha se había interrumpido.
Nacha comentaba ahora el interés de Monsalvat por salvarla.
—A veces pienso que me debe querer enormemente. ¿Qué hombre hace lo que hizo él por mí? Pero otras veces creo que no es por mí. Creo que es por su hermana, por una hermana que fué engañada y se perdió. Creo que hizo por mí lo que quisiera hacer por ella.
La expresión de Ana María era cada vez más extraña. ¡Qué vaguedad en sus ojos! ¡Qué misterio, qué anuncios de muerte en toda ella! Nacha, aterrorizada, estaba a punto de llamar. Ana María no hablaba, inmóvil, casi inmaterial. Por fin se levantó sin decir nada y se fué, vacilante, teniendo que apoyarse en los muebles para poder caminar. Cuando Julieta y Sara vinieron, Nacha les contó.
—¿Lo conocerá a Monsalvat? ¡Quién sabe si no ha sido su amante!—dijo Sara.
—¡Ah, ya sé!—exclamó Nacha, estremecida.—¡Es su hermana! ¡Pobre Ana María! ¡Es su hermana, su hermana!
Julieta se precipitó en el cuarto de Ana María para averiguarle. La encontró tendida en la cama, insensible, como si dormitase. La contempló un rato. Ana María abría a veces los ojos, pero no debía ver nada. Se dijera que estaba soñando. Julieta le habló, asustada, [183] comprendiendo que aquello no era normal. Pero Ana María no contestaba. Julieta permanecía indecisa, sin saber qué hacer, cuando vió que Ana María se inquietaba, que decía cosas ininteligibles. Julieta entonces llamó a Sara y a Nacha. A las tres se les ocurrió darle cognac. Ana María empeoró. Ahora se quejaba, aunque débilmente. Pero a poco se fué agravando, hasta llegar al delirio. Llamaron al médico. Toda la gente de la casa fué a curiosear. Unos entraban en la pieza. Otros preguntaban a los que salían. Doña Lucía, llena de escrúpulos, no se animaba a entrar. Cuando el médico llegó, la enferma agonizaba. No tardó el médico en comprender lo que ocurriera. En el suelo encontró una jeringuilla de Pravatz. En la mesa de noche, un frasco de morfina.
Julieta y Nacha, antes que se arreglara el cuarto para velar a la muerta, buscaron ávidamente en los cajones algún indicio de su verdadero nombre y apellido. No tardaron en encontrarlo. Atadas con una cinta azul, hallaron cartas viejas. Casi todas tenían como encabezamiento "querida Eugenia", y otras "tu hermano Fernando". Entre las cartas había tres retratos: el de un hombre de edad, el de una mujer y de Fernando Monsalvat. Nacha se apoderó del último retrato. Ya no quedaban dudas de que la desgraciada morfinómana era Eugenia Monsalvat.
Nacha no había visto morir a nadie, y aquella muerte le impresionó de un modo horrible. Veíase agonizante, sola, abandonada de todo el mundo. Recordaba cuanto le dijera Monsalvat e imaginábase que moría sin que nadie tuviese para ella una palabra de compasión, imaginábase que la arrojaban en la tumba [184] con el desinterés con que se arrojaría a un perro. Tal terror tenía, que le era imposible quedarse sola ni un instante. No quiso acostarse en toda la noche. Una vez que intentó dormir vestida, se despertó a los pocos minutos, y, creyendo que estaba encerrada en un cajón de muerto, dió un grito que alarmó a toda la gente de la casa.
Permaneció la noche entera velando a Ana María. La cordobesa y doña Lucía dirigieron el arreglo del cuarto y amortajaron el cadáver. Sara, que después de comer salía todas las noches a la calle, se quedó, silenciosa y llena de miedos fantásticos. Ella y Nacha se comunicaban sus terrores. La cordobesa dijo que era necesario rezar. Y así los hombres que había en la casa contemplaron el espectáculo de las tres muchachas que, dirigidas por la cordobesa y emocionadas y llorosas, rezaban el rosario en coro. Fué una escena desoladoramente triste. El pobre cajón de pino, los dos únicos velones amarillos, aquel rezo por la infeliz prostituta que murió en la miseria y lejos de su familia, el dolor de aquellas mujeres que parecían llorar arrepentidas, todo impresionaba a los tres o cuatro hombres que presenciaban el cuadro. La vida de la muerta, triste como la vida de las desdichadas que rezaban por ella, estaba allí, en aquel cuarto de dolor. Se dijera que los largos días de eso tan desesperante que se llama la "vida alegre", que las noches de placer de Ana María, que sus besos y sus risas y las copas del champaña que bebió en sus años de gran cocota, se habían convertido en crespones funerarios y ennegrecían las paredes del cuartucho. Se habían convertido también en lágrimas y velaban los [185] ojos de las demás mujeres. ¡Lloraban las pobres mujeres! Lloraban su pasado, lloraban su futuro, lloraban su muerte en la soledad y en la miseria. Y lloraban sobre todo lo que era peor que todo: ¡lloraban su desesperación!
En un momento, cuando comenzaron las mujeres a rezar, los dos estudiantes, ambos despreocupados, incrédulos, incapaces de comprender lo que hay de serio en la vida, tuvieron una misma idea. Los dos quisieron hacer algo por aquella muerta, quisieron asociarse a aquel dolor. Y se persignaron casi al mismo tiempo, zurdamente, escondiéndose el uno del otro. Los dos advirtieron la maniobra del compañero. Y lo que en otra ocasión hubiera sido tema de chacota, sólo les sacó una imperceptible sonrisa, una sonrisa dolorosa, penetrada de piedad. ¡Los dos sabían que estaban velando el final de una vida trágica! ¡Los dos sabían que estaban también velando la inquietud angustiosa de unas cuantas vidas trágicas!
En los oídos de Monsalvat sonaban incesantemente, trágicamente, las palabras del médico: "Ha vuelto a la vida". ¿Por qué no diría el médico: "Ha vuelto a la muerte"? Pero no. Había dicho bien. Aquella vuelta a "la vida", a la mala vida, a la falsa vida, es decir a la muerte, ¿no era acaso el principio de la vuelta a la verdadera vida? ¡Cuántas esperanzas de encontrar a Nacha! Todo el universo estaba lleno de esperanzas. Los letreros de las calles hablaban de encontrar a Nacha. Las bocinas de los automóviles, los gritos de los vendedores, todos los ruidos multiformes de la ciudad multiforme, le aseguraban que pronto encontraría a Nacha. Si pensaba en lo horrible, en lo inhumano, en lo doloroso de la vida actual de Nacha, Monsalvat sentía el vacío en su corazón. ¡Ah, imaginar que en ese momento, ella tal vez se vendía a otro hombre...! Mejor no pensar en nada. Aquello era espantoso. Y sin embargo, si aquello no existiese, quizás nunca la encontraría.
Comenzó entonces, junto con el médico, a buscar a su amiga. Fué un viaje doloroso, un largo viaje doloroso a través del mundo de las desgraciadas. Una peregrinación de su alma a través de las tierras bajas [187] donde moran las mujeres que perdieron su alma. Un martirio de su corazón, en medio de innumerables corazones martirizados. ¡Y eso que las primeras etapas de su viaje sólo abarcaban los primeros círculos de aquel infierno de las mujeres malditas! Eran los círculos ésos, los lugares que pudiera frecuentar Nacha. Había otros círculos infernales más trágicos, más monstruosos en el dolor y la bajeza.
Bajó Monsalvat al infierno en compañía del médico. La puerta del infierno era la puerta de la casa de madame Annette. Allí podría leerse las palabras del Dante: "Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mí se va hacia la raza condenada... ¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!" Pero no era aquélla la única puerta de este infierno. Había infinitas puertas por donde entraban las desgraciadas para no salir jamás. Sólo que en la casa de la Annette estaba la puerta principal: la puerta de oro.
—¿Nacha Regules?—exclamó la francesa, con azoramiento.— Connais pas!
El médico insistió, comprendiendo la falsedad de aquella negativa. Madame Annette, con sus modos ordinarios y su voz desagradable, persistía en su actitud. Monsalvat sentía un indefinible malestar. ¿Cómo semejante mujer, antipática, plebeya, malhumorada, consiguió poner aquella casa y mantener la clientela que decía el médico? ¿Qué arte especial poseía la bruja? ¡Ah, seguramente que debajo del lujo ostensible había espantosos crímenes! Seguramente, que la bruja sabía satisfacer a su aristocrática, su exigente, su refinada clientela, con bocados exquisitos, [188] logrados por los más viles engaños y las más odiosas miserias.
—¿Llamo a las muchachas?—preguntó la francesa con brusquedad, desconfiando de sus visitantes, pues a Torres apenas le conocía y había observado el disgusto de Monsalvat.
—Iremos al comedor. Las convidaremos con champaña—contestó el médico.
Tres mujeres entraron. Una, era aquella chica que allí mismo conociera Nacha. Monsalvat se estremeció al ver a la criatura. Sus ojos cayeron como látigos sobre el rostro de la Annette, que bajó los suyos, más temerosa que avergonzada. Torres llamó a la chica al sofá donde él estaba. La Annette salió para preparar el champaña y dejar solos a los visitantes y a las muchachas.
Monsalvat habló con una magnífica morena de ojos indígenas, que dijo ser paraguaya. Resabios de las razas nativas, de los guaraníes, había en su rostro y en su hablar. No sabía nada de Nacha. No la oyó nombrar jamás. Monsalvat, que veía una víctima en cada mujer de la vida, le rogó su historia. Imaginaba toda clase de ignominias de parte de los padres, del novio, de otras gentes. La muchacha declaró que aquélla era la gran vida. Placeres, libertad, dinero. No trabajaba, los hombres le decían lindas palabras. Enorme sensualismo había en sus ojos y sus labios. Debía ser una satiresa, una vampiresa. Amaba el placer por el placer. Elogiando su vida, echaba besos al aire, cruzaba los brazos en el pecho y los apretaba con terrible lujuria. Bebió el champaña en pequeñísimos sorbos, con infinita voluptuosidad, sacando la punta [189] de la lengua y moviéndola de un lado a otro picarescamente, mientras hacía estremecer sus flancos y guiñaba un ojo a su vecino. Monsalvat habíase entristecido. Aquella mujer representaba para él lo irremediable. Tal vez nadie la considerase víctima, y sin embargo lo era tanto como las otras. Víctima de herencias mortales, víctima quizás de un alcoholismo que provenía de miserias involuntarias, de miserias materiales impuestas por la sociedad, o de miserias producidas por el odio, por los prejuicios, por la maldad. Todo se encadenaba en el mundo. Un mal venía de otro mal. Por ello era necesario reconstruirlo todo, para arrojar de la tierra el demonio de la injusticia, que hace infelices a tantos seres y a sus hijos y a hijos de sus hijos.
Mientras tanto, Torres obtenía algunos informes de su interlocutora. La chica se acordaba de una muchacha buena, que estuvo allí una tarde. Se había compadecido de ella, y se llamaba Nacha. Se había ido enojada con madama, porque... un cliente... cosas de ese señor... en fin...
Torres llamó aparte a la Annette. Inventó una historia desfavorable a Nacha. La buscaban para hacerla meter presa. Madame, entonces, declaró que, en efecto, estuvo allí una tarde.
—Métala pronto en la cárcel, porque esa mujer no es una persona decente. Yo no debo a nadie un centavo. Yo educo a mi hija como una buena madre. Yo tengo amigos entre lo mejor de Buenos Aires, usted sabe. ¿Y ella? Une canaille! C'est de la merde, des gens comme ça! Cré nom!
Salieron de allí los dos amigos. En la puerta encontraron [190] una conocida de Torres, que bajaba de un auto. Era Amelia, cada vez más picante y más fresca. Torres le preguntó por Nacha.
—Va a la casa de Juanita. Me han dicho ayer. Yo le confieso, ché mediquín, que no la entiendo a Nacha. ¡Ir a la casa de Juanita! ¡Qué pavada! ¿No? Una debe conservar su situación. No hay que descender sin motivo. Ir a esa casa es rebajarse... Cierto que aquí una debe tratar con vejestorios y con sonsos, pero... ¿Y cómo me encontrás, mediquín? ¿Me pongo vieja? Bueno, hijo, te dejo porque me esperan arriba... Adiós. Muy buenmozo, tu amigo. ¡Adiós, viejo!
Era aún temprano, las seis de la tarde, y decidieron visitar a Juanita Sanmartino. Los recibió en una inmensa sala, llena de cortinados y de pretenciosos muebles. La italiana, con su habitual prosopopeya, con el cuerpo erguido, su cabeza de Reina Victoria, saludó amablemente a los dos hombres. Monsalvat, de pie, veía pasar por el corredor una chicuela como de trece años. Escondidas detrás de las persianas, algunas mujeres espiaban a los visitantes. Monsalvat se hallaba emocionado. Creía notar en todas partes, en cada rincón de la casa, en el aire, en los muebles, las huellas de Nacha. Pero también adivinaba que allí no la encontraría.
—Ha venido aquí algunas veces, esa muchacha—decía en tono amable, moviendo la cabeza con lentitud, Juanita.—Muy simpática. Bastante linda. Estaba aquí contenta. Pero ya no viene. Sin duda, ha hecho alguna buena amistad...
Se interrumpió, mirando a los dos hombres, en el [191] temor de haber molestado a alguno de ellos. Monsalvat no había podido evitar un sacudimiento de todo su ser, como si le hubiesen aplicado una corriente eléctrica.
—Ha dejado de venir. Sí... no sé por qué... A veces los clientes se llevan a las muchachas de la casa. Les ponen un departamento... Pero no creo que sea el caso...
Monsalvat palideció. ¿La había perdido otra vez? Torres preguntó quién era el cliente que hizo amistad con Nacha, y la Juanita no vaciló en darle su nombre. Luego, cuando quedaron en silencio, el médico miró a su amigo y le hizo una indicación con los ojos. Monsalvat comprendió. Era el momento de averiguar de Eugenia. El hermano no se atrevía. El médico entonces lo hizo. Nada supieron. Sospechando que se cambiara el nombre, Monsalvat la describió. ¿Pero era exacto el retrato? ¡Tantos años sin verla! Juanita no pudo asegurarles nada. Allí estuvieron varias muchachas del tipo que pintara Monsalvat.
Iban a salir. Juanita, sin faltar a su solemne dignidad de reina de opereta en el destierro, les ofreció la casa. A Torres lo conocía desde años atrás, y no ignoraba la existencia de Monsalvat, cuyo apellido ilustre había visto en los diarios tantas veces.
—¿Y esa criatura que andaba por el corredor?—preguntó Monsalvat a Torres con angustia, cuando estuvieron en la calle.
—Es la hija. Curioso, ¿eh? Juanita se sacrifica por ella. Espera retirarse del negocio, venderlo en buenas condiciones, cuando haya amontonado una fortunita ¿sabe? Para que su hija pueda ser [192] virtuosa, ¿eh?, explota ella el vicio de los demás.
Monsalvat dijo que aquella niña no podría ser virtuosa. La curiosidad, las conversaciones que oía, los cariños que sorprendería, lo que adivinaba tal vez...
—Te equivocas. Las muchachas de la vida estiman la virtud más que nosotros. Deliberadamente no dirán nada que ella no pueda oir. Ahora, es probable, ¿eh?, que algunas veces se distraigan... Además, esa chica debe considerar el amor, y estas cosas que no lo son, aunque algo se le parecen, como un simple negocio... Ve que todas se venden... ¿eh? Todas las que ella conoce. Y ella también se venderá, a un buen hombre que tenga alguna fortuna. Se venderá, pero no por veinte pesos sino por cien mil. Se casará bien.
Monsalvat comenzaba a creer que jamás encontraría a su amiga ni a su hermana. ¡Demasiado vasto aquel infierno! ¡Demasiado oscuras, intrincadas, revueltas las catacumbas del mundo subterráneo! Su acompañante díjole que no perdiera la esperanza. Y para que la tuviera, le mostró una larga lista que sacó del bolsillo. Una lista siniestra, espantable. Doscientas casas del género de aquéllas que visitaron; aristocráticas unas, burguesas otras, modestas la mayoría. ¡En alguna habían de hallar a las dos mujeres que buscaban! Monsalvat quedóse con la lista. Recorrería él una veintena de casas, aquéllas donde las dos muchachas pudieran tal vez acudir. Las recorrería él solo. No podía permitir que el médico perdiera su tiempo.
Pero Torres empeñóse en llevarle a una casa donde seguramente les darían noticias. Se anunciaron, y una sirvienta les hizo entrar en un vasto dormitorio. [193] Allí no había el olor a agua de rosas y la elegancia al por mayor de la casa de madame Annette, ni el lujo espeso y mediocre en medio del que Juanita reinaba. Aquí todo era sencillo, sin llegar a la pobreza. No tardó en aparecer la dueña de la casa.
—Florinda—dijo el médico—, le presento al doctor Monsalvat. Mi amiga Florinda, la más simpática de las criollas...
—A sus órdenes, caballero. Puede mandarme. No le crea a este adulón. Es un antiguo amigo... de otros tiempos, ¡ay! que pasaron... Pero tome asiento, señor. Muy honrada con su visita. Le ruego que me mande, para servirle...
Florinda era una criolla cuarentona, alta, flaca, más bien fea. Casada y con un batallón de hijos, que vivían al fondo de la casa, y el menor de los cuales tenía seis meses. El marido ignoraba lo que ocurría allí. No tenía la menor noticia del comercio de su mujer. Y era tan prudente—¡tan bueno, decía Florinda!—que no preguntaba por la procedencia del dinero que le daba de comer. Salía de su casa muy temprano y regresaba a la noche, cuando no había peligro de enterarse de ciertas cosas. Admiraba y amaba a su fiel consorte, modelo de esposas y de dueñas de casa. Considerábala una gran señora. Sus presunciones de distinción, su hablar dengoso y arrastrado, sus maneras y palabras bondadosas, su pulcritud desconcertante, todo le encantaba a aquel marido ideal.
—¿Me pregunta por Nacha, el caballero?—interrogó Florinda, con su voz finita y su acento ingenuo, suavísimo, un poco dormilón.—Sí, señor. Sí, la conozco. Una señorita muy distinguida, muy [194] formal, muy buena. La conozco, caballero. Tengo el placer de conocerla. Yo le profeso un gran cariño. Porque yo sé estimar a las personas que valen, a las de condición elevada. No me gusta la mala educación. Y yo me permito creer que la buena educación no se aprende. ¿Verdad, caballeros? No, no se aprende. Se la adquiere desde la cuna. El buen nacimiento es el mejor pergamino...
Hablaron un buen rato. A Torres le divertía aquella mujer. De cuando en cuando el médico soltaba alguna frase, alguna palabra de doble sentido o un poco arriesgada, y Florinda bajaba los ojos, enredaba los dedos en los pliegues de la bata y sonreía con rubor.
Florinda ignoraba el paradero de Nacha. Y a Eugenia jamás la oyó nombrar. Los amigos salieron. Florinda los despidió con una infinita serie de inclinaciones, sonrisas, palabras amables, ofrecimientos y toda suerte de cortesías.
—Ahí tiene una mujer que se cree honrada—dijo Torres—y ha vendido a su propia hija. Curioso, ¿eh?
—Todos somos culpables—exclamó Monsalvat, como si continuase su pensamiento.—En esa venta de la hija fué criminal el que la compró, y fueron criminales los padres de la madre, y los padres y los amigos del que la compró y los profesores que tuvo y los autores de los libros que leyó. ¿Quién queda sin culpa? ¿Quién hizo algo para que la venta no sucediese? Y los que legislan, ¿qué ley dictaron para evitar estos males? Y los que vigilan, ¿no fueron cómplices?
Torres no aceptaba este colectivismo de la culpa que predicaba Monsalvat. El culpable de cada crimen [195] era para él quién lo cometió o quién fué cómplice directo. ¿La sociedad? ¡Bah! Estaba muy lejos eso. Una abstracción. No existía sino el individuo, y la sociedad era un conjunto de individuos. Se despidió de Monsalvat, pues no quería discutir con él. Monsalvat razonaba poco. Afirmaba. Y sus afirmaciones eran dogmáticas, rotundas. A veces, parecían las ideas y las palabras de un iluminado.
Monsalvat se llevó la lista que le entregara Torres. Y con ella continuó al día siguiente su viaje por las comarcas malditas.
Dos días más tarde, habiendo caído por casualidad bajo sus ojos la crónica policial de un diario, leyó allí la muerte de su hermana. El diario lo contaba todo, daba el nombre de la morfinómana, la llamaba gran cocota, y, después de haber arrojado impúdicamente a la vergüenza pública un apellido estimado, aun moralizaba, con esa chirle filosofía de diez centavos que suelen babear algunos diarios. Para Monsalvat la muerte de Eugenia, y en semejantes condiciones, fué un terrible golpe. Envejeció diez años de repente. Se sintió aún más solo. Y desde entonces, su empeño en encontrar a Nacha se hizo frenético y exasperado. Apenas abandonaba su oficina, tomaba un taxi y allá se iba, todas las tardes, a buscar a Nacha. Así pasó todo Octubre.
Pero aquellos círculos infernales no eran para que impunemente los recorriese el primer venido. Monsalvat no conocía esos ambientes. Y padeció de mil maneras. Sufrió burlas, humillaciones, insultos. En algunas casas le sacaban dinero; en una lo robaron. Más de una vez no le dejaron entrar, y le cerraron la puer[196]ta arrojándole dicterios y palabrotas. Sufrió también por las infelices. Salía de sus exploraciones por aquellas selvas del mal, con el corazón dolorido, con el alma toda en sangre, con el cerebro oscuro, gastado, oprimido.
¡Y todo era inútil! En ninguna parte conocían a Nacha. Y pasaba el tiempo y la esperanza. Monsalvat tuvo, entonces, momentos de escepticismo. Añoró, en rápidos segundos de debilidad, su vida de antes. Se creyó vencido. Cayó en honda tristeza.
Intentó olvidar. Planeó varios artículos. Pensó en aquella reconstrucción del conventillo, suspendida por la terquedad de los inquilinos. ¡Pobres gentes! Explotados desde muchos siglos atrás. Explotados sus abuelos, sus padres, ellos. Y por esto, los infelices no veían las buenas intenciones. No creían, no podían creer en ellas. Imaginaban que los propósitos de Monsalvat ocultaban quién sabía qué nueva forma de explotación. Consideraban abusivo el que se les arrojase de allí. Protestaban iracundamente contra el nuevo encargado, que pretendía obligarlos a un mínimo de higiene. Monsalvat deseaba comenzar pronto las obras. Si no, los cuarenta mil pesos que acababa de darle el Banco Hipotecario desaparecerían entre los verdaderos pobres a quienes ayudaba y los falsos pobres que explotaban su buena fe y su simpatía humana.
Un atardecer, a principios de Noviembre, fué al conventillo. Chiquillos mugrientos, desnudos, andaban por entre las sombras del patio. Algunas mujeres esperaban a su hombre o a sus hijas. Guisaban frente a varios cuartos. Un acordeón sonaba hacia el fondo. El patio estaba obstruido por cajones, tablas, [197] canastas, por mil objetos diferentes. Los chiquillos corrieron como locos anunciando al patrón. Se dijera que avisaban a sus madres la presencia del enemigo.
Se llenó el patio de gente. Muchos inquilinos habían vuelto ya de sus trabajos. Una muchacha, bastante bien vestida, de gran sombrero, se acercó al grupo. Monsalvat habló:
—Ustedes desconfiaron de mí. No tenían razón, pero hicieron bien. Yo no les hablé con el corazón en la mano. Quise, pero no supe hacerlo. Ahora yo les digo: ustedes son mis hermanos. Yo quisiera libertarlos del sufrimiento. Pero yo no soy sino un hombre. Yo puedo hacer poco por ustedes. Yo les daría esta casa, pero esta casa está en hipoteca. Y está en hipoteca para que ustedes tengan aire, luz, higiene. Para que vivan como hombres. Todo el dinero que me entregaron, será para convertir a esta casa infame en una casa habitable. Y entonces ustedes volverán. Y me pagarán muy poco, menos que ahora todavía. Sólo me ayudarán para el servicio de esa hipoteca. Yo podría vender la casa, alquilarla a otro. Pero no puedo permitir que se les amontone como a las bestias, que se les mantenga entre el lodo. Porque el amontonamiento, el lodo, la falta de higiene, la ignorancia es lo que hace persistir la explotación. Yo les pido que no duden de mí. Yo no soy un enemigo. Soy un amigo que les tiende los brazos...
Pero ellos no comprendían. "Quiere burlarse", exclamó una voz agria. Alguien le gritó que se callara y se fuera. Un viejo reía de aquella broma. Los chicuelos, perdido el miedo, aplaudieron y gritaron. Dis[198]cutían los oyentes entre ellos. Todos seguían dudando. Un criollo, que era tipógrafo y anarquista, iba a hablar en nombre de los que no aceptaban el arreglo, cuando un tumulto se produjo.
—¡Es esta loca de la calle que nos quiere hacer traición!—vociferó una mujer enseñando los puños a la muchacha elegante.
Todos se fueron hacia ella. La insultaron, la amenazaron, le dijeron la palabra infamante. La muchacha se defendía enérgicamente. Pero al fin se echó a llorar, y entonces los inquilinos se apaciguaron. Sólo a las mujeres les enojó aquel llanto. No comprendían que una mujer de la vida pudiese llorar sinceramente. Las mujeres hubiesen querido maltratarla, vengándose así de sus sombreros y sus trajes, que eran para ellas lujosos. La muchacha defendía a Monsalvat, aseguraba que era bueno y que deseaba el bien de todos.
Monsalvat, en otro tiempo, se hubiese asombrado de que entre tantas gentes, buenas gentes en su mayoría, sólo una muchacha de mal vivir le comprendiese. Pero ahora encontraba esto muy natural. Sabía que una muchacha de ésas había pasado por los más grandes sufrimientos por que puede pasar un ser humano, y sabía qué escuela de bondad y de comprensión es el dolor. Además, una muchacha de la vida, aunque haya nacido en el pueblo, no pertenece al pueblo. Tiene íntimo y continuo trato con los ricos, y no tarda en adquirir los hábitos de vida de los ricos, por lo cual la muchacha podía comprender a Monsalvat mejor que las otras personas del conventillo. Y hay aún algo más: esas muchachas han conocido innumerables hombres, y si bien han sido víctimas de algunos y[199] saben hasta dónde llega la perversidad de ellos, saben también hasta dónde puede llegar la bondad de otros. Y finalmente, esas muchachas, tolerantes para con todos los defectos, confiadas, algo infelices, son atolondradamente optimistas, y a pesar de los golpes terribles de la maldad, que ha destrozado su vida, no suelen, en su fácil credulidad, dudar de las promesas de los hombres. Y así como no les asombran las mayores maldades, porque están habituadas a sufrirlas, tampoco les asombran los actos más bondadosos, porque están habituadas a ser objeto de ellos.
Monsalvat tuvo que marcharse. Comprendía que era imposible convencer a aquella gente de ese modo. Pero volvió al otro día y al siguiente, y todos los días. Se hizo amigo de cada uno de sus inquilinos. A los que le debían el alquiler se lo perdonaba. Consiguió trabajo, mediante recomendaciones, a dos o tres habitantes de la casa.
Un día la muchacha que le defendiera le contó su historia. Era una chica bajita, de expresión suave y un poco triste, de temperamento pasivo y silencioso. Se conducía en la casa muy correctamente, y a nadie le constaba su oficio, si bien lo habían adivinado.
—Tuve un novio que me deshonró, uno al que le dicen el Pato y que le entra por llorar cuando se emborracha. Nunca supe su verdadero apellido. Un canalla. ¡Y de buena familia, seguramente! Tan canalla que me llevó a la casa de una tal Florinda. ¡Qué monstruo de mujer esa Florinda! Me tenía encerrada; y para que no me escapase, me quitaron el vestido que llevé puesto. No podía salir, ni comunicarme con mamá. Florinda me obligaba a entrar en el cuar[200]to con los hombres. Pero yo lloraba de tal modo, que los hombres, señores de edad casi todos, se compadecían y se iban sin tocarme, después de haberme pagado. La ladrona de Florinda me quitaba la plata, y le daba la mitad al Pato. ¡Qué gente! ¿No? Pero yo fuí débil; me entregué a dos o tres muchachos que me gustaron. Era que en mi desesperación trataba de gustar a alguno para que me sacase de aquella cárcel. Y así sucedió. Un amigo, revólver en mano, me sacó de allí. Me llevó a vivir con él, hasta que después de tres años me despidió para casarse. Yo me había enamorado como una loca, y al verme separada de él empecé a hacer disparates. Quise matarlo, en la casa donde él vivía. Él me quitó el arma y me perdonó. Después tomé bicloruro, y me salvé de la muerte por casualidad. Después me entró por la cocaína, y una noche, en Armenonville, me desmayé. Asustada, dejé la cocaína. Dejé también el cabaret a donde empezaba a ir. Y aquí estoy, esperando siempre que él vuelva a mí. Se ha casado, pero yo sé que volverá. Y espero. Si no estuviese segura de que volverá, ya me habría suicidado.
Todos los esfuerzos que hizo Monsalvat para que la muchacha abandonara el mal vivir, fueron inútiles. No quería recibir favores de ningún hombre que no fuese el que amaba.
Monsalvat le preguntó, una de las primeras veces que habló con ella, si conocía a Nacha. Le contestó que no. Pero una semana después, contenta y risueña, le dijo que acababa de tratarla.
—¿Nacha, no? ¿Una delgadita, que fué amiga del Pampa Arnedo? Va a la casa de la paralítica, una [201] vieja enferma que anda por la casa en una silla con ruedas. Yo voy allí todos los días. Nos hicimos ya muy amigas con Nacha. ¿Sabe?
Monsalvat ya no oía. En la soledad del mundo, no escuchaba sino el canto de su corazón.
¡Día de los que no se olvidan nunca, día transcendental, y a la vez feliz y angustiosamente doloroso, fué aquel quince de noviembre para Nacha Regules! La tarde anterior faltó a la casa de la paralítica. Había cambiado de pensión, disgustada por la convivencia en la casa con un individuo despreciable: un macró. Nacha ignoró hasta pocos días antes, el género de vida de aquel sujeto que se llevaba tan bien con su mujer y era amable con las muchachas, y tenía amistad con los estudiantes. Pero una tarde vió a la francesa que saludaba tiernamente a un hombre que entraba en su cuarto, mientras el marido, en el de al lado, se había puesto a leer diarios. Averiguó. La enteraron de todo. Eran cosas... que pasaban, le dijeron las muchachas. Ella protestó, se quejó a la patrona. El sujeto vino a hablarle. Era un hombrón robusto, rubio, de bigotes galos, ojos saltones y boca repugnante. Pronunciaba mal el castellano.
—Usté habló mal de mí, pego usté es equivocad. Yo soy hombge honogable. Yo nunque he gobade un centav a personne. Nunque. ¡Sa pensad! Yo no debe tampoco un centav a personne. ¡Sa pensad! Ahoga, lo que hace mi mujeg, eso no impogte a personne. Es la vida pgivad...
Nacha no quiso hablar con él. Por no ofenderlo, le dijo que tenía razón. Pero dos días después se fué de allí. Por un motivo que también la honraba, no iba a la casa de la Sanmartino. Un amigo que allí hiciera, le exigió un día ciertas torpezas que ella odiaba, por lo cual no volvió más. Desde entonces frecuentaba la casa de la paralítica, presentada allí por Julieta.
La tarde del quince de noviembre llegó a la casa de la paralítica muy temprano, a las dos de la tarde. La paralítica estaba sola y le rogó que le leyera. Un novelón infame, en varios tomos. Nacha, que llegara preocupada, triste, nerviosa, sin saber por qué, se distrajo con aquel relato de aventuras ridículas, narradas en una forma que a ella le resultaba cómica. Leyó casi una hora. La paralítica, mujer muy inteligente y sensata, despreciaba también aquellas historias de asesinatos espantosos y espeluznantes escenas. Pero no tenía otra cosa para distraerse y se hacía leer aquello. A las tres, la sirvienta, con cierto misterio, llamó a la señora. La paralítica se hizo conducir en su cochecito hasta la primera pieza de la casa. Al rato volvió, anunciando a Nacha una sorpresa.
—¿Quién es? Dígame quién es señora... Por amor de Dios... Si no me dice, no podré ir...
El corazón golpeaba en su pecho como el badajo tumultuoso de una campana. Golpes de temor, de dolor, de una ansiedad indefinible. Aquellos golpes decíanle que allí estaba Monsalvat. Y temblaba toda entera, asustada, vacilando entre huir o arrojarse en los brazos de aquel hombre que amaba.
—Es un amigo suyo. ¿Para qué quiere saber quién [204] es? Yo no lo conozco, además. No sé su nombre. Sé que es buena persona, y me basta. La está esperando. Vaya pronto, mujer. Le aseguro que es un amigo... Pero, ¿qué le pasa? ¿Tiene miedo de algún mal? Yo necesito saberlo. Porque entonces no la dejo ir...
Estas palabras la decidieron. El temor de no verle se apoderó de su alma y de su cuerpo y la empujó por el corredor hasta la pieza donde la esperaban. Seguía temblando. Ignoraba aún lo que le diría, qué actitud iba a tener. Una ansia de llorar comenzaba a acumularse en sus ojos. Todavía en la puerta, dudaba de entrar. Creía desmayarse. Las cosas se habían nublado. Oyó la voz de la paralítica que le mandaba entrar. Oyó la voz imperativa de su amor que le mandaba abrir la puerta... No supo más. Alguien debió abrir desde adentro y cerrar después. Temblaba y lloraba. El corazón golpeaba en aquella campana vibrante que era su pecho. Con las manos en el rostro, no veía a Monsalvat. Pero lo sentía a su lado. ¡Sentía su corazón junto al suyo!
Cuando levantó los ojos, Nacha vió el sufrimiento de Monsalvat. Era un sufrimiento formado de recuerdos dolorosos, y del presentimiento de una fatalidad que se levantaba entre ellos. Era un sufrimiento que hacía más intensa la dicha de encontrarse.
—Nacha... Aquella tarde me echó de su casa... ¿Por qué hizo eso? Fué entonces el comienzo de mi desgracia. Tal vez yo procedí mal, y ahora le pido perdón. Desde aquel día, sólo he pensado en usted. El problema de su vida ha venido a ser el problema de mi vida. La he buscado por los lugares donde podía buscarla. La he buscado sufriendo...
Permanecían unidos de las manos, el uno frente al otro, de pie. Nacha, en su emoción, bajaba la cabeza. No sabía cómo conducirse con aquel hombre bueno y sencillo. Pensaba que ella también debía ser sencilla. No tenía derecho a ocultarle nada, ni a disfrazar sus pensamientos ni a mentirle. No preveía el fin de aquella entrevista. No había resuelto nada de antemano. ¿Se dejaría llevar por los acontecimientos? Si Monsalvat quería hacerla suya, se le entregaría en cuerpo y alma. Si no, ¿qué pasaría? Monsalvat la había llevado a un sofá próximo, y allí hablaban ahora.
Monsalvat refirió cuánto había hecho por encontrarla. A veces le parecía que aquella mujer no era digna de una pasión como la suya, y temiendo el análisis, temiendo que su pensamiento quedase con aquella preocupación, se interesaba más en el relato, ponía más entusiasmo y emoción. Todos sus sueños desfilaron también en larga caravana. Su vida de otros años, su vida de ahora. Explicó los ideales que le atormentaban y sin los que ya no podría vivir. Había encontrado el sentido de la existencia: darse a los demás, hacerlo todo por los demás, vivir nuestra vida para los que necesitan de nosotros.
Nacha le escuchaba silenciosa. Ella, en ciertos momentos de ensueño, imaginó que su primera entrevista con Monsalvat, si alguna vez se encontraban, pasaría entre besos enormes y cariños de una ternura extrahumana. Para ella, eso era el mayor amor. Pero ahora comprendía que había otro mayor amor. Y estaba impávida, sorprendida, sin saber si alegrarse o entristecerse. Aquel hombre no era de su mundo. Era un enigma, era tal vez un ser demasiado superior. Jamás [206] lo comprendería. Ella, una pobre muchacha de la vida, sin talento, sin virtud, sin nada, ¿cómo iba a alzarse hasta una alma como aquélla?
Y una tristeza inmensa embelleció su rostro. Monsalvat preguntó la causa de esa tristeza. Nacha hizo un esfuerzo para no llorar. Toda su energía la puso en dominarse. Y se venció a sí misma. Ahora era fuerte. Una resolución acababa de definirse en su voluntad.
—Es que... yo no lo quiero a usted. No llegaría a quererlo nunca. ¡Yo jamás seré suya!
Monsalvat quedó hundido en una estupefacción dolorosa. No comprendía nada, absolutamente nada. Su experiencia le enseñaba que aquella mujer lo quería. Había sentido la presencia de un gran amor entre los dos. La había sentido con la misma evidencia con que pudiera sentir una presencia humana. Y ahora... No, no era posible. ¿Qué misterio había allí? ¿Estaría Nacha dominada otra vez por Arnedo? Intentó convencerla de que sí le amaba ella. Sentía esa necesidad de convencer que sienten en semejantes casos todos los que aman. Y como todos los que aman, daba argumentos que parecerían débiles, a veces ridículos, quizás infantiles, mirados fríamente. La fuerza de esos argumentos residía en el tono de la voz que los decía, en la sinceridad y la emoción del sentimiento.
—No, no lo quiero. Es inútil. Jamás podré quererlo. ¡Ha sido muy bueno usted conmigo, muy generoso, muy leal! Lo quiero como a un amigo del alma, nada más...
Monsalvat comprendió entonces hasta dónde llegaba [207] su pasión. Alguna vez creyó que lo que en él había era sólo el deseo de regenerar a aquella muchacha, digna de otra suerte. El deseo de evitar que dejase de ser una persona humana, cayendo al más hondo abismo del mal. El deseo de realizar una obra de bien, ya que hasta entonces sólo de sí mismo se ocupó. Y también creía amarla. Pero su amor aparecía mezclado con todos aquellos sentimientos y preocupaciones. Ahora veía con terror que todos sus ideales, sus sentimientos, sus deseos de regeneración desaparecían o pasaban a un segundo término. Ahora, él era solamente un hombre que amaba, y ella una mujer: la mujer amada. Nacha ya no era una prostituta, una mujer que necesitase regeneración. Todo esto no existía, y sólo quedaba el cuerpo y el alma de una mujer por la cual daría su vida. Se olvidó enteramente de todo. Una convulsión violenta agitó su alma y su corazón.
—Sí me quiere, Nacha. Y debe ser mía. Mía para toda la vida. Le prometo hacerla feliz. Si hay en mí alguna ternura, alguna bondad, algún deseo de bien y de belleza, todo será para usted, Nacha. Haré lo que usted quiera, lo que usted mande...
Se detuvo con temor. ¿Hasta dónde iba a llegar? Pasó por su espíritu la idea de ofrecerle ser su marido. Enrojeció, turbóse profundamente. Parecióle absurda semejante idea. Pero luego, pensando que sólo por este medio lograría tener a Nacha, se aferró a la idea desesperadamente. Nacha no habría de negarse a un ofrecimiento así. Comprendería la magnitud de su cariño. Un hombre de su situación, un hombre de talento, respetado, casándose por amor con una pobre[208] muchacha que había caído. Nacha agradecería, estimaría su sacrificio.
—Nacha—comenzó Monsalvat con un acento augusto y solemne;—yo la haré mi mujer. Nos casaremos...
Nacha sintió una profunda conmoción. Quiso hablar y la voz salió hecha un gemido. ¡Qué horrible lucha! Lo amaba con una extraña pasión. En este momento más que nunca. Al oir sus palabras de bondad, más que nunca. Al oir su ofrecimiento, más que cuanto pudo amarlo nunca. Una voz le decía que cayera entre sus brazos. Algo le empujaba hacia él desde adentro de su ser. Pero otra voz le decía que ella no tenía derecho, ella, una prostituta, para unirse a un hombre como aquél. Aquella voz le gritaba que sería una criminal si aceptaba la unión con aquel hombre, hundiéndole para siempre ante la sociedad. Aquella voz le ordenaba el sacrificio. Le ordenaba ser aun más sublime que él. Le ordenaba vencerse, sufrir, someterse a su destino y no arrastrarlo a él junto con ella. ¡Voz espantosa, que surgió no sabía de dónde! ¡Voz que venía tal vez desde aquella tarde, desde que oyó las palabras de Monsalvat, invitándola a sufrir para rescatar su vida! ¡Voz formidable que llenó toda el alma de la torturada, la afligida, la triste Nacha, y le ordenó hablar y levantarse! Su sacrificio habíale dado una extraña serenidad. Estaba pálida como una muerta. Sonreía para no llorar. Invocaba todo su amor para no ceder.
—¡Nos casaremos, Nacha!—clamaba Monsalvat desesperado.
Ella luchaba contra la voz que le aconsejaba ceder. Pero ya perdía sus fuerzas, ya iba a aceptar.
—¿Por qué, Nacha? ¿Qué misterio hay en esto...? Yo la quiero, usted me quiere...
La tentación fué vencida. Nacha recordó otros momentos de su existencia. Hizo un esfuerzo sobrehumano. Comenzó a reir.
—No, jamás podría quererlo. ¡Amor ridículo! No le creo, además. Esto es una farsa indigna. Lo eché de mi casa y lo echaría otra vez. Ha querido burlarse de mí, de una infeliz muchacha de la vida. Ha querido ilusionarme, ¡quién sabe con qué propósito! Pero ahora, me reiré yo de usted. ¿Sabe? Me burlaré, como en el cabaret. ¡Yo, casada! ¡Y casada con usted, con un loco! ¡Yo, una puta, convertida en señora honesta, llevando un apellido ilustre!
Y se echó a reir, con una risa sonora, falsa, abominable.
Monsalvat se hundió en su asiento, con las manos en la cabeza, sombrío de dolor. No comprendía nada.
—Está loca, se ha vuelto loca,—exclamaba.
Nacha estaba a punto de desmayarse. Cuando le vió cubrirse el rostro, ella se volvió hacia la pared para dejar salir un llanto breve y desesperadamente angustioso. Algo desahogada, más fuerte en su fuerza, sentóse en una silla y esperó. Monsalvat no tardó en levantarse. Estaba pálido él también. Se acercó a ella y le tendió una mano, casi sin mirarla.
—Alguna vez...—dijo, con voz impresionante, rota, afligente,—alguna vez... ¿nos veremos?
—¡Nunca! ¿Para qué? No lo quiero. Déjeme sola.[210] Olvídese, si es verdad que me quiere. Y salga pronto. Estoy enferma. Déjeme sola...
Monsalvat no quiso insistir. No hubiera tampoco podido hacerlo. Tomó su sombrero, y salió. Se fué como un hombre que está al fin de sus fuerzas. Parecía un enfermo, tal vez un loco, quizá un borracho. Se fué vacilante. Y cuando salió, quedó su alma allá en ese cuarto. Un inmenso dolor quedó en aquella pieza de vergüenza y miseria, y la dignificó, la embelleció.
Nacha ya no podía más con su sufrimiento. Se arrancó el sombrero en un gesto desesperado, destrozándolo. Y gimiendo con los gemidos de mil dolores inmensos, llorando con el llanto de mil desgracias funestas, se arrojó sobre el lecho de impureza, hecha un doliente gemido, hecha un doliente y clamoroso llanto.
La paralítica apareció en la puerta. Creyó comprender el drama de Nacha, y no le dijo una palabra. Prefirió alejarse. Quedóse adentro un cuarto de hora, conversando con las muchachas, un poco entristecida por aquella tragedia interior que le recordaba viejos dolores íntimos de su alma. Ella también, en su juventud, tuvo un amor allá en Italia. Y el amor quedó trunco, violentamente trunco. Luego vinieron los malos días, lejos de su familia, abandonada de todos. Se entregó a otros hombres a quienes no quería. Sufrió con toda su alma. Vino a parar en la existencia infamante que llevaba, viviendo del vicio ajeno, en un ambiente que en nada se parecía al dulce hogar de sus padres, de sus buenos padres que habíanse ido de la tierra llorando el deshonor de la hija. Ahora, vieja, enferma, ¿qué podía hacer sino seguir así? No[211] quiso entristecerse más. Tenía experiencia de la vida y sabía que la tristeza perjudica a los intestinos y al hígado. Y charló con las muchachas, con la alegría de todas las veces en que había comenzado a ponerse triste.
Luego entró un amigo que solía colarse hasta allí, para elegir su amiga ocasional. Era un simpático muchacho que se prendara de Nacha. Preguntó por ella a la paralítica, en secreto, para no ofender a las demás con su preferencia. La paralítica se hizo conducir en su cochecito adonde estaba Nacha. Aún seguía ella llorando, hundida la cabeza en el lecho impuro.
—Nacha... no llore tanto, hija. ¿Para qué sufrir de esa manera? ¡Oh, los hombres no valen nada, mujer! Desprécielos. Usted vale más que el mejor de ellos. Porque usted tiene corazón. Mientras ellos, ¿qué tienen?
Dijo una obscenidad, contestándose a sí misma, y se puso a reir.
—Vaya, Nacha. Está un amigo suyo. Todos son iguales. Ninguno vale más que otro. ¡Canallas y canallas! Ellos pierden a las mujeres y después las abandonan y las desprecian. Vaya, mujer. Diviértase un rato con su amigo...
Le hizo una caricia en el hombro. Le dijo que lo mandaría a ese cuarto al amigo y se dispuso a salir. Nacha se irguió repentinamente. Secóse las lágrimas, y casi tranquila, fuerte otra vez, dijo:
—No, no señora. No lo mande. Ni a él ni a ningún otro. Voy a irme para siempre.
—¿Por qué, mujer? ¿Está enojada conmigo?—ex[212]clamaba atónita la paralítica, viéndola ponerse el sombrero.—¿No vuelve más a esta casa?
—Ni a ésta ni a ninguna otra. No estoy enojada, señora. Ha sido muy buena conmigo. Yo se lo agradezco. No la olvidaré nunca.
—¿Y entonces...?—preguntó la paralítica, desorientada.
Nacha callaba terminando de arreglarse. Luego besó a la paralítica, le tomó ambas manos y le dijo, llorosa, mientras la barbilla temblábale:
—Es que... quiero ser digna de ese amor...
—Ah, comprendo. Quiere ser honrada un tiempo para casarse después...
La paralítica dijo esto sencillamente, convencida de que no podía tratarse de otra cosa. Pero la expresión de Nacha le mostró que no era eso. Algo más grande, más bello, más raro, aparecía en los ojos de aquella sufriente criatura.
—¿Qué es entonces? Dígamelo. Ya sabe que yo la estimo, mujer. Y que haré por usted todo lo que me pida. Si quiere ser honrada y precisa dinero para serlo, sobre todo al principio, yo haré el sacrificio de dárselo. Economizaré para dárselo.
Conmovida, Nacha contestó:
—¡Qué buena es usted, señora! Le agradezco sus palabras con toda el alma. Y porque es tan buena, se lo diré. No, yo no pienso casarme. Jamás aceptaría que él se sacrificara en esa forma. Pero él me quiere con una enorme pasión. El destino me ha elegido para que me quieran de ese modo tan grande, con tanta pureza. Y quiero ahora ser honrada. No para casarme, sino para ser digna de esa elección, para ser dig[213]na de ese amor, para ser digna de estar en sus pensamientos y en su corazón...
La paralítica la atrajo hacia sí y la abrazó. Nacha soltóse en seguida, a punto de llorar. Y sin decir una palabra más, salió del cuarto precipitadamente y se lanzó escaleras abajo.
Hacía muchos años que no era tan feliz como en este instante.
Una tarde, Torres, que acababa de almorzar con Ruiz de Castro en un restorán de Esmeralda, creyó ver a Nacha. Era ella. Nacha entraba en la misma tienda donde estuviera empleada hacía seis años. Con ella entraron otras muchachas. Faltaban pocos minutos para las dos, hora en que las empleadas volvían a su trabajo. Hubiera ido a hablarla. Pero Ruiz de Castro le narraba su aventura con aquella gordita encantadora que discutió en su casa con Monsalvat. La defensora de las instituciones. La entusiasta oradora cuyas palabras aplaudió tanto la aristocrática asistencia a la comida.
—¿Y qué tal, eh?—preguntó Torres, más por vicio que por interés en la conversación, pues todos sus sentidos estaban en aquella silueta que la alta puerta de la tienda había devorado precipitadamente.
—Una gloria, hermano—contestó Ruiz, que era un indiscreto.—Lloró a mares. Una delicia...
Torres llegó a su casa y en seguida fué a hablar con Monsalvat. Vivían juntos. Monsalvat habíase enfermado seriamente después de su entrevista con Nacha. Sus nervios, sin disciplina ninguna, le habían llevado a una situación anormal. Pasaba del más pro[215]fundo abatimiento a la exaltación. No dormía. No probaba la comida. Torres le indicó un régimen. Pero como no lo cumpliera ni quisiera cumplirlo, un buen día se llevó al enfermo a su casa. Le hizo pedir licencia en el ministerio por dos meses. Él certificó un surmenage agudo.
Torres no creía que el estado de Monsalvat fuese únicamente debido a su pasión por Nacha. Conocía toda la historia espiritual de su amigo, y veía allí una serie de complejas causas. El brusco cambio de su alma le había afectado profundamente. Vivía disgustado de sí mismo, reprochándose su inutilidad, su egoísmo de los años anteriores, hasta su incapacidad para transformar el mundo. Torres había hecho lo imposible para demostrarle que fué un hombre verdaderamente útil, que no hubo en él tal egoísmo. Había sido mejor que casi todos los hombres de su generación, y la prueba era su prestigio. Monsalvat argumentaba que todo eso sería verdad desde el punto de vista mundano, según el criterio de la mentira que dominaba la sociedad.
—Yo he sido un inútil y un egoísta—insistía Monsalvat.—No menos inútil y egoísta que los grandes políticos, los estancieros, los abogados y los hombres de sociedad. Todos hemos sido egoístas. No me condeno sólo a mí mismo. Ya ves cómo también condeno a los demás. No hay en el mundo sino maldad, egoísmo, bajeza... Yo he participado de todo eso. Por esta causa me desprecio, abominando de mi vida pasada.
Torres callaba para no exasperarlo.
Era también evidente que el conocimiento de la vida de su hermana, de la degradación a que llegara [216] su madre y la muerte de ella, habían perjudicado a su organismo gravemente. Luego, la pasión de Irene, el asunto del conventillo, aquella excursión por el mundo de las vencidas, contemplando miserias. ¡Y, por fin, lo más terrible de todo: el vicio y la muerte de Eugenia, conocidos por la crónica de policía de un diario! Claro que su amor por Nacha, su fracasada ansia por regenerarla, el saberla en el vicio, tal vez por culpa suya, según él pensaba, era la causa principal de su desmoronamiento; pero todo lo demás ofrecía una importancia enorme.
Ahora, después de dos meses de vida reposada, Monsalvat era otro. La compañía de Torres, especialmente, le había hecho un bien extraordinario. Torres le obligaba a comer, le daba inyecciones para fortificarle, le obligaba a tomar sol y aire y hasta se levantaba a acompañarlo cuando los insomnios eran muy tenaces.
Torres le hubiera ya curado enteramente, pero la maldad humana lo impedía. En los tres meses, Monsalvat había recibido cuatro anónimos. En uno le llamaban hijo de puta, no como el que emplea esa frase sin referirse a persona determinada, sino aludiendo a su madre. En otro le decían que se había entregado a la mala vida, vivía de las mujeres y era anarquista. Los dos restantes le amenazaban con el manicomio. Cada anónimo fué un gran disgusto. Exaltaciones, nervios, insomnios, inapetencia. El primero, sobre todo, renovó la eterna preocupación de su vida, lo que había sido, según él, la causa de su fracaso.
El médico se preguntaba que quién mandaría esos anónimos. Porque la situación de Monsalvat no era [217] para despertar envidias. En el ministerio sus nuevos ideales habían trascendido; le miraron con antipatía, con desdén. Hasta el ministro desconfió de él. En la sociedad distinguida había perdido todo su prestigio. Ercasty le desacreditaba con un método, una constancia y una eficacia admirables. Enterado, por amigos comunes, de los propósitos de Monsalvat respecto a Nacha y a otras muchachas de la vida y de aquella afanosa búsqueda por las casas malditas, propaló infamemente la voz de que Monsalvat había caído muy abajo. Al principio no hubo sino insinuaciones. Pero acabó por decir que era un vulgar "canflinflero", un explotador de las mujeres. No faltó quien le supusiera en espantosos planes anárquicos, ocupado en preparar asesinatos colectivos y bombas de dinamita.
Pero hasta su posición pecuniaria estaba perdida. Los cuarenta mil pesos que le dieron por la hipoteca del conventillo, habían desaparecido. Pagó deudas de la madre, algunas de importancia. El chantaje de la mulata le llevó dos mil. Moreno y su familia consiguieron sacarle unos mil, poco a poco. En su recorrido por las casas de citas dejó como cuatro mil. Cada relato de tristezas y sus correspondientes lágrimas, a veces de cocodrilo, costábanle cien pesos. Como en ocasiones necesitaba disimular, llevábase a una muchacha a la pieza que le destinaban. Allí era el asombro de ella cuando Monsalvat no la besaba siquiera, interesado únicamente en saber de Nacha. Arrancábanle dinero por noticias falsas. Una vez robáronle la cartera del bolsillo. Las obras de blanqueo y ampliaciones en el inquilinato le costaron diez mil pesos. Monsalvat pensaba en el momento de pagar el[218] servicio de su hipoteca correspondiente al segundo semestre. Tendría que vender la propiedad. Imposible ahorrar. Con su sueldo apenas vivía, y los inquilinos no pagaban o pagaban poquísimo.
Aquella tarde Monsalvat leía en la cama cuando entró Torres. Leía los evangelios. Una inmensa serenidad en el rostro de Monsalvat. Una inmensa serenidad en aquel cuarto de luz tibia y crepuscular. Torres abrió la ventana para que entrase el sol y el aire. Todo se animó. Las cosas salieron de su recogimiento. Una colcha dorada, luminosa, se extendió sobre el lecho.
—¿No ves?—preguntó el médico que ahora se tuteaba con Monsalvat.—Te pasas los días encerrado, casi en la oscuridad. Así nunca te pondrás bien. ¿Y el régimen de vida, eh? No lo cumples. Debes ir a Palermo. Tomar sol. No leer ni escribir.
—Yo sé lo que me conviene.
—¿Qué te conviene? Te estás volviendo misterioso...
Monsalvat siguió leyendo. Torres permaneció allí unos segundos y luego se retiró sin decirle nada.
El médico, desde hacía un mes, observaba a su amigo con enorme curiosidad. La inteligencia de Monsalvat se había afinado y profundizado. Estaba aún débil su cuerpo, pero su espíritu era más fuerte que nunca. Razonaba con una lógica irrebatible. Adivinaba las cosas por medias palabras. El médico atribuía todo esto al ejercicio mental. Su amigo no hablaba casi con nadie, no salía, leía muy poco. Pensaba, en cambio, todo el día. Pensaba y recordaba, buscando la interpretación a su vida pasada, buscando el sentido de su vida. Analizaba los seres que conoció, con un encar[219]nizamiento extraño. Torres quedóse estupefacto más de una vez en que Monsalvat le adivinó sus pensamientos.
—¿De qué te asombras?—exclamó en cierta ocasión Monsalvat.—Lo que ocurre es que ahora estoy viviendo hacia adentro. Hasta hace seis meses he vivido exteriormente, he vivido más la vida de los otros que la mía propia. Una vida objetiva, falsa, mentirosa. Como es la tuya y la de casi toda la gente. Una vida materialista, sin trascendencia, sin misterio, sin inquietud espiritual verdadera. Pero después he abierto los ojos y he comprendido. He analizado, he mirado para adentro. Y en mí mismo he encontrado muchísimas cosas que ignoraba. Ahora sé lo que tengo en mí y lo que vale en mí y lo que debo dar a los demás. Ahora empiezo a sospechar por qué vivo...
—Ya sabía yo que...
Torres se interrumpió. No quería terminar la frase, y fingió distraerse.
—¿Por qué no sigues? ¿Te has olvidado lo que ibas a decir? Pero yo lo sé. Has querido decir que sospechabas que aquel amor y aquellas cosas del año pasado me llevarían al misticismo...
—¿Eh? No, no he pensado eso, precisamente.
Pero sí lo había pensado. Monsalvat sabía que Torres, hombre ordenado, normal en todo, sometido a la sociedad, detestaba los pensamientos y las actitudes exaltadas, a los que daba el nombre de misticismo. Comprendía la culpa de la sociedad en la miseria del mundo, porque era bueno y sencillo; pero no aceptaba los heroísmos por los cuales había de llegarse a suprimir la Injusticia. Admiraba a Monsalvat, pero al[220] mismo tiempo consideraba aquella pasión por redimir a los otros como una chifladura. El hombre normal, según Torres, debía aceptar las cosas como estaban. El rebelde, el que ante la miseria de los de abajo explotaba en un sollozo, o en una obra abnegada pero inútil, era un loco.
Desde aquella rápida visión de Nacha, Torres anheló hablarla. Esperó varias veces a la entrada y a la salida de las muchachas de la tienda, parado en la esquina, como quien aguarda el tranvía. La vió entrar y salir y ella también le vió. Pero ¿por qué le huiría ella? Convencido de que Nacha nada quería saber de Monsalvat, cuya íntima amistad con él no ignoraba, abandonó su empeño.
Pasaron varios días. Monsalvat no hablaba nunca de Nacha. Torres le imaginaba olvidado de ella.
Una mañana—era en Marzo—, Torres fué muy temprano al cuarto de Monsalvat, para disuadirle de su propósito de marcharse.
—¿Irte para qué, eh? Te quedas aquí dos meses más, hasta que no queden ni rastros del surmenage que has tenido. ¡Cosa seria, hombre! ¿Y a dónde vas a ir sin un cobre? ¿Eh? Supongo que no volverás a tus quijoterías, a desfacer entuertos, a redimir a los que no tienen redención posible. Todo eso es ridículo, porque no conduce a nada. La acción de uno solo es tiempo absolutamente perdido. Y hasta una inmoralidad. Como que es llenar la cabeza de la pobre gente con sus ilusiones disparatadas. No, m'hijo. El mundo estará mal, bueno. Pero ¿qué se va a hacer? Hay que aceptarlo como está, tomar la vida por el buen lado, y adelante. ¿Eh?
Monsalvat no contestaba. Acostado, con el codo en la almohada y la mano en la sien, tenía los ojos en el hueco de la ventana. Pero no miraba hacia allí. Miraba hacia dentro, hacia muy adentro de su corazón. O miraba hacia dentro de otros seres que no estaban allí, de otros muchos seres que él veía allí mismo, intercalados entre su amigo y él. Las palabras del médico le llegaban desde muy lejos. Desde tan lejos que apenas comprendía su significado. Mientras tanto, la ventana parecía encenderse. Toda en oro, vibrante, ofrecía a Monsalvat la Luz.
Sonó el timbre de la calle. Monsalvat, sin moverse, dijo:
—Es el cartero. Trae una carta de Nacha para ti.
Torres sonrió de aquel presentimiento. Sonrió forzadamente, con el temor de que anunciase la verdad. Se levantó e iba a salir, cuando el sirviente entró con una carta. El médico firmó el recibo que había traído el mensajero, sobre una mesita que Monsalvat tenía junto a su cama. No advirtió que Monsalvat no quitaba los ojos del pequeño papel. Luego, abrió la carta. Quedó desconcertado. Monsalvat reía, gozándose de la actitud cortada de su amigo.
—Es Ruiz de Castro que quiere verme. Un asunto. No dice qué—tartamudeó Torres, guardando la carta en un bolsillo.
Y salió, confuso y perplejo, mientras Monsalvat sonreía aún.
Nacha decíale en la carta que deseaba hablarle. Pero no a la entrada ni a la salida de la tienda. Parecía ignorar que Monsalvat viviese con él. Era honesta. Vivía muy modestamente en un conventillo.[222] Ansiaba saber de Monsalvat. Quería que él no la creyese una perversa ni desagradecida. Si se portó mal con él, fué por salvarle a él mismo. Por salvarle de ella, del amor de una mujer indigna. Habíanle asegurado que estaba enfermo. Necesitaba saber si era verdad, si era por causa de ella que estaba enfermo.
A la noche Torres fué al inquilinato. Una casa muy decente, habitada por familias de modestos empleados.
—¡No sabe lo que he sufrido!—le dijo Nacha.—Una tarde nos encontramos en una casa. Y yo...
Torres estaba enterado de aquel encuentro. Nacha entonces siguió:
—Pero usted no sabe por qué hice eso. Fué por tanto quererlo. Para no hacerle mal. Para que él, un hombre distinguido y de bien, un alto empleado, no se perdiera ante el mundo uniendo su vida a la de una... ¡qué sé yo! Desde ese día he sido honrada. Ahora vivo, aunque muriéndome de sufrimiento. Pero este sufrimiento lo acepto por él y para rescatar mi vida de antes. Lo acepto para que él no sufra. Para que él me olvide y sea feliz y vuelva a vivir. Aunque yo me muera. ¡Para lo que sirvo!
Estaban solos, frente a frente, con una mesita de por medio y una lámpara triste, apartada a un lado. Torres sintió como si las sombras del cuarto se acumulasen bajo su garganta y le apretasen ahogándole. Vió mucha luz en el rostro de Nacha. Pensó en la horrible fatalidad de los destinos humanos.
Pero la emoción pasó. Y el hombre mundano, el hombre cargado de prejuicios, de mentiras y de maldades, aun siendo bueno, arrojó de aquella conciencia al hombre sencillo.
—¡No sabe lo que he sufrido!—repitió Nacha.—Desde esa tarde me gano la vida trabajando. Pasé días de hambre, de miseria. Después entré en la tienda. Once horas por día, y treinta pesos de sueldo. Tengo un interés, también. Pero hay multas, por cualquier cosa. En total gano sesenta pesos, más o menos. Y las once horas parada, sin poder descansar un minuto. A veces me hacen subir cargada hasta el quinto piso. No podemos usar los ascensores. Es una vida penosa, la mía. Y todo por él. No para que él me quiera. No para ser digna de unirme a él. Solamente para ser digna, aunque de lejos, de ese amor que él me tiene...
Torres entornaba los ojos, meditando. Mientras tanto, la mirada de Nacha se llenaba de confianza y de paz. Torres pensaba que aquella honestidad de Nacha era un peligro para Monsalvat. Pensaba que era necesario salvar a su amigo para siempre, que era necesaria la mentira para obtener este bien. Temió ser débil, no atreverse a la mentira. ¡Era triste que, aun para las cosas buenas, fuese indispensable, a veces, mentir! Una voz le preguntó si creía que aquello que meditaba era realmente una cosa buena. Vaciló ante esa voz de su conciencia. Pero recordó la opinión del mundo, la moral del mundo, los sentimientos del mundo. Entornó los ojos, hizo un gesto como de quien arroja una mala idea, y dijo, con la voz hecha pedazos:
—Es preciso no verlo más, Nacha, ¿eh? Nunca. Él, además se ha olvidado de... Sí. Ahora él quiere a otra mujer. Piensa en formar su hogar. No hay que destruirle sus buenos propósitos y sus ilusiones, ¿eh?
Nacha no veía nada. Todo estaba oscuro. Sólo sintió que una sílaba afirmativa salía mecánicamente de su garganta, que una mano suya se alargaba sin fuerzas. Luego, un contacto rápido de su mano con otra mano, un ruido de puerta, un ruido de pasos que se alejaban. Y todo seguía en la misma oscuridad, en la misma horrible, trágica oscuridad.
Sentada junto a la mesita, sin sentidos para las cosas, no oyó que llamaban a su puerta, que un hombre entraba y que allí, frente a ella, esperaba. Un golpe sobre su corazón y una luz interior le hicieron levantar los ojos. Creyóse enferma. Imaginó que todo era un delirio. Hubiera gritado, pero algo sin fin, algo que enormemente se hinchaba dentro de ella, deshacía en polvo su voz.
—Nacha...—dijo entonces el hombre con una dulzura inmaterial.
—¿No es un delirio? Dígame que no sueño...
Por fin aquellas dos tristezas estaban frente a frente. No hablaban. Las palabras jamás expresarían tan intensamente lo que expresaban los ojos de Monsalvat y el llanto acongojante de Nacha. El cuarto se poblaba de recuerdos, de escenas dolorosas, de sufrimientos antiguos. El cuarto adquirió una extraña vida, una vida misteriosa, la vida de algo que se ha llenado de almas.
Nacha continuaba llorando. Y era que lloraba por toda su vida. Por lo que fué y por lo que debió haber sido. Por lo que no quiso ser y por lo que el mundo la obligó a que fuera. Monsalvat, junto a ella, le acariciaba las manos. El cuarto seguía poblándose de misterio y de almas. Monsalvat tuvo allí, frente a él,[225] los distintos hombres que había sido en su vida. Les pedía cuentas de su vida. Les veía el alma hasta el fondo y los maldecía. Frente a Nacha desfilaban también las distintas mujeres que vivieron en su cuerpo. Aquélla que fué mala y aquélla que fué buena. Aquélla que fué víctima, aquélla que fué débil...
La luz de la lámpara se apagó. En medio de la absoluta oscuridad se vieron mejor las almas. Los dos se comprendieron. Los dos sintiéronse desgraciados. La luz que había dentro de cada uno buscaba la otra luz. Las cabezas se acercaron. Y sin saberlo, sin buscarlo, un beso puro, el primer beso, unió a aquellas almas como a dos hermanos.
Allí, en aquella casa, para estar cerca de Nacha, había instalado Monsalvat su vida. Fué esa misma tarde. Torres, que leyera el recibo de la carta de Nacha, había ido a la agencia de mensajeros, y allí logró saber dónde Nacha vivía. Llegó al conventillo. Sus ojos ansiosos leyeron el aviso de una pieza con muebles que se alquilaba. El edificio era una gran casa de familia, democratizada en conventillo; la pieza, en el piso alto y sobre la calle, fué alquilada inmediatamente por Monsalvat. Y así cuando apareció en el cuarto de su amiga, ya era habitante de la casa.
Torres no logró saber adónde había huido Monsalvat. Ignoraba el domicilio de Nacha; y una vez que la encontró a la salida de la tienda, ella fué impenetrable. Nada sabía. No lo había visto. Ni una sola noticia de él. Nacha no se reprochó estas falsedades. Quería tenerlo a Monsalvat allí cerca, su alma junto a su alma, su alma sólo para ella. Temía de los amigos, de la oficina, de todo. Y a la tarde, cuando regresaba de la tienda, traía el corazón hecho una angustia, en el temor de no encontrar a su amigo.
Pero todo este amor era solamente fraternal. El primer beso fué también el último. El sufrimiento[227] había espiritualizado el amor. Nacha, que había dado su cuerpo a muchos hombres, sabía lo poco que valía el amor físico. Ella no podía ofrecer al que amaba una cosa de tan poco precio como su cuerpo, una cosa que había sido para quien quería pagarla. Para Monsalvat, su alma, su corazón, lo poco bueno que había en ella. Para Monsalvat su ternura, que la sentía infinita; para Monsalvat su sufrimiento, que lo sabía infinito. Y él tampoco la deseaba. Nacha, de simple mujer, se había inmensificado en símbolo. En ella estaban todas las mujeres que padecían la misma pena, todas las víctimas del egoísmo humano, todas las abandonadas por la sociedad, todas las hijas del lodo y de la miseria. En ella estaba su hermana. Si alguna vez deseó a Nacha, eso fué pasajero, un sentimiento transeúnte en su alma. Reconocía que este sentimiento le había llevado hacia ella. Veía aquí la sabiduría del instinto, la bondad callada de la naturaleza. Aquel deseo, en momentos de vacilación e inquietud de su conciencia, le condujo al Camino, le condujo al bien. Ahora, ya no era un hombre de sociedad ni un abogado de prestigio ni nada. Para el mundo, se había hundido. Pero para él, se había salvado. Era un hombre bueno. Había encontrado el sentido de su vida: darlo todo a los demás, sufrir por los demás. ¿Qué le importaba el resto, si en aquello estaba su bien?
Pasaba así el tiempo. Nacha iba por las mañanas a la tienda y regresaba al atardecer. Monsalvat sólo salía para su oficina y para llevar, allí donde había alguna gran miseria, el pan de su consuelo. Al volver de la oficina, reunía a los chicuelos del conventillo[228] y les enseñaba a leer. Las noches eran para la amistad con Nacha. Eran para el ensueño, con un libro entre las manos y el silencio a su lado, como un perro fiel. Eran para pensar en los otros, en los que sufren su miseria. Eran para aquel ideal Amor, que ahora ya Nacha comprendía.
Pero una vez Nacha dijo sus dudas. ¿Por qué sacrificar la propia vida, la tranquilidad, la felicidad, por los otros? Si era tanta la miseria del mundo, ¿qué podía la obra individual, pequeña y lenta? ¿Y por qué dar toda el alma a una cosa sin recompensa visible? Monsalvat contestó:
—No, Nacha. Sacrificarnos por los demás es un deber. Es la única razón de vivir. Si todos lo hiciéramos así, piensa en lo bella que sería la vida. Es un deber de conciencia, porque siempre debemos poner nuestra vida de acuerdo con nuestras opiniones y nuestros ideales. Es un deber hacia aquéllos a quienes les hemos quitado su parte de felicidad. Otros, casi todos, no cumplen. Y no sólo no cumplen su ley de amor sino que quieren ser egoístas y malos. Pero esto mismo, Nacha, ¿no nos obliga a nosotros? Tenemos que ser perdonados por nuestras culpas hacia nuestros hermanos, por la inmensa culpa de la sociedad, en la que todos tenemos nuestra parte.
Se detuvo, entornando los ojos como si mirase alguna luminosa imagen lejana. Luego, al cabo de un silencio, agregó:
—La obra individual tiene la prodigiosa virtud del ejemplo. Una obra de bien nunca es perdida. Despertará otras almas, y cada una de estas almas abrirá los ojos a otras almas adormecidas. Y así, poco a poco,[229] llegará el día. El mundo se va preparando para la llegada del gran día. Desaparecerá la injusticia, la miseria no será sino una palabra olvidada.
Monsalvat escribía. Había compuesto dos piezas de teatro que Nacha le copiaba. Eran dos obras extrañas, un poco incoherentes, atormentadas, humanas, llenas de Amor y de Piedad. En los teatros se interesaron, pero no osaban representarlas. Alguien las calificó de antisociales; las consideraron un peligro para las instituciones. Era natural, había en ellas demasiada simpatía humana. La Bondad y la Justicia constituyen, como se sabe, el mayor peligro social.
Un domingo, Nacha recibió una visita. Julieta, aquella gordita de la pensión de Lavalle, venía a contarle su dolor. No era ahora sonriente, Julieta. Un estremecimiento minucioso, sutil, breve, agitaba casi imperceptiblemente sus manos y sus facciones. El destino había derrumbado sobre aquella juventud el muro aplastante de la tragedia. Cerraron la puerta del cuarto. En el patio, explotaba la garrulería de los chiquillos. Julieta se echó a llorar con ansias. Nacha, sin saber nada, lloraba también.
—Soy muy desgraciada. Nacha—habló por fin Julieta.—¡Era el miedo que yo tenía! Tanto pensar en esto, y ahora... No sé qué va a ser de mí. Quería decírselo a alguien, pedir un consejo. Anteanoche estuve por... ¡Sufro tanto! No podré resistir mi sufrimiento.
Nacha miró a su amiga de arriba a abajo, indagándole en su cuerpo aquellas penas tan grandes. Pero no; no era eso. Así lo dijo un gesto negativo de Julieta.
—¿Qué, entonces?
Apenas la última sílaba hubo salido de sus labios, Nacha sintió en ella el horror. La idea, penetrando bruscamente en su alma, la hizo enrojecer. Sobresaltada, levantó los brazos. Los ojos vieron la tragedia. Una mano se estiró hasta Julieta y oprimió con tremenda fuerza nerviosa el brazo de la amiga. Julieta bajaba la cabeza, afirmando. Sufría como muchas vidas. Detrás de aquella lluvia de sus lágrimas había una noche infinita, enorme, espantable.
—¿Eso? ¿Lo que hablamos en la pensión cuando...? No, no es verdad... ¡No puede ser, Dios mío!
Nacha en voz baja, por el terror de recordar aquello, nombró la enfermedad espantosa y maldita, el subterráneo veneno de familias enteras y de pueblos enteros, el Fatum implacable de millones de tragedias humanas.
—Eso mismo. No sé cómo... ¡Es un horror, Nacha! ¡Dios me castiga! Mi vida, ¿qué será? Se acabó todo, todo, todo... Quedaré paralítica, me volveré loca...
Nacha calmaba con ternura de hermana aquel dolor monstruoso. Sus mejores palabras fueron para la amiga desgraciada.
Entró Monsalvat, Julieta no lo conocía y se estremeció. Intentó levantarse, componerse el rostro, ocultarse, todo a la vez. Nacha, apenas lo vió entrar, detuvo a Julieta con las dos manos y le dijo, imperiosamente:
—Es él. No te movás. Él te salvará. Contále todo; Decíle cómo vino la desgracia. Yo quiero que él[231] te salve. Será feliz de poder salvarte. No llorés más, Julieta. Los dos te ayudaremos en tu vida. Te ayudaremos como hermanos...
Monsalvat, inmóvil, contemplaba aquellos sufrimientos. Sintió la tragedia en sí mismo. Sin oir las palabras de Nacha, absorto en las voces de su corazón, permanecía de pie, junto a la puerta, esperando que Julieta hablase. Pero la infeliz, enferma de vergüenza y sufrimiento, callaba. Nacha insistió. La envolvió en palabras cariñosas, se levantó, la besó en la frente. Julieta entornó los ojos y quedó así un rato. Un poco de paz iba entrando en su alma. Su vida desfiló ante su dolor presente, y cuando abrió los ojos vió a Monsalvat en el lugar de Nacha.
—Cuénteme todo—ordenó Monsalvat.
Al decir estas palabras, Monsalvat no era ni curioso ni entrometido. Pero él sabía ya hasta qué punto infunde confianza, y aun consuelo, al que sufre, el decirle, con sinceridad y en el instante oportuno, que es necesario que nos cuente todas sus penas. Las palabras conminatorias como las de Monsalvat, logran casi siempre la confidencia plena en una mujer que llora. ¡Y cómo se agradece la orden enérgica! Parece que al oirla, y que al oir que es necesario decirlo todo, el que sufre sintiera un apoyo inmenso a su lado, una fuerza protectora de su debilidad, un remedio para su dolor. "Cuénteme todo, es necesario que yo lo sepa todo". Las mujeres, antes estas palabras tan masculinas, siéntense ya consoladas y gozan el placer de verse protegidas por el hombre, pequeñas, débiles, sufrientes ante el hombre.
Julieta, sin mirar nada, sin ver nada, habló:
—Cuando vivíamos en el Tandil éramos ricos. Mi padre tenía estancia, mis hermanas mayores se educaban en los mejores colegios de Buenos Aires. Pero un día, mi padre se suicidó. Quedamos pobres. Nos vinimos a Buenos Aires. Aquí, en la ciudad, vivimos de una rentita que nos quedó. Apenas lo suficiente. Mis hermanas, a los tres o cuatro años de vivir aquí, se casaron. Las dos son ricas. Yo no iba al colegio, porque tenía que trabajar en casa. Mis hermanas no ayudaban a mamá. Aquella vida era triste para mí. Ni paseos, ni placeres, ni diversión ninguna. Trabajar y acompañar a mi madre. Tuve un novio. Me quería con toda su alma, me dijo. Yo lo adoraba. Un día me llevó no sé adónde. Yo estaba enamorada, creía que nos casaríamos, y él hizo su voluntad. Quedé pronto en una situación que era un continuo sufrimiento para mí. Inventamos una visita a una amiga, y se realizó el crimen que él quería. ¡Es el dolor de mi vida! Si mi hijito viviera, nada me importaría sufrir. Volví a casa, pero mis hermanas supieron todo. Un día, quisieron que mamá me echara. El marido de una me dijo una palabra que nunca debió decirme. Yo no era eso. Yo había caído por amor, me engañaron. ¡Qué sabía yo de la vida, ni de los hombres! Mamá intentó defenderme, pero ellas dijeron a mamá que si me defendía, se quedarían sin madre. Me fuí de la casa, dispuesta a trabajar. Padecí hambre. Una época, dormí en un cuarto de diez pesos. No tenía para comer. Fuí a una sociedad de beneficencia, a pedir socorros. Dije que me moría de hambre, que tendría que perderme si no se me ayudaba. Me[233] contestaron que una muchacha fuerte y joven debía trabajar. Que no faltaba trabajo...
El llanto comenzó a borrar las palabras, a cortarlas, a mezclar las sílabas limítrofes. No importaba. Monsalvat y Nacha conocían aquella historia. La habían oído muchas veces. Era la eterna historia de las mujeres caídas, la obra de la maldad de unos cuantos y del egoísmo y la inconsciencia de todos. Aquellas hermanas brutales no perdonaban porque la sociedad y el dinero les ordenaban no perdonar. Fueran pobres, y la compasión habría estado en ellas. Julieta refirió su lucha atroz por el pan. Quería ser honesta, y a cada paso la acechaba un hombre que intentaba comprarla. Si le ofrecían trabajo, los mismos labios protectores exigían su cuerpo. ¡Más bien no fuera bonita! Cayó defendiéndose, llegó a sirvienta. Ella, hija de un estanciero; ella, que tenía hermanas casadas con ricos. Limpió letrinas y comió las sobras, ella, que nació para ser una "niña" como las otras, una señora como sus hermanas. Por fin, no pudo más, y cedió. El vicio la poseyó brutalmente. Rodó por las casas de citas, fué sencillamente una ramera. Pero aprendió a vivir, y limitó su bajeza. Y entonces, dentro de su vida de prostituta, se hizo seria y ordenada. Soñó en salir de allí.
—Pero hace pocos días, me pidieron el cuarto en la pensión. Debía mucho. En la casa adonde ganaba la plata, me iba mal. No había tenido suerte. Después, quince días con influenza. Y esa tarde que me pidieron el cuarto, salí a la calle. Nunca había hecho eso. Nunca salí a ofrecerme al primero que pasara. Nunca llegué a caer tan abajo. Pero me echaban del cuarto... No supe lo que hacía, no pensé. Fué mi[234] desgracia terrible. Ahora, ¿qué hacer? Seguir en la vida, sería un crimen. Trabajar... si no encontré antes trabajo, ¿qué será ahora? Y sin embargo, ahora preciso más que nunca, porque quiero curarme, porque quiero ser buena y...
Un sollozo angustioso devoró la palabra que seguía. La cabeza cayó sobre el aro temblante de los brazos. Monsalvat dijo:
—Todo se ha de arreglar. Lo poco que tengo es suyo. No me agradezca nada. Me enojo con usted si me agradece. Nadie es dueño de nada. Solamente los perversos creen tener derecho exclusivo a sus bienes. No se aflija por su situación. Yo le arreglaré todas sus dificultades, de cualquier clase que sean. Hablaré con sus hermanas, hablaré con su madre, si así lo quiere. Pero no me agradezca, por favor. No es sólo por usted que haré esas cosas. Es por los demás, por todos los demás. Y es sobre todo por mí. ¿Comprende?
Aquel día Monsalvat había cobrado el sueldo. Acababa de pagar su pieza. Entregó el resto a la muchacha, que se negaba a aceptarlo, pero que al fin lo guardó, obligada por Monsalvat y Nacha.
Monsalvat dejó solas a las dos amigas.
Al salir, vió en el cuarto de enfrente, parado en el umbral y con las piernas cruzadas, un sujeto que le miraba con sonrisa siniestra. Era el tuerto Mauli, personaje odioso. Nacha le tenía horror. Nadie sabía en qué trabajaba. Decíase que era pesquisa policial. En sus ojos canallescos, en su frente achatada, en su nariz repugnantemente abierta, en su expresión viciosa y criminal, asomaba el presidio. Su aparición [235] espantaba a Nacha. Su figura horrible, hacíale ver todas las degradaciones, todas las maldades, lo más monstruoso que puede caber en un ser humano, lo más inhumano que puede caber en un hombre. Todo el mundo le temblaba. Nacha supo una vez que el infame conocía su vida. Durante una semana no durmió, aterrorizada; pero como el tiempo transcurría sin ningún mal para ella, se calmó. A Monsalvat le vigilaba con más descaro que a Nacha. Llegó hasta seguirle por la calle.
Cuando Monsalvat volvió al cuarto de Nacha, Julieta ya se había ido. Nacha pensaba, muy triste. Monsalvat unió esta pena a la tragedia de Julieta. Pero no era esto. Nacha sufría preocupaciones que siempre estaban con ella, que ella guardaba, que eran sólo de ella, su exclusiva propiedad. Su pobreza miserable, era una. La poderosa institución para cuya grandeza trabajaba, arrojábale por mes treinta pesos. Era preciso que aquella muchacha desgraciada, que aquella hija de la tierra argentina sufriese, para que los accionistas ingleses, los millonarios de Londres, recibieran magníficos dividendos. ¿No bastaba treinta pesos y la miseria que le echaban como intereses de las ventas, sobras de opulencia, basuras ignominiosas? Pues que vendiese su cuerpo. Para eso era mujer joven y bonita. ¿Qué podía importar a los accionistas, a los respetables miembros del directorio local, que sus empleadas se degradasen? Ni siquiera lo agradecían. No lo ignoraban. Nadie ignora la imposibilidad de que una empleada de tienda viva con treinta pesos. Pero el ídolo Dividendo exigía un monstruoso altar construido por[236] millones de sufrimientos, por millones de bajezas, de humillaciones. Para formar un buen tanto por ciento se necesitaban océanos de lágrimas. La libra esterlina debía sonar a besos vendidos, a ayes de millares de almas sacrificadas antes de nacer, a angustiosos llantos de madres infelices. Cada cheque representaba una buena suma de ilusiones destruidas, de vidas mutiladas, de pudores arrojados a la calle.
Nacha padecía de pobreza. Cosía para particulares o para otras tiendas, a media noche. Si dijera una palabra, Monsalvat le daría todo, absolutamente todo, hasta quedarse sin un centavo, hasta quedarse sin comer. Monsalvat hubiera tenido la más grande alegría en hacer eso. Pero Nacha callaba. Le había dicho que ganaba más, lo suficiente para vivir. Callaba por delicadeza, para que Monsalvat no se exaltase contra quienes explotaban el trabajo de las mujeres.
Pero no era éste el único sufrimiento de Nacha. Tenía muchos más. En los últimos días le preocupaba una idea, una terrible idea. Y era que había visto al Pampa, y se imaginaba que aquel hombre la perseguía otra vez. Lo vió una tarde, quizá por casualidad, a la salida de la tienda. Ella huyó entre una aglomeración que en la esquina de la tienda esperaba el tranvía. Y como viese que él la buscaba, parado en la esquina, tendiendo sus miradas por las calles convergentes, ella subió a un carruaje. Otro día, lo vió rondando la tienda, a la hora de la entrada. Nacha no quiso mirarlo, aterrada. La compañera no comprendía por qué Nacha le apretaba el brazo y le hacía doler. Después lo encontró a Arnedo diariamente. A veces estaba con un amigo. El día antes, como ella entrara sola, un poco[237] tarde, él le habló. Se acordaba siempre de ella. La extrañaba. Tenía una voz cariñosa y le hundía los ojos en sus ojos. Ella temblaba. Un miedo infinito le impedía decir una palabra. Había sentido, con verdadero espanto, que aquel hombre no podía serle indiferente.
Y en su casa, frente a Monsalvat, Nacha sufría con toda su alma. Pensaba en Arnedo, pensaba en Monsalvat y sufría. Sus pensamientos la atormentaban como si fueran instrumentos de inquisición. Le hacían daño en su cuerpo, restaban fuerza a sus ojos, le impedían trabajar de noche. Una vez, el mal pensamiento que hasta entonces sólo asumiera formas vagas, distantes, nebulosas, se concretó horriblemente. Pensó lo que no quería pensar. Deseó morir para no pensar más aquello. Era a media noche, cosiendo.
Era la idea de que su destino no debía ser aquella vida que estaba viviendo. ¿Por qué no podía ser feliz? ¿Por qué no podía, siquiera, vivir tranquila? ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Qué le esperaba? ¿Y qué esperaba ella allí? Resolvió que esa existencia era transitoria. Indudablemente su situación era un alto, tal vez un puente por donde iría a otra parte. Pero, ¿adónde? ¿Por qué vivía allí, cerca de aquel hombre? ¿Casarse? No, jamás lo imaginó seriamente. Un sueño, un sueño demasiado hermoso, que no tenía ni aun el derecho de soñarlo. ¿Ser la amante de él? ¡Oh, nunca, nunca! Y él no lo deseaba tampoco. Entonces se preguntó qué sentía por él. ¿Lo quería? ¡Lo admiraba! Jamás creyó que hubiese almas tan grandes. Monsalvat representaba para ella toda la bondad del mundo. Pero, ¿quererlo de otro modo, con los sentidos?[238] Al principio, cuando lo encontró en el cabaret, quizá sí; pero ahora, no. Ahora era un padre, un hermano, un hijo. Lo quería demasiado para poder quererlo como a un hombre. Con enorme lástima, a veces. Le veía perdiendo su vida por ella. Le veía dejando su posición, abandonado de los amigos y la sociedad, solitario, descuidando su empleo, pobre, ¡y todo por ella! Le veía arrojado de su mundo como un perro. Y entonces, el mal pensamiento volvía. ¿Si ella huyese de él? ¿Si ella supiese que su destino no era el ser buena, y retornase a la vida? ¿Y Arnedo? ¿Qué quería con ella Arnedo? Comparó los dos hombres. Monsalvat, todo alma, todo ternura, todo idealismo. Arnedo, todo fuerza, materialidad, brutalidad. Monsalvat atraía su alma, sus pensamientos, lo mejor de ella. Temblaba de pensar que el Pampa volviese a atraer su cuerpo, sus sentidos que no lograban habituarse a la castidad, sus deseos que eran lo peor que había en ella. Temblaba de pensar que Arnedo ejerciese su dominio de antes. Y sufría hasta el llanto incansable, por Monsalvat y por sí misma.
Un atardecer de Junio en que a causa del tiempo, fastidiosamente húmedo y del calor sofocante que anunciaba tormenta, Monsalvat saliera al balcón de su cuarto, vió venir a Nacha. Instantáneamente presintió lo anormal. Nacha parecía dolorida, enferma.
Se encontraron en el patio. Monsalvat preguntó qué pasaba. Lo preguntó más que con palabras, con los ojos, con su actitud, con su corazón que gritaba dentro de él la pregunta, con su alma que ya adivinaba un gran dolor. Nacha le tendió una mano, llorosa, derrotada, acobardada por la vida. Fué su respuesta. Monsalvat comprendió que debía ser muy grande su sufrimiento para que, delante de gente, Nacha, reservada siempre, le tendiese así la mano. Las cabezas, asomadas a las puertas, sonrieron de la pareja sufriente. Las mujeres, y algunos hombres que trabajaban o hablaban en el patio, miraron y se echaron a reir. Alguno miró y se hizo el disimulado, como si aquello que veía fuese algo malo, algo que era indiscreto mirar. Pero Monsalvat y Nacha sufrían tanto, que no se separaron. Monsalvat condujo a Nacha hasta su cuarto, sosteniéndola de un brazo. Allí ella refirió su dolor.
Había sido en la tienda. Desde hacía días estaba fatigada, enferma. ¡Y ocho, nueve horas sin sentarse! A veces la mandaban a otros pisos, tres o cuatro pisos más arriba o más abajo, que debía subir cargada con mercaderías, por la escalera, pues no tenía derecho para utilizar el ascensor. Esa tarde, bajaba con un maniquí. Advirtió que no podría bajarlo, que no tenía fuerzas. La obligaron. Le cargaron encima el pesado armatoste de madera. Bajó un piso, desfalleciente, destrozada. Se sentía mal. Iba a dejarlo, ahí no más, en el rellano de la escalera, cuando le mandaron decir, con otra empleada, que si no seguía quedaba expulsada de la tienda. Y siguió. Bajó otro piso. Algunos empleados reían al verla pasar. Otros la compadecían en silencio. Pero no pudo más. Amontonó sus fuerzas que huían, que se dispersaban, y bajó unos escalones. Y entonces,—no supo cómo fué—, cayó en medio de la escalera, rodó hasta el rellano. Perdió el sentido. Cuando despertó estaba rodeada de empleados. El gerente, con el reloj en la mano, la miraba. El maniquí, en pedazos, era llevado por alguien. Preguntó si podía irse a su casa. Le contestaron que se le descontaría el tiempo que faltaba para concluir la jornada. Y que se le descontaría el tiempo que había durado el desmayo. ¡Por eso el gerente miraba el reloj y la observaba! No hubiera creído si no lo hubiese visto con sus ojos, si no se lo hubiesen dicho. Aquella maldad tan enorme le dió fuerzas. Comprendió su triste esclavitud, el egoísmo de esa gente. Y lo comprendió todo mejor, cuando al salir le dijeron que debía pagar el maniquí. ¿Pagar? No había entendido, asombrada, medio alelada, mirando con [241] ojos enormes. ¿Cómo pagar? Pagar, sí. Pagar todo el maniquí. Pagarlo por mensualidades, que se le descontarían. Cada mes, cobraría diez pesos menos. ¡Diez pesos menos! No quería creer. ¿Y cómo iba a vivir con diez pesos menos? "Usted se arreglará", le dijeron. "Eso es cosa suya". Ella calló. Vió que era inútil. Ellos tenían la fuerza, el dinero, la tradición. Debían tener razón también, pues tenían tantas cosas, ¡todas las cosas que dan la razón a los ricos contra los pobres!
Cuando Monsalvat salió del cuarto vió en frente a Mauli y otros vecinos. Le miraron risueñamente. El encargado, que acababa de dejar el grupo y se alejaba hacia la puerta, trató de que Monsalvat no le viese. Se detuvo en una puerta, disimuladamente, dando la espalda. Monsalvat pasó de largo, sin fijarse en él.
Y entonces el hombre volvió. Fué a golpear en el cuarto de Nacha. Todavía lloraba la pobre Nacha. Le hizo entrar. Era un hombre de aspecto desagradable, a fuerza de parecer manso y dulzón. Miraba siempre al suelo y de reojo; jamás de frente. No reía nunca. Tenía modales de sacristán. Solía meter una mano en la manga del otro brazo, y caminaba con los pies hacia adentro y sin hacerse sentir. Para con la gente del conventillo no tenía entrañas. La familia que llegara a deber quince días, quedaba expulsada, así tuviese enfermos graves. Era cobarde, pero contaba para todo con la protección de la policía.
—Pues... he venido... señorita... o señora... tal vez sea más propio... a decirle que mi conciencia me obliga... a advertirle que... Espero que com[242]prenderá. Su conducta en esta casa no debe permitirla una persona... honorable como creo ser, una persona en quien ha depositado su confianza la respetable propietaria, la augusta dama que...
Nacha no comprendía. Miraba a aquel sujeto odioso, hipócrita y perverso, tratando de adivinar sus propósitos. No imaginaba qué pudiera querer con ella aquel hombre.
—¡Vamos! Hágase usted ahora la inocente... Yo lamentaría tener que explicarle. Quisiera que usted, por sí misma, advirtiese que ésta es... una casa decente... ¡claro!... y no una casa de ésas donde viven mujeres... Sí, eso es. Mujeres como tantas... ¡jé, jé! que usted conocerá... ¡jé, jé! En fin... señorita... o señora... no quisiera más visitas de hombres. Para eso... ¡jé, jé!... para eso están... naturalmente... las posadas.
—Usted se equivoca—gritó Nacha, poniéndose de pie bruscamente.
El hombre bajó los ojos al suelo con exagerada humildad, se hizo más pequeño y dijo:
—Todos somos humanos y podemos equivocarnos... ¡jé, jé! Pero... conocemos su vida. Yo no digo nada. No es por nada. Pero... no negará usted haber visitado cierta casa de la calle... en fin, adonde no iba a rezar el rosario... precisamente. ¡Jé, jé!
Nacha, rabiosa, se acercó al sujeto. Le hubiera escupido en la cara, le hubiera arrojado de allí. Pero una mano invisible la detuvo. Pensó en el escándalo, en Monsalvat. Pensó en que aquel miserable individuo tenía también la fuerza, como representante de la dueña. Aquel monstruo era el testaferro de una dama [243] multimillonaria. Él administraba para ella, cobraba para ella. Con el fin de que ella no perdiese treinta o cuarenta pesos, el hombre expulsaba a gentes hambrientas que debían alquileres, las arrojaba a la calle. Arrojaba a infelices viudas, abarrotadas de hijos. Arrojaba a enfermos, a moribundos. La cuestión era que la gran señora cobrase sus rentas íntegras, para repartir luego sumas enormes, cientos de miles, entre conventos y cofradías, voluntaria y criminalmente ignorante de los trágicos dolores humanos de donde provenía su dinero.
—Yo... por mí, podría usted quedarse. No me meto en vidas ajenas. Pero la señora, ¡jé, jé! no quiere mujeres de... de su clase...
Nacha no pudo más y en su exaltación, en su sufrimiento, le gritó al hombre, como si le escupiese:
—¡Cállese, monstruo infame! ¿De qué clase? ¡Fuera de aquí! ¡Ahora mismo! ¡Canalla, cobarde, víbora!
El hombre abrió la puerta. Y desde el umbral, casi a gritos, para que le oyeran del patio, pero en actitud humildísima, sonriendo dulcemente, gruñó como una bestia herida:
—¿De qué clase? De la suya... ¡Jé, jé! De la clase de... ¡jé, jé!... ¡de las putas!
Nacha cayó al suelo, aplastada, temblante. Y al mismo tiempo, una risa horrible, satánica, espantosa, que venía del patio, penetró como dos puñales en sus oídos. Su ser entero se irguió. Quiso gritar su protesta. Pero cayó, vencida, inutilizada. Y en seguida, un enorme, infinito frío envolvió su cuerpo, su corazón, su alma. Tembló con frenesí. Temblaron sus manos, sus piernas, sus dientes, su ser entero.
Monsalvat no supo nada. Aquella noche tenía lecciones, y apenas fué por un minuto a la pieza de Nacha, cuando volvió de comer. Nacha disimuló cuanto pudo. Monsalvat habló de aquel asunto de la tienda, rogando a Nacha que no se afligiese. Pronto vendería aquel conventillo suyo, y todo ese dinero sería para ella.
Tres días a la semana Monsalvat daba clase a algunos obreros del barrio. Al principio sus alumnos fueron tres o cuatro. Pero ahora solían ir hasta veinte. Todos leían. Él les enseñó a dos o tres. Ahora les hablaba de diferentes cosas, de historia, de viajes, de moral. Su elocuencia sencilla atraía a aquellos hombres sencillos. Algunas veces, comentando un suceso del día o una página de un libro, les evocaba una sociedad nueva, una era de amor entre los hombres, donde hubiese justicia. Entonces la voz se tornaba suave, casi mística, plena de simpatía humana y de fervor.
Pero aquella noche, Monsalvat no podía hablar a sus discípulos con palabras como las de siempre. Aquella noche odiaba. La injusticia para con Nacha, en la tienda, había removido hasta lo más hondo del pozo de su alma. Una multitud de detalles dispersos y olvidados habían vuelto a vivir en su interior, agrandados todos allá en una existencia subconsciente, unidos todos, viviendo juntos, en aquellos momentos, con una tremenda intensidad.
Los obreros iban entrando en su cuarto. Daban la mano a Monsalvat y hablaban con él unas palabras. Monsalvat les preguntaba por los hijos, por la mujer, por la madre. Luego sentábanse. Algunos permane[245]cían de pie. Cuando fueron las nueve en punto, Monsalvat comenzó.
—Hoy—dijo—he comprendido una cosa fundamental. Y es que yo, al hablarles a ustedes de que el amor transformaría al mundo, me equivocaba. Me equivocaba funestamente. Porque el amor jamás llegará a ser. El amor no puede transformar el mundo. El amor no puede crear. Hace mil novecientos años oyó el mundo la más sublime palabra de amor. La elocuencia de esa voz es tal, que ninguna la ha superado ni ha de superarla nunca. Y si esa voz nada logró, ¿qué hemos de lograr nosotros? Si esa voz no ha sido comprendida por los hombres, no obstante su prestigio, quiere decir que los hombres no comprenderán nunca ninguna voz que hable de amor. Es preciso entonces predicar el odio. Sí, el odio. Predicar el amor es ser cómplice de la iniquidad. Predicar el amor es trabajar para que todo siga como ahora, esperando el advenimiento de lo que jamás vendrá. El amor es una cosa casi siempre pasiva, inerte. El odio es acción. El odio nos dará la fuerza y por la fuerza llegaremos a implantar el amor. Esto hay que hacer. Por el odio alcanzar el amor. Por la violencia, que es el instrumento del odio, imponer la paz, la fraternidad, la justicia. Por otra parte, al usar el odio y la violencia, nosotros, los de abajo y los que como yo estamos con ustedes, no haríamos sino emplear los procedimientos que ellos emplean. Ellos, los de arriba, nos desprecian, nos odian. Ellos emplean la violencia en todos los momentos de su vida. Ellos han organizado el odio y la violencia. Ejercen la fuerza no sólo ocultamente sino visiblemente. Yo he visto cómo ejercen [246] violencia sobre las vidas y la salud, imponiendo a otros hombres trabajos monstruosos e infamantes. Yo sé cómo ejercen violencia sobre los espíritus, condenándolos a una eterna ignorancia. Yo sé cómo ejercen violencia sobre las mujeres, sobre las almas y los cuerpos femeninos. Aun los que vienen con palabras buenas nos odian y sólo quieren que continúe nuestra esclavitud. No, mis amigos: el amor nunca vendría a liberarnos. ¿Oiría la voz del amor el accionista inglés que cobra enormes dividendos por su parte en los ferrocarriles, en las grandes tiendas, en los frigoríficos argentinos? ¿Oirían la voz del amor, la verdadera voz del amor, esos propietarios de conventillos, que arrojan a la calle a mujeres y niños enfermos? No, nunca. Toda esa gente no quiere entender más lenguaje que el de los cheques y los billetes de Banco. Pero hay otro lenguaje que pueden comprender, aunque no quieran comprenderlo: el lenguaje de nuestra violencia.
Los discípulos escuchaban inmóviles, bajo una intensa emoción. Algunos parecían sufrir. Otros miraban a su maestro con piedad dolorosa. Otros, sin duda, recordaban. Era evidente que más de uno apenas comprendía, que la inteligencia de casi todos ellos buscaba una relación entre el pasado y aquellas palabras. Habían sufrido la vida entera, habían vivido siempre miserablemente, habían conocido ayer no más el hambre; pero los años les habituaron a su existencia triste.
Hubo un instante de silencio. Nadie se movía. Nadie, ni Monsalvat, se hubiera atrevido a hablar. Algo de grande, de augusto, estaba allí, entre aquellos[247] hombres, como una cosa visible. Y todos miraban eso que allí estaba. Y eso estaba en todas partes. Estaba adentro de cada uno, en los ojos del compañero, en el eco de campana remota y misteriosa con que seguían sonando las palabras del maestro, en el rostro doloroso de Monsalvat, en la quietud profunda, en el latir recio de los corazones.
El silencio continuó aún. Uno quiso hablar, pero miró a los otros y calló. Monsalvat también quiso hablar, pero miró a sus discípulos y nada dijo. Continuó todavía el silencio... Al fin, comprendieron todos que estaban de más las palabras y se levantaron al mismo tiempo. Uno por uno dieron la mano a Monsalvat. Nunca el maestro sintió las manos más cálidas, más vibrantes, más vigorosas. Algunos tenían lágrimas en los ojos. No se sabía si estaban contentos o si estaban tristes.
Cuando se retiraron sus discípulos, Monsalvat tuvo la sensación de haber realizado una obra de justicia y de haber dado un paso hacia la transformación del mundo. Sentimental e imaginativo, sin el sentido de la realidad, creía en la eficacia de las fórmulas abstractas y de las vaguedades que predicaba. En su ardoroso anhelo de reformar el mundo había algo de misticismo, y faltaban las fórmulas concretas, los métodos de acción, la creencia de que era necesaria una disciplina. En su exaltación un tanto individualista y lírica, imaginaba que mediante los justos y lógicos sentimientos de rebeldía como los que predicara aquella noche, y sólo mediante ellos, pudiera llegar a organizarse una sociedad mejor.
Al día siguiente, Monsalvat fué llamado por la po[248]licía. No se inquietó, pero supuso que le hubiera denunciado el espía. Le condujeron a la oficina del jefe, un militarote despótico y poseur, que adoptaba aires de Bonaparte y tenía el rostro afilado y seco. Monsalvat le conocía. El jefe le trató con superioridad.
—Malos consejos, amigo—decía el militar, paseándose lentamente, con la mano a la espalda y aumentando la natural rigidez de su esquelética figura.—Ideas disolventes... Incomprensible que un hombre de su situación conspire contra las instituciones, contra la patria. Como si todo no estuviese perfectamente organizado. Como si cualquiera no pudiese hacerse rico en este país. Ideas sacadas de cuatro libros infames, perniciosos. Cosas de esa Europa vieja y podrida, principios sin aplicación en esta tierra generosa, donde nadie tiene hambre, donde nadie podrá quejarse de injusticias...
Monsalvat, que observaba tercamente el artesonado, se estremeció. Miró al jefe con azoramiento. Imaginó que se burlaba. Pero advirtió su seriedad, su convicción. Monsalvat, entonces, recordó haber oído eso mismo mil veces, diez mil veces, un millón de veces. Y lo que era peor, recordó haber escrito él mismo esas palabras, exactamente esas palabras, esas mentirosas y cobardes palabras que sólo parecían un pretexto para seguir engañando, explotando, robando y asesinando, para justificar todas las ignominias que ejecutaban en este país los hombres de presa, el infinito y poderoso mundo de los hombres de presa.
No era probable que Monsalvat escuchase ni contestase a aquel hombre. El mismo jefe lo comprendió así, y terminó la entrevista. Antes de despedir a Monsalvat [249] le hizo leer una ley social que aún regía. Monsalvat la repasó en una ojeada y se fué, saludando al jefe con una simple inclinación de cabeza.
Este incidente, en apariencia fútil, entristeció a Monsalvat. Quedóse pensando en lo que había llegado a ser, recordando todo el último año de su vida.
En aquel cuarto de la policía, en la actitud del jefe para con él, en el mero hecho de ser llamado, había comprendido todo lo que perdió, había visto todo lo que fué y todo lo que había dejado de ser. Antes, tuvo posición, dinero, prestigio, amigos. Ahora nada tenía. Ahora era un pobre diablo a quien la policía lo llamaba y lo amenazaba. Y todo, ¿para qué? En un año, ¿qué había remediado? Sacó del fango a tres o cuatro mujeres, enseñó a leer a varios hombres, pero todo esto, ¿qué representaba dentro del océano infinito del sufrimiento y de la ignorancia de los hombres? Monsalvat era fuerte, fuerte en su convicción y en su fuerza moral, fuerte en su amor del Bien y en su ternura y en su piedad: pero ahora dudaba. Conocía ya la infinita amargura de la tentación. En un instante de debilidad moral hasta pensó en abandonarlo todo y volver a su mundo, a su posición de otro tiempo. Una tristeza, vasta como el universo, le enfriaba el corazón, el alma, la cabeza. Sentíase en medio de un páramo horrible, lejos de todos, olvidado de todos. Sentíase espantosamente solo, en medio de la lúgubre y helada soledad del mundo. Y este hombre bueno, que había buscado aquella vida por el bien de los demás, que todo lo había dado por los otros, que se había entregado a su obra con alegría, con fe, con inaudito valor físico y moral, acabó [250] por llorar... Lloró por él mismo, por su propia vida, por el fracaso de su existencia entera, ahora y para siempre. Lloró Monsalvat... Pero él aún no sabía que los hombres más fuertes desfallecen y que esas tristezas y esas breves lágrimas no son sino un descanso, un alto que hace crecer las fuerzas para seguir la jornada.
Aquella misma tarde, mientras Monsalvat sufría de incertidumbre, Nacha iba hacia Belgrano, donde vivía Julieta.
Desesperada, atormentada por la angustia, parecíale eterna la marcha lenta del tranvía. Sus nervios se exaltaban a cada detención. Miraba con odio a las mujeres que tardaban en bajar o subir, que tardaban siglos, causándole un sufrimiento atroz. Dos o tres hombres que estaban próximos a ella pretendieron flirtear, pero Nacha les clavó unos ojos tan duros y despreciativos que los sujetos, avergonzados, no insistieron. A la media hora del viaje compró un diario. Pero no pudo leer. No entendía nada. Hizo esfuerzos inauditos para concentrar su atención en la crónica de policía. Lograba leer dos líneas, un párrafo y luego su imaginación saltaba a otras cosas. Después se daba cuenta de que no leía, y nuevamente empezaba, siempre con idéntico resultado. Por fin estrujó el diario y lo aplastó con sus pies.
El tranvía marchaba ahora por calles solitarias y con mayor velocidad. Bajaron dos muchachas obreras y detrás de ellas se descolgó un individuo de mirada ansiosa, que sin duda las creyó buena presa. Al[252] lado de Nacha un hombre leía una revista ilustrada y poco a poco, maquiavélicamente, trataba de poner su pierna en contacto con la de su vecina. A Nacha le distrajo un instante la pueril maniobra del conquistador, pero acabó por arrinconarse y apelotonarse en su sitio, huyendo de aquella estupidez.
Al cabo de una hora, Nacha llegó por fin a Belgrano. Bajó del tranvía y se hundió en la sombra silenciosa de las calles arboladas. Iba casi corriendo. Pasaban los chalets elegantes, con jardines y magníficos árboles, respirando una vida de paz y comodidades. En algunas calles los árboles formaban techo. De los parques y jardines salía el delicioso olor de las flores. Nada, fuera de los pasos de uno que otro transeúnte, interrumpía el silencio del barrio. Todo estaba penetrado de dulzura y de calma. Pero no para Nacha. Aquel dolor y aquel terror que la empujaban impedíanle ver y sentir.
Julieta trabajaba en Belgrano, en una tienda de la calle Cabildo. Ganaba muy poco, casi como Nacha. En cambio sus gastos eran insignificantes, pues vivía en casa de una familia amiga, que le cobraba una miseria por darle un cuarto y la comida. Las gentes de la casa eran de su pueblo; unos infelices, tanto el marido como la mujer. Julieta los encontró por casualidad, cuando buscaba pensión. Antes de quedarse, les refirió honestamente su vida y sus propósitos de regeneración. No quería engañarlos, decía ella. La mujer vaciló un poco, pero el marido, un socialista militante, afirmó declamatoriamente y con grandes gestos y frases oratorias, que allí no se tenían prejui[253]cios y que él consideraba hasta un deber contribuir a la regeneración moral de cualquiera que la necesitase.
Cuando Nacha llegó a la casita, Julieta no estaba. Quedó hablando con el matrimonio, mientras un enjambre de chicos la rodeaba. El buen hombre le hacía mil preguntas, distrayéndola un tanto de sus cavilaciones. Nacha intentaba atenderle, seguir la conversación; pero no podía. A cada rato se quedaba con la mirada perdida, inmóvil, la expresión contraída. Más de una vez abrió los ojos enormemente, como con pánico.
Por fin apareció Julieta. Entraron en su cuarto.
—¿Pero qué es esto? ¿A esta hora?—exclamaba Julieta con inquietud.—¿Te pasa algo? Vení, contáme todo...
Se sentaron al borde de la cama.
—Vengo huyendo...—dijo Nacha, con una voz vacilante y poniendo sobre el brazo de su amiga su mano que temblaba.
—¿Huyendo...? ¿De quién?
—No sé... Huyendo de Monsalvat, de Arnedo, de aquel hombre perverso de la casa... Huyendo de mí misma. Tengo miedo de mí, Julieta. ¡Si vieras qué presentimientos! Te aseguro que todo está negro para mí, que todo está lleno de horrores, de crímenes, de... ¡qué sé yo!
—¿Presentimientos?
—Sí, presentimientos. Adivino que va a pasar algo, algo grave, tal vez terrible para mí. Julieta, Julieta, escucháme... Tengo el presentimiento de...
No podía continuar. Temblaba toda entera. Sus ojos se habían agrandado de terror. Julieta le decía [254] que no hablara más y la acariciaba como una dulce hermana.
—No, no... Necesito decirte. Tenés que saberlo, Julieta. Tenés que saber que este presentimiento mío, que me enloquece, que me desespera... es el de que voy a perderme otra vez...
Julieta le pidió detalles. Ayudada por su amiga, Nacha refirió sus temores.
Arnedo la perseguía. Rondaba la tienda, la había esperado a la entrada y a la salida, le habló una vez. Pretendía llevársela con él. Era caprichoso, terco, vanidoso, malo, sin escrúpulos. Siempre consiguió cuanto quiso. ¿Qué podría ella, una pobre mujer débil, contra aquella voluntad poderosa? ¿Qué podría ella, que sentía hacia ese hombre una atracción inexplicable? No lo quería, no. Lo odiaba. Fué malo, brutal, desdeñoso para con ella. Sin embargo, jamás lo hubiera dejado, y ahora... ahora se iría con él si él insistía demasiado. Y esto era lo que la aterrorizaba: irse con Arnedo, perder todos sus esfuerzos para ser buena; hacer sufrir a Monsalvat, a ese hombre que la adoraba y había dejado todo por ella; ponerse, otra vez, en el camino de la infamia.
—Pero Nacha... Es preciso luchar. Parecías salvada, y me salvaste a mí. ¿Por qué has de perderte si no querés?
—Será mi destino... ¡Siempre dije que mi destino era ser mujer de la vida! Cada vez que quise entrar en el buen camino la fatalidad me sacó de allí y me perdió. Ahora me parece imposible que yo pueda ser honrada. Todo está contra mí. Ya ves en la tienda... ¡Qué vida aquella!
—¿Y por qué no se lo decís todo a él, a Monsalvat? Te adora, lo arreglará en seguida. Estoy segura de que él puede más que Arnedo. Que lo haga poner preso. Váyanse de esa casa...
—¡Es que no sabés, Julieta! Ese hombre malo de la casa, ese Mauli, sabe mi vida. La ha contado a toda la casa. Por eso me desprecian. Se ríen de mí, me insultan. El encargado me ha dicho una palabra que yo he merecido antes. ¡Y si supieras! Ese Mauli es de la policía, según dicen. Es un espía. Y hoy, al salir de la tienda, lo he visto hablando con el Pampa. Me quedé helada, muerta, en medio de la vereda. Ellos se escondieron. Parecían muy amigos. ¡Quién sabe qué estarían tramando contra mí! He pensado una infinidad de cosas horribles. No hubiera podido irme a casa. Por eso he venido aquí. Quiero estar lejos de esos hombres, de Monsalvat, de mí misma, de todos mis temores. Tengo miedo que pase algo, hoy, mañana, no sé cuándo...
Julieta insistió en que Monsalvat debía saberlo todo.
—No, no es posible. ¿Cómo voy a decirle que soy capaz de irme con el Pampa?
—¿Pero no lo querés a Monsalvat? No te entiendo, Nacha. Antes lo adorabas. Toda la vida hablaste de él con admiración, con fanatismo... Y ahora...
—Ahora lo quiero más que nunca. Lo he visto grande, bueno, perfecto. A mi padre no lo querría más. A Dios mismo no podía quererlo tanto. Pero es amor de hija, de hermana, de amiga, ¡qué sé yo! Ha querido hasta casarse conmigo...
—¿Y por qué no aceptaste, Nacha?
—Por eso: porque lo quiero demasiado. Ha perdido[256] todo por mí. Su posición, su fortuna, sus amistades, su salud. Y yo no puedo consentir en que esto siga así. Él debe volver al mundo, a su mundo, y dejarme a mí entre los de abajo. Una muchacha de la vida como he sido, no tengo derecho a casarme con él, a anularlo para siempre. Si él fué generoso conmigo, yo también quiero ser generosa con él. Si él se ha sacrificado por mí y su sacrificio ha sido inútil, yo debo devolvérselo, obligarlo a que deje una vida sin...
—¿Inútil, Nacha? ¿No somos honradas nosotras? Él te ha cambiado en una mujer honesta, y yo creo que éste es el bien más grande que una puede querer.
Nacha quedó en silencio. Luego se acercó a Julieta y casi al oído le susurró estas palabras, lenta y dolorosamente:
—Seré honesta, sí, pero no soy feliz. Sufro más que nunca. La desgracia me persigue. Mi destino no debe ser esta vida, porque si lo fuese yo estaría contenta y tranquila.
Julieta no quiso continuar con el tema. Y volvió a decir que era necesario enterarle de todo a Monsalvat. Trató de convencer a su amiga y la convenció. Quedaron en que irían juntas a casa de Nacha, después de comer allí rápidamente. Hablarían con Monsalvat, y Julieta aquella noche se quedaría a dormir con Nacha.
Monsalvat, mientras tanto, esperaba ansiosamente la aparición de su amiga. Había llegado de la Policía, y al no encontrar a Nacha en su cuarto se alarmó. Una vecina le dijo que tal vez anduviera buscando casa, porque el encargado "la había puesto en la calle". Monsalvat [257] encontró al encargado allí cerca, en el patio. Hablaron. Era ya de noche. De los cuartos salían olor a comida, arrorrós de una madre que hacía dormir a su hijo, lloriqueos de chicuelos, el bordoneo de una guitarra, las voces de dos viejos que discutían en genovés.
Monsalvat exigía explicaciones al encargado. El sujeto, hasta entonces, fué humilde y adulón para con Monsalvat. Pero ahora, al saber que la policía le llamaba al orden, pretendía imponérsele. Comenzó a acudir público. El encargado no abandonaba sus modos untuosos, y mostraba una actitud de víctima, que parecía justificada por las palabras enérgicas de Monsalvat.
—Señor mío... puede gritar si quiere, insultarme, hasta pegarme. Comprendo que soy un pobre hombre, un hombre modesto, un infeliz. Pero yo... debo obedecer. Y la señora, la respetable dueña de esta casa, una verdadera matrona... aunque el señor lo dude... una persona que es la virtud personificada, no permite en sus propiedades ni... gentes de ideas peligrosas... ni menos... mujeres como ésa...
Al oir el insulto a Nacha, Monsalvat perdió el resto de serenidad que podía quedarle. Apretó los puños, como aprontándose para saltar sobre el hombre.
—Así es que le ruego... señor mío... que nos abandone. Lamentaremos perder su honorable compañía... sí... ¡qué se ha de hacer! Y en cuanto a esa... señorita... le diré, con perdón de las modestas señoras que me escuchan, que no deseamos aquí busconas, es decir...
El coro, ya numeroso, rió a carcajadas. Monsal[258]vat, exasperado, agarró del saco al hombre y le dijo con una voz que temblaba:
—¡Miserable, ya tendrá su castigo...!
Monsalvat no había terminado la frase cuando miró a su izquierda. Quedó rígido. La cara de Mauli, que le miraba sonriendo perversamente, allí, junto a él, le reveló su nulidad y su impotencia. Aquel hombre siniestro era la autoridad, la ley, la fuerza, la razón. Aquel residuo de calabozo era el orden social. Aquel montón de estiércol era el sostén de las instituciones. ¡Era su enemigo hasta entonces oculto y ahora visible, el enemigo de él, que allí representaba la justicia verdadera y la bondad humana!
Ante la palabra de Monsalvat, el encargado no reaccionó. Pareció hacerse más humilde, más poquita cosa. Pero sonreía, con una apenas perceptible sonrisa de infinita perfidia e hipocresía. Con los ojos bajos, y la voz llena de mansedumbre, susurró:
—El señor me ofende... pero yo acepto sus ofensas en castigo de mis culpas. Dios me premiará mi humildad. En cambio, yo no ofenderé al señor. Al contrario, si no se opone, influiré con la respetable señora propietaria para que... para que le pongan al señor un traje muy bonito, le rapen la cabeza y le den unas duchitas frías...
La gente festejó con explosivas risotadas la alusión al manicomio que hacía el encargado. Estimulado por el éxito, el hombre continuó:
—Y a la señorita... digo mal, perdón humildemente, señor mío,... a la princesa del cuarto número veintidós... yo la obsequiaría con... con...
Monsalvat le había vuelto las espaldas hacía rato y[259] trataba de abrirse paso para salir, pero la gente se lo impedía, obligándole perversamente a escuchar aquellas inepcias.
—¿Qué? ¿Qué le daría?—gritaban las mujeres, deschavetadas en carcajadas grotescas.
—Pues le daría... ¡perdón por la palabra!... ¡una libreta!
Rió aquella gente con grosería y brutalidad. Algunos aplaudieron. A Monsalvat, que se abría camino a codazos, le arrojaban al rostro la infame alegría. Al encargado le palmeaban, le pinchaban en el vientre, le hacían repetir sus gracias. Monsalvat, lentamente, seguido de aquellos hombres y aquellas mujeres, iba remolcando su dolor. No oía, no veía, no sentía nada. Si en algún momento su cariño a Nacha le ordenó la violencia, en seguida comprendió que con ello se perdería para siempre, que perdería a su amiga. No, jamás la dejaría sola, abandonada a la maldad trágica de los hombres. A la maldad de los ricos y a la maldad de los pobres. Y seguía su calvario, latigueado por las palabras soeces, por las risas, por las miradas de satisfecha venganza.
Monsalvat, ya en su cuarto, pensó en aquella humanidad. ¡Ah, ahora comprendía la inutilidad de sus ideales, la inutilidad de su obra! Nada podía hacerse, nada, desesperadamente nada, mientras los hombres fuesen malos. ¿Pero quién tenía la culpa de todo aquello? La tenía la sociedad, la tenían los bienhallados. Ellos dejaban a las pobres gentes en la ignominia de su maldad natural. De su maldad natural, no. De su maldad adquirida, de su maldad que provenía del hambre, de la pobreza, de la desigualdad, de la fal[260]ta de higiene, de las enfermedades. Monsalvat pensaba en aquéllos que le ofendieron, que todavía seguían riéndose bajo su ventana, y les absolvía, considerándolos como simples víctimas.
Llamaron a su puerta. Eran Julieta y Nacha.
Nadie las vió entrar, sino Mauli. El sujeto estaba en la vereda. Intentó disimular su presencia, pero apenas ellas pasaron el zaguán y subieron la escalera, corrió a hablar con el encargado. Los dos hombres, en puntas de pie, llegaron hasta el cuarto de Monsalvat y miraron y trataron de oir por el ojo de la llave. Vieron a Nacha sollozando, vieron que Monsalvat se ponía triste. Pero no sintieron compasión ninguna. Y se alejaron, al notar que las muchachas se despedían.
Monsalvat al quedarse solo, se resistió a creer cuanto había oído. ¿Era posible que Nacha no le quisiera ahora? ¿Que pudiera irse con Arnedo, sobre todo odiándolo, como aseguraba? Monsalvat en algún momento imaginó haber soñado. Durante toda la noche, tuvo a su lado como una compañera inseparable, a la Desesperación. Sus manos sintieron las manos heladas de la amiga invisible, oyeron sus oídos sus palabras fatales, sus labios se estremecieron con sus besos abominables. Durmió la Desesperación en su lecho y fué su amante: una amante trágica, horrible y ardiente.
Poco después de la salida de Julieta y Nacha, Monsalvat había ido a la policía. Él no desconfiaba de Mauli. Por repugnante que fuese el hombre, era empleado policial y no había entonces motivos para temer de él. Así se lo dijo a Nacha, con lo cual logró tranquilizarla un tanto. En la policía prometiéronle que mandarían un agente para vigilar la casa. El agente[261] entró en el conventillo, fué hasta el cuarto de Nacha y le aseguró que vigilaría toda la noche.
A la mañana siguiente, Julieta, que había dormido en el cuarto de Nacha, se fué a su trabajo. Quedaron en que Nacha la llamaría si retornaban sus terrores.
Pero no ocurrió así. Nacha fué a la tienda y volvió casi contenta. El haber declarado a Monsalvat cómo era su cariño hacia él, parecía haberle liberado. Hasta entonces creyó que lo engañaba, que se conducía mal con él. Ahora, ¡qué enorme peso se había sacado de su conciencia! Por otra parte, Monsalvat había comprendido. Cierto que él sufría, pero Nacha esperaba que ahora volviese a su mundo y se olvidara de ella.
Monsalvat no vió a Nacha cuando regresó ella de la tienda. Del ministerio se dirigió a la casa de Torres. El médico llegaba de la calle en ese instante.
—Yo te lo advertí—dijo Torres al oir a Monsalvat, que le contaba la conversación con Nacha.—Nada bueno ibas a sacar de meterte con esas mujeres. Y ahora, ¿eh? son las desilusiones y las amarguras. En fin, has perdido casi un año de tu vida. Pero no es solamente eso. Tu reputación está por el suelo. Tienes que rehabilitarte ante la sociedad, ¿eh?
Monsalvat escuchaba todo esto, profundamente dolorido. No comprendía cómo este amigo, el único que conservara, le ignoraba tan absolutamente. Él había ido a confiar su angustioso sufrimiento al solo ser de su condición que aceptaría escucharle, y he aquí que sus palabras eran mal interpretadas. Consideró inútil explicar, y, sin dar la mano a Torres, salió de aquella casa, abatido y enfermo. Ya no esperaba nada [262] de nadie. La vida pesaba demasiado para él. Ni ilusiones, ni esperanzas. ¡Oh abismos de la soledad! Todo perdido, irremediablemente perdido.
No quiso volver a su casa. Anduvo vagando por las calles, distrayendo sus pensamientos. A la hora de comer entró en una Brasileña y tomó un café con leche. Luego siguió su vagar por las calles, como un sonámbulo, interminablemente, lentamente. Por fin se fué a su casa y se puso a leer. Pero tuvo que dejar la lectura. Trató entonces de escribirle a Nacha una larga carta. Trató de convencerla de que ella le quería, de contagiarle su sentimiento, de mostrarle los días claros y sonrientes que vendrían para ellos si Nacha aceptase su cariño.
Pasó una hora, pasaron dos horas, pasaron tres horas... Monsalvat escribía y rompía, y continuaba escribiendo. Se levantaba, daba unos pasos, volvía a sentarse. Eran las dos. Todo dormía. La calle, silenciosa; el conventillo, silencioso.
Pero no duró mucho tiempo este silencio. De pronto, oyó como si un automóvil se detuviese allí cerca. Luego oyó como que abrían la puerta y como si pasos de hombre cruzaran el patio disimuladamente. Se asomó a la calle y no vió nada. Salió entonces al pequeño corredor sobre el que daba la puerta de su cuarto. Pero el corredor tenía una alta pared que impedía ver. Bajó las escaleras y llegó al patio. No andaba un alma. Todo estaba en silencio. Solamente en el cuarto de Mauli, casi frente al de Nacha, había luz. Supuso que el sujeto habría llegado. Monsalvat volvió a su cuarto. Se acostó. Y por efecto del cansancio, no tardó en dormirse.
Al cabo de unos minutos un ruido extraño le despertó. Parecióle un grito. Pero un grito apagado, ahogado, tal vez un grito lejano. Sin embargo, debió ser allí cerca, en la calle, bajo la puerta. Oyó casi simultáneamente voces de hombres, ruidos de pasos y de un automóvil que se acercaba. Saltó de la cama y se lanzó al balcón.
Debió dar un grito espantoso. Había visto el automóvil detenerse a la puerta, y cuatro hombres que llevaban una mujer y la metían dentro del carruaje. Y vió el coche que huía, la mujer que gesticulaba y los vecinos que se asomaban a las ventanas. Y él seguía gritando, como un loco, en la impavidez de la noche. Y se arrojó escalera abajo, y salió a la calle, mientras el automóvil huía a todo escape y doblaba en la primera esquina.
Monsalvat, descorazonado, no sabía qué hacer. En la policía no pudieron darle la menor noticia del paradero de Nacha. Sólo constaba, por el testimonio de tres vigilantes, que, en la noche de la desaparición de Nacha, un automóvil pasó a toda velocidad, hacia las dos de la mañana, en dirección al sud. Uno de los agentes aseguraba haber visto dentro una mujer, a la que varios hombres sujetaban. Otro agente afirmaba que no iba en el auto mujer ninguna. Torres, a quien Monsalvat consultó el caso, le manifestó su satisfacción. A su juicio se trataba de un rapto simulado, en complicidad con la propia Nacha, que tal vez deseaba apartarse de Monsalvat y no sabía cómo hacerlo.
—Lo probable, ¿eh?, es que se haya ido con Arnedo. Esa muchacha, acostumbrada a tener un hombre, no podía vivir en el celibato, ¿eh?, a que tu apostolado la condenaba. Se acordaría del Pampa, seguro. Y esos bichos, esos muchachos compadrones, saben interesar a las mujeres. La que se enamora de uno de ellos es para toda la vida. ¡Si conoceré casos! Te digo que es una suerte. Ahora, ¿eh?, podrás ser libre. Ya era ridículo lo que estabas haciendo.
Monsalvat le miró fijamente, con dureza. Torres[265] comprendió el reproche de su amigo pero no desistió. Estaban en el consultorio del médico, de pie, frente a frente. Torres vestía un largo delantal blanco que acentuaba su aspecto morisco y hacía más negros sus ojos, sus cortos bigotes y su cabellera enrulada.
—Sí, ridículo—insistió el médico.—¿Crees que están los tiempos para acciones sublimes? Querer salvar a una infeliz muchacha de la prostitución, pase. Enamorarse y hasta querer casarse con ella, pase también. Todos los días ocurren barbaridades de ese calibre. Pero lo absurdo es que un hombre de tus aptitudes se dedique al oficio de apóstol y ande entre atorrantes y mujeres perdidas, con el propósito de redimirlas.
Monsalvat no quiso escuchar una palabra más. Y salió de allí, sin despedirse, triste y abatido.
Pocos días después recibió una carta de Nacha. Eran cuatro líneas, escritas con precipitación. Decíale que la habían encerrado en una casa mala de la Boca y que el Pampa no la veía. Rogábale que no la buscase. Era su destino el ser una mujer de mala vida. ¡Era su destino y debía cumplirlo! Terminaba deseándole que fuese feliz y pidiéndole que volviese a su mundo, a aquella vida sin preocupaciones, de donde ella le había sacado sin saberlo. Monsalvat permaneció un largo rato contemplando la carta, releyéndola, deteniéndose en cada palabra como si buscase entre líneas las señas de la casa donde sufría Nacha.
No se dió por vencido Monsalvat. Se propuso buscar de nuevo a Nacha. Había conservado aquella lista de las mal llamadas casas de citas, que no eran en su mayoría sino vulgares lenocinios, más o menos clandestinos. No figuraba en la lista ninguna casa de la [266] Boca. Pero había diez o doce de Barracas. Una tarde, después de la oficina, se dirigió a una de ellas.
Era un departamento bajo, al fondo de una casa de dos pisos, en el rincón oscuro de una calle cortada. Llamó a la pequeña puerta. Salió a abrirle una vieja desdentada, inmunda, repugnante. La mujer, descalza, barría el piso lleno de agua. Monsalvat no había visto nunca un tan lamentable ejemplar humano. La vieja, alta, toda huesos, se cubría con un batón, que, muy abierto arriba, dejaba ver el comienzo de dos pechos flácidos, trágicos de fealdad. Para no mojarse habíase arremangado el vestido y veíansele las piernas hasta la rodilla. Tenía un vientre abultado; puntiagudo. Completaba su figura una cabeza desgreñada y una boca que reía nauseabundamente. No había un diente en aquella boca. Veíansele las encías, anfractuosas y lívidas. Monsalvat preguntó por la dueña de la casa. Era aquel harapo humano. La vieja le pidió disculpas, en un castellano de conventillo, y le hizo entrar en una pieza, rogándole que esperara mientras iba ella a vestirse. Un extraño olor, que resultó ser de incienso, apestaba el cuarto, lleno de humo. Con sonriente asombro Monsalvat vió las paredes atestadas de estampas de santos. En una repisa una vela iluminaba a un San Antonio. Las estampas eran deplorables cromos. Las había sobre la cabecera de la cama, sobre las cuatro paredes, hasta sobre la puerta del cuarto. Unas eran pequeñas, otras tendrían medio metro de altura. Estaban unas junto a otras, sin orden, tapizando de bienaventuranza las paredes. Monsalvat pensaba [267] si en aquel cuarto, entre tan austeros testigos, las alumnas de la dueña de casa ejercerían su oficio.
La mujer volvió, algo arreglada. Detrás de ella entró una muchacha como de diez y siete años, de pelo colorado, muy sorda y pobremente vestida. Monsalvat imaginó que fuese alguna sirvienta de casa pobre de las inmediaciones. Cuando la vieja supo el motivo que allí llevaba a Monsalvat, le pidió dinero. Monsalvat le dió un billete de diez pesos. La vieja recordó entonces que, el día anterior, una muchacha refirió allí la historia de una mujer robada y encerrada en cierta casa de la Boca.
—¿Dónde puedo ver a esa muchacha?
La vieja hizo que la chica se le acercara y le gritó al oído que quién contó esa historia. La chica dijo un nombre.
—Ah, es una que no ha de volver. Estuvo aquí por casualidad. Pero puede verla, ¿sabe dónde? ¿Conoce la casa de la Vasca? Pues allí hay un baile mañana a la noche. La muchacha irá. Pregunte por Getrude. Es una media flacona, morenucha, mañera...
Monsalvat no quiso irse sin reprochar a la vieja su oficio, y sobre todo el recibir muchachas menores. La vieja reía desmesuradamente, con su boca desdentada, descoyuntándose y echándose para atrás. A cada rato se pasaba la manga por la nariz.
—Bah, usted se cree entonces que nosotras perdemos a las muchachas. ¡Sería bueno! Mire, diga: yo tengo, ¿a ver?... cincuenta y dos años. Nada más. Y parece que tuviera sesenta y cinco, lo menos. Y mire: en veinte años que llevo en este oficio no engañé ni perdí a ninguna mujer. ¡Sería bueno! Yo no[268] he obligado a las mujeres a perderse. Oficio ilícito, dice usted. Pero es lícito ser dueño de la gran tienda La Ciudad de París, donde es tan poco lo que pagan a las empleadas que las obligan a perderse. Diga: yo sé muchas cosas del mundo. Antes he tenido otra posición. A mi casa iban personajes. ¡Sería bueno! Pero yo no exploto a nadie, propiamente, como en esas tiendas. Yo no soy cómplice de crímenes, como los asionistas de esas grandes empresas. Mire: las mujeres no perdemos a otras mujeres. Son los hombres, los ricos principalmente, los que pierden a las mujeres. Son los dueños de conventillos, los dueños y gerentes de fábricas. ¡Casa de prostitución! ¡Sería bueno! Más casa de prostitución que la mía es cualquiera fábrica donde pagan a las mujeres treinta pesos. Y últimamente, ¿a ver?, si alguna mujer pierde a otra no somos las pobres. ¡Qué jorobar! Son las ricas, con su lujo, con el mal ejemplo que dan... ¡Sería bueno!
A la noche siguiente, Monsalvat se dirigió a la casa de la Vasca, donde encontraría a Gertrudis. Debió andar por calles oscuras, siniestras. Por fin encontró la casa, en un recoveco de callejuelas, cerca del Hospicio de las Mercedes.
Era un paraje extraño, de una rara austeridad de color y de líneas, y de una desolación enorme. Imposible concebir nada más áspero, más trágico. Una calle angosta y corta ascendía entre dos paredones, que al final torcían bruscamente. Desde allí no se veía sino el cielo y la noche, y, hacia la parte por donde Monsalvat entrara, los muros y los árboles del manicomio de mujeres. Circulaba un silencio de yermo, dormía una soledad de crimen. Monsalvat sintió un [269] escalofrío, un vago miedo. Pero no un miedo de los hombres, sino un miedo del silencio, de aquella paz lúgubre, del infinito. Monsalvat torció por la calleja. Ahora vió muchas luces lejanas. El paisaje se había hecho más vasto. Un lirismo con quién sabe qué de fatal se dilataba en la noche. De un lado de la calle, una pared baja; y en lo hondo, un ancho y negro cauce de ferrocarril. Inmensos bultos sombríos y sin formas—vagones que dormían—se aglomeraban y confundían allá abajo. Muy lejos, hacia la masa de la ciudad, advertida en algo de grande que estremecía el aire, surgía el polvillo de las iluminaciones eléctricas. Hacia otras partes, mezclábanse sombras vagas y amarillentas luces. En el lado izquierdo de la calle alineábanse unas cuantas casas. Una de ellas era la que buscaba Monsalvat.
La puerta estaba entornada y llamó. Se oían conversaciones, risas, música de un piano. Le gritaron que entrara y entró. Al fin del zaguán, una muchacha que bebía cerveza en compañía de un compadrito le preguntó qué deseaba. El aspecto de Monsalvat debió infundir desconfianzas al compadrito. Contestaron que la señora estaba ocupada, que había baile en la casa. Pero Monsalvat insistió sin vacilaciones y lo hicieron pasar. La señora, una vasca altísima y fornida a quien encontró en el patio, desconfió también. Monsalvat inventó una historia para poder quedarse, y además le dió dinero a la mujer. Gertrudis era la muchacha que bebía cerveza. La señora la llamó aparte, para que hablase con Monsalvat.
—¡Yo qué sé!—exclamaba Gertrudis.—He oído[270] contar eso, ¡pero vaya a saber si es verdad! Y a más, que no me acuerdo. Hace muchos días.
—No hace muchos días, porque el robo fué la semana pasada...
—Bueno, no sé. ¿No le digo que no sé nada? Y a más, que no fuí yo la que contó. Sería otra cualquiera.
Monsalvat advirtió que el compadrito los espiaba. En las piezas interiores bailábase un tango. Monsalvat veía desde el patio el perfil de un mulatón que tocaba el piano. Era un pianista pintoresco. Golpeaba la madera del piano, silbaba, a veces cantaba. Se advertía el aire espeso de los cuartos; llegaba hasta el patio la sensualidad de la danza como una cosa que fermenta. Había en el ambiente moral algo de descompuesto. Monsalvat iba a marcharse, fastidiado, cuando la muchacha cambió. Le pareció a Monsalvat haber notado una señal que el compadrito hiciera a la muchacha. Pero no dió importancia al hecho. Gertrudis, ahora sonriente y amable, decíale que iba a darle la dirección de la casa, y le pedía por favor que no contase porque podían asesinarla. En esto se acercó el compadrito. Saludó a Monsalvat sacándose el sombrero. Gertrudis dijo una calle y un número. Y le explicó al muchacho de qué se trataba. El compadrito se ofreció para acompañar a Monsalvat. Él conocía la casa, y si el señor iba solo, no lo dejarían entrar. El muchacho se hacía sencillo, humilde, bueno. Monsalvat pensó que tal vez sería un trabajador, algún muchacho decente. Y en su optimismo de la humanidad, acabó por aceptar la compañía. El muchacho se despidió de tres o cuatro amigos y salieron.
Caminaron como un cuarto de hora, por calles oscuras y enteramente desconocidas para Monsalvat. Comenzaban a abundar los terrenos baldíos. De pronto, al acercarse a una esquina, el muchacho produjo un silbido extraño. Parecía que hubiese agujereado la oscuridad. Monsalvat iba a preguntarle qué ocurría, cuando se sintió rodeado por cuatro sujetos que lo amenazaban con puñales y revólveres. Comprendió la inutilidad de hablar ni de indignarse, y entregó cuanto tenía.
Monsalvat no se desanimó. Tampoco sintió enojo contra los ladrones. Pensó que tal vez aquellos pobres diablos necesitasen ese dinero, y no se acordó más del incidente. Caminó en la misma dirección a que le habían traído, suponiendo llegar en seguida al río. Y así ocurrió. Apenas vió el Riachuelo se juzgó en tierra civilizada. Y después de informarse, se echó a caminar, dispuesto a hacer a pie el largo trayecto que era necesario para llegar por allí a la Boca.
Ahora Monsalvat pensaba en su situación. La duda le acosaba y se sentía infeliz. El fracaso se le aparecía en su camino incesantemente. Recordaba la confesión de Nacha, aquella noche, la víspera del rapto, en presencia de Julieta. ¿Cómo era posible que Nacha temiese el ser atraída por Arnedo, un hombre brutal, que la tiranizó perversamente? ¿Cómo era posible que ahora, con sus ideas de bien, después de varios meses de vida honesta, Nacha creyese fácil el retorno al vicio, pues vicio era el irse con Arnedo? ¿Qué abismos, qué misterios incomprensibles había en el ser humano? Monsalvat no creía que Nacha hubiese dejado de amarle. Le amaba, sí, y no sólo espiri[272]tualmente, como ella suponía; no sólo como una hija a su padre, como una hermana a su hermano y como un creyente a su Dios. Le amaba también con todo su ser. Pero Nacha, acosada por el instinto, en un momento en que Arnedo la perseguía, debió recordar su vida con el Pampa, las caricias del Pampa, todo el amor violento e insaciable que le daba el Pampa. Y entonces, Nacha dudó. Y creyó seguramente que no amaba a Monsalvat sino al Pampa, y tuvo horror de sí misma, y horror de la vida y horror de su destino. Monsalvat iba costeando el río, donde viejas barcas dormían. Alguna canción de marinero interrumpía el silencio. Tabernas de nombres exóticos, que recordaban todos los países del mundo, orillaban la calle. Dentro de las tabernas, hombres mugrientos bebían. Monsalvat veía su vida de otro tiempo. Rememoraba sus viajes, sus años en Italia, las mujeres que allá en Europa le amaron, su existencia despreocupada y feliz. Y he aquí que todo aquello lo había abandonado, y que ahora, después de haber estado en una casa infame, después de haber andado en compañía de un ladrón, iba caminando por un barrio miserable, en busca de una mujer de mala vida. Tuvo lástima de sí mismo.
Preguntó a un sujeto que pasaba por la dirección que le dió Gertrudis. No era lejos de allí. Dijo adiós al Riachuelo, que le había hablado de sus más bellos recuerdos, que le había entristecido, y se encaminó hacia la casa.
Pasó por una calle que tenía de un lado una enorme pared, que pudiera tomarse por el muro de una catedral o de un convento y que tal vez fuese una [273] fábrica o una vulgar barraca. Cruces negras jalonaban en lo alto la pared. Pasó luego por otra calle de tabernas o posadas de escandinavos. Monsalvat se asomó a dos o tres. Exóticas decoraciones interiores. En alguna, la familia hacía sociedad con los parroquianos. Una casita con vago aire colonial y tiestos de flores en los balcones lindaba con una hermética casucha que tenía un gran farol en la puerta y esta palabra en el farol: Fram. En otra posada de ésas, una vieja ramera, un deshecho humano vestido extrañamente, una mujer que debió ser bella y que por irrisión o paradoja del destino conservaba en la cara restos de nobleza, hacía reir, borracha, a cuatro hombres altos, rubios y silenciosos que parecían marineros. Pasó luego por otra calle arbolada y en donde las tabernas, con su interior pintado de un solo color, azul o verde, y siempre intensos, hacían pensar en las decoraciones de los bailes rusos. Y entre casuchas edificadas sobre pilotes a causa de las inundaciones,—casuchas de madera, y las más pobres de madera y latas—llegó a la dirección que oyó a Gertrudis. Vió que no era un número falso. Empujó la puerta y entró. No, allí no podía estar encerrada Nacha. Sería el más espantoso de los crímenes llevarla a aquel lugar donde sólo podía vivir y frecuentar la hez humana. Era un patio techado, de vastas proporciones, cuadrado por piezas altas y bajas. Más de cincuenta sujetos mal entrazados, sucios, hediondos, permanecían sentados o formaban grupitos. Hasta había algunos negros, seguramente norteamericanos. Nadie hablaba. Tres o cuatro mujeres, vestidas de rojo rabioso, con guardas negras arriba y[274] abajo, recorrían los grupitos tratando de excitar a aquellos pobres diablos, con repugnantes torpezas. No, Nacha no estaba allí. No era creíble que el Pampa la encerrase en un lugar tan horrible. Y salió, con la seguridad de que le habían hecho una broma brutal.
Al día siguiente, empeñado en hallar a Nacha, anhelando salvarla de las garras siniestras en que tal vez había caído, retornó a aquella casa cerca del Hospicio. Y a fuerza de dinero logró encontrarse a solas con Gertrudis. La muchacha, con una inconsciencia infinita, reía de su broma. Después le echó la culpa al malevo.
—¿Y cómo vive usted con un hombre así, con un ladrón?—le preguntó Monsalvat.
—¿Y...? Yo no le he averiguado el oficio, pues.
—Pero usted sabe que él roba y asalta...
—Bueno, ¿y qué hay con eso? ¿Y a usted qué le importa?
Después de larga discusión y de prometerle dinero si no le engañaba, Monsalvat logró la dirección deseada.
Era una casa de buen aspecto, entre el Parque Lezama y la Boca. Costóle entrar. A su pedido, la dueña de la casa le presentó a todas las muchachas que en aquel momento estaban allí. No vió a la que buscaba. Pero como había una que dijo conocerle, y precisamente del cabaret, de aquella noche en que él defendió a Nacha, Monsalvat se fué con ella. Era una muchacha gangosa, gorda y de aire estúpido.
—Yo te vi aquella noche, ¿sabés?, y quería conocerte. ¡Qué dicha haberte encontrado, viejo!
Le tuteaba como si fuese un amigo, aunque[275] nunca hablara con él. Monsalvat le explicó el objeto de su presencia allí. La muchacha quedó desilusionada. Pero le dió a Monsalvat algunos datos.
—Yo no sé nada, ¿sabe?—dijo, sin tutearle ahora.—Pero sentí hablar. Una noche trajeron a una muchacha. La tuvieron dos días, creo. Yo falté esos días. Y ya se la han llevado. ¿Y dice que es Nacha? ¡Quién le diría, tan pretenciosa!
Monsalvat, sombrío, pidió la explicación de esta palabra.
—Sí, porque creo que la han llevado a una casa de ésas... de lo último. De la calle Olavarría o Necochea, no sé cuál. Y si quiere encontrarla, vaya a esas casas y pregunte.
Monsalvat tuvo que ir a esos lugares. Dos veces había bajado al infierno, pero nunca imaginó que ahora debiese descender hasta los últimos círculos del abismo. Y para buscarla a Nacha bajó allí. Bajó a la sima espantosa donde yacen las infelices que han perdido todo: el alma, la personalidad, la posesión de su cuerpo. No son dueñas ni de su cuerpo, porque su cuerpo pertenece a unos hombres inicuos que las venden. Las venden como a los perros, como a los caballos. No son siquiera esclavas. Los esclavos tenían ciertas libertades, por lo menos la libertad de huir, de matar o de matarse. Ellas no pueden nada de esto. No tienen libertad para estar solas ni para estar tristes, ni para rechazar al hombre que les disgusta, al borracho que babea, al inmundo que apesta. Monsalvat recorría aquellos lugares, hablaba con las infelices. Estaban todas ellas bestializadas. Ya no tenían la menor idea de la moral. Ignoraban la existencia [276] del bien y del mal. Toda aquella vida que llevaban les parecía natural, y no aspiraban a nada, sino a comer y a dormir. Monsalvat no comprendía cómo la sociedad toleraba semejante crimen. Asesinar a miles de hombres, robar, cometer los mayores delitos, no era nada junto al crimen que significa hacer de un ser humano una bestia. Porque este crimen representa el escarnio de la dignidad humana. ¡Y si fuese un solo ser! Pero eran en el mundo millones de infelices. Monsalvat veía sin cesar el desfile monstruoso y fantástico de aquellas mujeres. Las veía manchar las ciudades, pudrirlo todo, envenenar la estirpe humana. Y veía detrás de ellas, con los látigos en lo alto, con sus bolsillos hinchados de billetes, con sus conciencias deformes, a los culpables del gran crimen. Y detrás de ellos, espoleándolos, protegiéndolos, veía a los cómplices que eran la Sociedad, el Estado, la Policía, los que venden la mentira, los hombres todos, que han hecho del mundo, que debió ser sencillo y hermoso, una cosa horrible, gigantescamente desoladora.
Ninguna buena noticia obtuvo Monsalvat en aquellos lugares de la Boca. Nadie sabía nada. Le hicieron ir de un lado a otro, para burlarse de él, para robarle. Asegurábanle que tal sujeto le daría informes, y allá iba Monsalvat a buscarle, de cafetín en cafetín, de taberna en taberna. Recorrió de este modo todos los sitios de la Boca, de este barrio siniestro y rojo. Fué a las casas de juego, a los lupanares, a las posadas. Estuvo en distintas fondas y tabernas, en cada una de las cuales se hablaba un diferente idioma. Aquí oía frases en inglés o en alemán, allí palabras noruegas o rusas o finlandesas. En este sitio reconocía las extrañas lenguas balcánicas; en aquel otro los bárbaros dialectos árabes del norte de África. Entró en un bar de coreanos, en un restorán chino. Trató en un mes toda clase de gentes. Una turba de vividores, de pobres diablos, y de delincuentes desfiló ante sus ojos. Hasta en un café y en un club de caftens llegó a entrar. Y todo inútil, completamente inútil.
Una tarde volvió a aquella casa donde estuvo Nacha unos días. ¿Cómo no se le ocurrió ir antes? Pero en vez de dirigirse a alguna de las muchachas se encaró directamente con la patrona. Le ofreció mil pesos si[278] le averiguaba el paradero de Nacha. La patrona era una vieja llena de mañas y de embustes, dicharachera, mal hablada. Fumaba unos puchos gruesos y cortos que preparaba ella misma, con hojas de tabaco del Paraguay. Al oir que le prometían mil pesos abrió los ojos. Y entonces, interesada por aquella oferta, refirió todo.
Lo detestaba al Pampa. La había engañado y explotado. Arnedo llevó allí a Nacha, en efecto. La robó una noche, ayudado por su patota y en complicidad con Mauli. Nacha quedó en la casa, encerrada como si estuviera presa. No quería aceptar ningún hombre, y parecía una furia insultando a todo el mundo. Arnedo, entonces, amenazándola con un revólver, la hizo escribirle a Monsalvat. Con esto, Arnedo pensaba dominarla, convencerla de que era inútil la resistencia a sus propósitos.
—Y a Arnedo, ¿lo aceptaba?—preguntó Monsalvat.
—¡De ande, mi vida!—exclamó la vieja, metiéndose el pucho en la boca.—A ése lo puteaba lo mismito que a mí y a toda la santa humanidad. ¡Arisca la potranquita! Y a más, que él tampoco la buscaba. Lo que quería al traerla aquí, era vengarse. ¿De quién? No me preguntés m'hijito.
—¿Y no sabe usted dónde está Nacha?
—¿Yo...? Sí, pues... Este...
Se cambió el pucho al otro rincón de la boca, y agregó:
—Mirá, mi vida. Si me aflojás cincuenta de la nación te voy a dar un lindo dato. Y te advierto que esta vieja no miente. Diciendo la verdá me he criao y diciendo la verdá me he de morir.
Monsalvat le entregó el dinero, y la vieja le dió dos consejos. Uno, que hablase con un tal Amiral, un infeliz que era amigo de Arnedo y que por plata le sacaría al Pampa la verdad. Y otro, el mejor según la vieja, que viese a una lavandera llamada Braulia, conocedora de todos los clandestinos del barrio porque "sabía" llevarles muchachas.
Y allá fué Monsalvat en busca de la Braulia. Era una negra y vivía en un cuartucho de tablas, al fondo de un terreno baldío. La negra, hedionda, motosa, parlanchina, le dijo que a la noche siguiente le contestaría. Monsalvat debía esperar en un café, sobre el río. Pero temiendo una celada, pues había aprendido a desconfiar, preguntó por qué no podía esperar en la calle, en una esquina, o en un café conocido. La negra declaró que tenía que ir donde ella decía. Y si no le gustaba a Monsalvat, se quedaría sin la muchacha.
A la noche siguiente fué al café. Su entrada no llamó la atención. Los parroquianos, unos diez sujetos divididos en tres grupitos, le habían filiado en un segundo; pero fingieron no advertir su presencia. El café era un antro repugnante, una cueva de techo bajo, y sillas, bancos y mesas llenos de grasa y mal olor. Un mulato servía en mangas de camisa. Tres negros, norteamericanos sin duda, borrachos a no poderse tener, cantaban una canción con ritmo de cakewalk. Abrían la boca anchamente, estiraban sus jetas y mostraban las encías rojas y los dientes blanquísimos. Cantaban al son de un acordeón colosal, muy parecido al bandoneón. Desde la mesa que había ocupado Monsalvat, veíase una barcaza roja y encima el cielo es[280]trellado. Por la calle pasaba a cada momento algún borracho.
Monsalvat esperaba al mensajero de la negra, cuando un hombre se le acercó. Le dijo que pertenecía a la policía secreta y le aconsejó que se fuera. Ése no era sitio para él, y si le habían citado allí—según Monsalvat explicó—era con toda seguridad para robarle. Monsalvat abandonó para siempre el barrio.
Entonces decidió ver a Amiral. Pero a Amiral era poco menos que imposible encontrarle. No comía jamás en su casa, y muchas noches tampoco iba a dormir. Y como Monsalvat no lo conocía y Amiral era íntimo de Arnedo, no podía escribirle citándole.
Mientras conseguía entrevistarse con Amiral, Monsalvat continuaba buscando a Nacha. Empezó a faltar al empleo y a dedicar sus tardes enteras a esta desesperada búsqueda. Con aquella lista que le diera Torres, fué hurgando en todos los rincones de "la vida".
—Aquí no está. No la conocemos—le decían.
Y con su lista en el bolsillo iba a otra casa y luego a otra y luego a otra más. Explicaba, discutía, daba mil datos sobre Nacha. Algunas veces rogaba, pero otras se enfurecía e insultaba a las mujeres. Allí no estaba. No la conocían. Exasperado, con la agitación de un poseído, salía a la calle y, trepándose al primer automóvil que pasaba, daba las direcciones de otras casas. Ya no pensaba sino en encontrar a su amiga. Llegó a creer que todo el mundo se había complotado para engañarle. Pero él la encontraría porque contaba con una poderosa fuerza: la voluntad de encontrarla.
—Aquí no está. No la conocemos.
¿Cómo? ¿Allí tampoco estaba Nacha? Entonces, ¿se la había tragado la tierra? ¿No sabían nada...? ¡Mentira! Le estaban engañando, querían explotarle como tantas veces lo hicieron. Todo era embustes, hipocresía, maldad en las mujeres de la vida. ¡Y pensar que él las había defendido, que él se arruinó por ellas! ¡Ah, Nacha, Nacha! ¿Adónde la había llevado su destino triste? Ella decíale en la carta que no la buscara, pues su suerte era ser una mujer de mala vida. Pero por lo mismo la buscaría. Con más ardor que nunca, con más desesperación que nunca. La buscaría, no ya por amor, sino para salvarla de caer en el pozo de aguas pútridas en cuyo borde se tambaleaba trágicamente.
—Aquí no está. No la conocemos.
Cada una de estas frases, y otras semejantes que oía, sonaban en su cuerpo como un brutal latigazo. Salía de las casas malditas, enfermo, físicamente dolorido. Y no se habituaba a las negativas. Al principio, entraba en los lupanares con el alma ardiente de esperanzas. Pero ahora entraba vacilante, con una cara extraña: dispersa su mirada en las personas y las cosas circundantes, o fijos sus ojos en los de la mujer a quien se dirigía. Sabía que allí también diríanle: no está. Y sin embargo entraba, y hacía la pregunta. Casi siempre huía del lupanar, sin agregar una palabra. Pero más de una vez, ante la estupefacción de las mujeres, lanzó una angustiosa exclamación, o cayó sobre una silla, con sus dos manos en el rostro.
—Aquí no está. No la conocemos—oía en todas partes.
Y entonces pensó que tal vez hubiera muerto. Y al imaginar la muerte de Nacha, algo le oprimió la garganta, mientras su cuerpo sintió la sensación calmante de sumergirse en un baño de agua tibia. ¡Nacha muerta! ¿Qué haría él sin Nacha? ¿Volvería a su mundo? ¿O se quedaría allí, entre los de abajo? ¿Pero cómo era posible que Nacha muriera sin que él lo presintiese y lo supiese? ¡No, Nacha no había muerto! Nacha vivía, y le amaba a él, y estaba esperándole.
—Aquí no está. No la conocemos—decíanle siempre.
¡Y bueno! ¿Acaso él no sabía que Nacha no estaba allí? Nacha le amaba y le esperaba. Que supieran todas que Nacha le esperaba. Esto era la verdad. Y si él fué a esa casa a preguntar, lo hizo por cumplir su deber. Nada más. Podían las mujeres de esas casas irse al diablo. Ya no les preguntaría más a las muy ladronas. ¡Nacha le esperaba! ¿Qué se le importaba a él, ahora, del mundo entero? ¿Qué le importaba de la sociedad, ni de los que sufren, ni del cabaret, ni de los obreros asesinados en la plaza, ni de la muerte de su madre, ni de la muerte de su hermana? En su corazón se había entrado un pajarito azul, y cantaba, alocado, incesantemente, una dulce canción de dicha. ¡Nacha le esperaba!
¿Pero en dónde?
Mientras tanto, Monsalvat se observaba. Notó que a veces se le hacía un vacío en la cabeza, y que entonces se ponía pálido y que no podía caminar como antes. Otras veces, era un dolor en la nuca; un dolor sordo, persistente, un dolor como causado por una cuña [283] que le hubiesen clavado allí. Pensó si sería aquello debilidad cerebral, si estaría enloqueciéndose. Se alimentaba pésimamente y casi no dormía. Se acostó, y permaneció en la cama una semana.
Una tarde llegó un sobre del ministerio. Era la exoneración. Monsalvat sonrió sin darle importancia. Junto con el sobre venía una tarjeta del subsecretario, donde le decía que el ministro lamentaba el haberle exonerado, pero ante las innumerables inasistencias de Monsalvat y sus distracciones—algunas de las cuales pudieron tener serias consecuencias—no podía dejarle en el ministerio. Monsalvat tiró aquellos papeles al suelo, sonriendo, mientras decía, en voz alta:
—¡Bueno! ¿Y qué me importa de este detalle insignificante, si ella me quiere y me está esperando?
Pero el detalle de la pérdida del empleo, lejos de ser insignificante para él, venía a complicar su situación económica. Porque había llegado Noviembre y no había pagado el tercer servicio de su hipoteca. Debía, pues, dos semestres y el Banco le apremiaba. ¿Pero de dónde sacar los tres mil doscientos pesos que representaba la deuda de esos dos semestres? Además, como daba más dinero del que podía dar y en su nueva recorrida por los lugares malditos no faltó quien explotase su buena fe y le robase, había tenido que endeudarse con usureros, obligándose a intereses fabulosos que no había pagado. Pero el mismo Banco le sacó de apuros, vendiendo su propiedad. La venta produjo apenas sesenta mil pesos. Fué en un día muy caluroso del mes de Noviembre y hubo escasa concurrencia al remate. Ya por entonces comenzaba a advertirse la tremenda crisis económica que debía es[284]tallar catorce o quince meses después, en mil novecientos trece. El valor de la propiedad descendía, la crisis presentíase en todas partes, y nadie se arriesgaba a comprar casas sino a precios muy bajos. El Banco cobró los cuarenta mil pesos de la hipoteca y los dos semestres adeudados. Monsalvat pagó a los usureros y quedó con poco más de diez mil pesos. Con esta suma pensaba vivir dos años, en caso de no encontrar trabajo ni empleo. Pero estaba escrito que la suerte le sería hostil. Depositó sus diez mil pesos en un banco extranjero que, pocos meses después, debió quebrar ruidosamente.
Una mañana encontró por fin a Amiral. Monsalvat, sin preámbulos ni circunloquios, le dijo lo que deseaba de él: que averiguase de Arnedo, hábilmente, donde estaba Nacha. Amiral, apenas oyó nombrar a esta mujer de vida galante, sonrió madrigalescamente mientras se retorcía sus largos y enhiestos bigotes color choclo. Y abriendo y cerrando sus kilométricos brazos, exclamó:
—¡Bien decía yo! Claro, no podía ser que un hombre como usted, que ha estado en París... Así es que yo, cuando oía que usted se había puesto a regenerar muchachas alegres, no quería creerlo. Yo pensaba que usted era un mozo vivo, que aprovechaba la vida. Y ahora veo que no me equivoqué...
Monsalvat tuvo intenciones de abofetear al pobre diablo. Pero se contuvo, por Nacha. Amiral, incapaz de observar el estado de ánimo de Monsalvat, le miró con toda su malicia, y agregó, en tono confidencial:
—Usted hizo bien en valerse de una estratagema,[285] porque aquí en Buenos Aires, ¡es una desgracia!, no hay ambiente...
Monsalvat no intentó disuadir de su convicción a aquel imbécil. Y se limitó brutalmente, sin rodeos, a ofrecerle mil pesos si averiguaba de Arnedo el paradero de Nacha. Amiral titubeó. Pensó que tal vez le correspondía ofenderse. Pero en seguida, consultada su conciencia, resolvió aceptar. No correspondía ofenderse tratándose de mil. Ahora, si le hubieran ofrecido cincuenta o cien... entonces sí.
Algunos días pasaron. Monsalvat observaba con pánico el avance de su desequilibrio nervioso. Una tarde, tomando un café con leche en una confitería del centro, sintió en el cerebro aquel vacío de otras veces. Se alarmó, y en seguida le temblaron las manos, le bañó el cuerpo un sudor frío, y tuvo que levantarse con ayuda del mozo de la confitería y hacerse subir a un auto que le llevó a su casa. No podía leer ni escribir. Su inteligencia parecía dispersa, rota en pedazos. Había perdido toda su voluntad y su energía. Sentía Monsalvat como si su organismo entero tuviese cada día menos cohesión, como si las partes todas de su individuo no formasen un solo ser y no obedeciesen a una sola ley. A veces parecíale que vivían en él varios hombres distintos. Y así uno de ellos observaba los movimientos sin motivo y los pensamientos inexplicables del otro. Monsalvat fué un espectador de sí mismo.
Por fin, una mañana de Diciembre, Amiral le dijo que Arnedo nada sabía de Nacha. Después de tenerla encerrada en una casa varios días, la llevaron a otra, y después de dos semanas huyó de allí.
Monsalvat la creyó perdida para siempre. Y se asombraba de que las palabras de Amiral no le hubiesen impresionado. Se quedó como un tonto, mirando a lo lejos. Pero sentíase tan mal, sentía tan disgregado todo su ser, que tuvo necesidad de buscar a algún amigo. Fué a casa de Ruiz de Castro. No quiso visitar a Torres, temiendo que el médico le considerase enfermo o loco. Ruiz de Castro se impresionó hondamente al verle. Monsalvat lo notó, balbuceó algunas palabras incoherentes, sus piernas se doblaron.
Una noche dolorosa había entrado en él y rodeaba su alma y su cuerpo. Su inteligencia no veía en aquella repentina oscuridad del mundo. Su ser habíase tornado insensible para la belleza y la realidad del mundo.
El momento trágico de la tempestad había pasado. ¡Qué profunda calma en las cosas! Todo callaba en el universo.
Monsalvat vivía en un sanatorio de Almagro, llevado allí por sus amigos. En el pequeño parque con altísimos eucaliptus, Monsalvat paseaba casi todo el día, tranquilo, silencioso. No pensaba en nada. No quería pensar en nada. Sentíase un hombre nuevo, había nacido otra vez. ¿Qué podía importarle el pasado? Había que mirar hacia adelante, vivir siempre en el porvenir. Nacha ya no existía para él. O mejor dicho, creía que no existiese. Y con Nacha había desaparecido de su corazón y de su inteligencia un mundo entero: un mundo de sentimientos y de ideas. No era que Monsalvat rechazara en realidad su vida de todo un año. Era que, pasada la tempestad, ante el mundo nuevo que miraban sus ojos no podía vivir con los mismos sentimientos y las mismas opiniones de antes.
Pero si Monsalvat tenía la paz, no tenía algo que él amaba más que la paz: la libertad. Y desde que se sintiera fuerte y sano, deseó huir de aquella casa. Además, había allí, en aquel sanatorio para nerviosos y epilépticos, un par de locos pacíficos, de maniáticos.[288] A Monsalvat le molestaba la presencia de aquellos pobres seres, pues le hacían imaginar que su empeño de reformar el mundo era la ilusión de un maniático.
Sus amigos visitábanle muy poco. Se daban a sí mismos la excusa de que el sanatorio quedaba lejos del centro. Pero estaban satisfechos de su amistad y buen corazón, ya que pagaban a Monsalvat el sanatorio.
Una tarde, cuando Monsalvat estaba completamente sano, Ruiz de Castro y Torres le visitaron. Hablaban en el jardín, sentados en un banco. Por primera vez desde su enfermedad se tocó el tema prohibido. Monsalvat lo había en cierto modo iniciado, refiriéndoles a sus amigos aquella sensación como de haber nacido nuevamente. Torres quiso conocer el verdadero estado de Monsalvat, y así le dijo:
—Ahora habrás comprendido, ¿eh? la inutilidad de todo lo que has hecho...
—Eso nunca—afirmó Monsalvat.—Hacer el bien jamás puede ser inútil.
—Aceptemos que hayas hecho un poco de bien a otros—terció Ruiz.—Muy bien. Pero es indudable que te has hecho un mal a ti mismo.
—Estás equivocado. Me he hecho un gran bien a mí mismo. Y tanto, que ahora no estoy descontento de mí. No sé lo que he de hacer mañana; pero sé que si soy otro hombre, lo debo a mis ideales.
—¿Volverías entonces a las andadas?—exclamó Torres con fastidio.—No veo en qué eres un hombre nuevo. Al contrario, ¿eh? lo que hallo en ti es que la vida no te ha enseñado nada. Parece mentira que después de un año de fracasos, de fracasos en todo sentido, [289] ¿eh?, todavía pienses en salir tú solo a reformar el mundo.
Monsalvat quedó un instante pensativo. Luego dijo:
—La vida, no los fracasos, porque no fracasé, me ha enseñado la poca eficacia del esfuerzo individual. Ahora creo que no solamente nunca lograría reformar el mundo, sino que tampoco lo reformarían cien mil hombres que procedieran aisladamente como yo.
—¡Vaya, hombre! Por fin—exclamó Ruiz de Castro.—Era tiempo de que te convencieses de que el mundo es irreformable.
—No he dicho eso. ¡No! Al contrario, ahora lo considero más reformable que nunca. Pero ahora sé que es necesario una disciplina, un método, un programa. Ahora sé que el ideal individual, la acción de un solo hombre, son poco eficaces para el buen éxito. Pero no reniego de ese ideal ni de su acción, pues de allí parte el impulso. La acción, por acertada que sea, no puede triunfar si no la precede y la acompaña un ideal exaltado. ¿Me comprenden? El mundo ha de ser reformado en absoluto, hay que construirlo otra vez. Pero se debe ir poco a poco. No con demasiada lentitud, sin embargo. Poco a poco, sí... ¡Pero de cuando en cuando, el fuerte impulso de los idealistas, de los soñadores, de los locos, de los que proceden por corazonadas!
Los dos amigos se miraron. Consideraron sin duda que Monsalvat era caso perdido.
—Pero ¿para qué tanta reforma del mundo? ¿Para casarte con una loca?—exclamó Torres, brutalmente.
Monsalvat no contestó. Su amigo comprendió la injusticia de sus palabras, y para atenuar su efecto trató[290] de mostrarse cariñoso. Habló de temas triviales. Estaba junto a Monsalvat, y su brazo, extendido sobre el espaldar del banco, tocaba los hombros del amigo. De vez en vez, con cualquier pretexto, sobre todo si había que reir, bajaba un poco el brazo y apretaba cariñosamente la espalda de Monsalvat.
Se fueron descontentos. Monsalvat vió que todo en él, sus opiniones, su vida del año anterior, sus sentimientos, eran comprometedores para aquellos hombres. Les creía buenos y relativamente generosos; pero débiles ante las opiniones del mundo. No dudaba de que, por más que le quisiesen, entre él y la sociedad optarían siempre por la sociedad. Y desde entonces, Monsalvat no pensó sino en huir de aquella casa. Quería huir para que sus amigos ignorasen adónde iba. Ya que él les comprometía, iba a ahorrarles el trabajo y la pena de abandonarle. Él abandonaría a sus amigos. Quería pasar por un desagradecido antes que aceptar la molesta situación que se origina entre personas que desean cortar una amistad y no se atreven o no pueden o no saben hacerlo. Monsalvat quería también ser libre. No ya con la libertad material, que lograría cuando quisiese; sino libre de aquellos amigos que representaban el único hilo que le ataba aún a la sociedad.
Y un día huyó del sanatorio. No llevaba sino lo puesto. Ni un centavo en el bolsillo. Desde Almagro vino al centro a pie. Era el amanecer. Un cielo límpido, transparente, se ahondaba en una vasta profundidad azul. Algunas estrellas se retardaban todavía. En las calles las últimas sombras iban retirándose lentamente. Las más tenaces se aguaban bajo los ár[291]boles y rodeaban los troncos y las ramas, como velos oscuros. A lo lejos, por el lado del puerto, acababa de surgir una tenue claridad rosada. A Monsalvat aquel primer contacto con la vida exterior, después de varios meses de clausura, causábale una extraña sensación de alegría, de inocencia, de rejuvenecimiento. ¡Oh, sí! ¡El mundo era nuevo, había nacido otra vez!
Y mientras recorría las calles solitarias, se complacía en ese bello sueño. No sentía ni el frío ni el cansancio. Imaginaba que todo había sido reconstruido. El cielo era más hermoso que antes, las cosas tenían una pureza desconocida, los hombres vivían en el mutuo amor. Pensó que siempre debió ocurrir lo mismo. ¿Cómo podían los hombres no amarse mutuamente, ignorar la pureza del corazón, con aquel cielo y aquellos colores y esa claridad que avanzaba con tanta gracia, con tanta armonía, con tanto cariño para los hombres y las cosas? Pero entonces recordó que los hombres, salvo los pequeños de la tierra, no contemplaban jamás estas claridades. Y pensó que tal vez por ello no advertían el advenimiento de otra claridad, de otra aurora que iba pronto a llegar...
Pasaban las calles arboladas. Iba despertando la ciudad. Gentes humildes, trabajadoras en su mayoría, aparecían ahora a cada momento. Las puertas de las casas se abrían. El cielo había perdido su hondo azul y se volvía claro, refulgente, luminoso. El mundo estaba rosado, como si una cándida suavidad lo envolviera. Luego surgió el sol, y la mañana se llenó de rumores, de luces, de alegrías, de miserias. ¡La vida! Monsalvat respiró aquella libertad. Sintióse sano y[292] bueno. El frío había huido de su cuerpo y no pensaba en nada.
Pero no pasó mucho tiempo sin que la fatiga le saliese al encuentro. Quiso alejarla. Inútilmente. Ella se prendió a sus piernas, abrazó su cuerpo y le hizo difícil el caminar. Iba llegando a la plaza del Once. Cuando estuvo allí se sentó en un banco. Descansó una hora, dormitó un rato. Después pensó en su situación. ¿Adónde iría? Ante todo necesitaba casa. En un hotelucho de la plaza del Once, un establecimiento ambiguo y sórdido, le negaron pieza por no llevar valija. En otros hoteles de modesta categoría sucedióle lo mismo. Así pasó la mañana. Por fin se acordó de un español, cuya mujer tenía casa de huéspedes en la plaza Lavalle, y al cual favoreció él en otro tiempo. Y allá se encaminó.
Era más de las doce y el hambre comenzaba a hostigarle. En la plaza Lavalle, al pasar por los Tribunales, quiso disimularse. No deseaba que le viese ninguno de sus antiguos compañeros. Apresuró su paso, mirando a los que venían en dirección contraria. Pero de pronto, al ir a cruzar la calle, topó con un sujeto mal entrazado, que le saludaba con actitudes serviles. Era Moreno. El hombre dijo que frecuentaba siempre los Tribunales en procura de copias o de algunas comisioncitas. Monsalvat le preguntó por la mujer y por Irene.
—Mi doptor, la desgracia se enseñoreó de mi castigado hogar. Irene... ¿Pero a qué recordar males pasados? Otro día, mi doptor, le contaré largamente los sucesos. Ahora, luchamos con mejor éxito contra el ensañamiento de los Hados. Mi mujer es encargada [293] en un conventillo. Un poco lejano, allá en Barracas, cerca del puente. Pero en fin, vivimos, mi doptor.
Mientras el hombre seguía hablando, Monsalvat encontró la solución necesitada. Preguntóle a Moreno si había un cuarto desocupado en la casa.
—En efecto, mi doptor. Lo hay. Pero, ¿por qué esa pregunta?
—Porque yo lo tomo desde este instante.
Moreno quedó estupefacto. Luego protestó, con grandes aspavientos. Él nunca permitiría que el doctor Monsalvat, una antigua lumbrera de la ciencia jurídica, fuese a vivir en un miserable tugurio. Pero Monsalvat insistió. Eso era cosa de él. Moreno imaginó que sin duda Monsalvat trataba de ir a ese barrio para hacer alguna gran obra de bien, y consintió en llevarle. Además, pensó en sus seguros beneficios. No le faltaría algún pesito para los vicios, algunas comisiones, alguna dádiva de importancia. Sin contar con los buenos pretextos que él inventaría: negocios, deudas urgentes, falta de ropa.
El procurador daba las señas de la casa cuando unas palabras de Monsalvat le exaltaron a la cumbre del azoramiento. El doctor le había pedido algunas monedas para el tranvía. Moreno, a causa de la impresión, quedó con los brazos abiertos, rígido. Había dado a su cara una expresión de espanto.
—¿No es broma, mi doptor?—exclamó luego, incrédulo.—¿Es posible que a este infeliz Moreno, a Moreno el paria, a Moreno el hijastro de la providencia, le pida unas monedas el sapiente, el ilustre doctor Fernando Monsalvat?
El procurador observó el aspecto de Monsalvat y[294] comprendió que su situación no era envidiable. Estuvo a punto de negarle que en el conventillo hubiera cuarto. Pero recordó todo lo que Monsalvat hizo por su familia, y, en un momento de generosidad, sacó de su bolsillo diez centavos y se los entregó al abogado. Cuando Monsalvat se alejó, el hombre quedó un cuarto de hora con los brazos cruzados, cabeceando filosóficamente, meditando sobre los destinos humanos.
Monsalvat instalóse en el conventillo.
Escribió a su madrastra, es decir, a la mujer legítima de su padre, exponiéndole sus derechos a la herencia y pidiéndole una cantidad, a cambio de ellos. Su padre había muerto sin testar, pero él sospechaba la existencia de un testamento al que sin duda hicieron desaparecer. Los amigos de Monsalvat, Ruiz de Castro principalmente, querían obligarle a pleitear, pero él jamás consintió. En la carta dirigida a su madrastra, a la que apenas conocía, hablaba con modestia, invocando la justicia, pero también insinuando su deplorable situación económica, como para despertar sentimientos fraternales. Mandó la carta con Moreno.
Su madrastra era una mujer perversa. Desde niño, le hizo a él todo el daño que pudo. Nunca asintió en que conociera a sus hermanas. Las niñas debían ignorar la existencia de aquel pecado de su padre. Ellas debían creer que Fernando era un pariente lejano. La señora no contestó la carta. Limitóse a poner dentro de un sobre un billete de cincuenta pesos. Monsalvat, que no se fijaba en cantidades y que no advertía la maldad ajena, no comprendió la intención ofensiva de semejante envío. Por el contrario, admitió el dinero alegremente, y todavía se lo agradeció en una afec[295]tuosa carta. Los cincuenta pesos fueron para comprarse un poco de ropa, para pagar parte del alquiler del cuarto y para remunerar las comisiones de Moreno. Durante el segundo mes vivió del agradecimiento de la mujer de Moreno, que le permitió quedarse allí sin pagar. Dijo la mujer al propietario del conventillo que el cuarto estaba desocupado. Monsalvat no tenía ni qué ponerse. La mujer de Moreno le daba algo de comer: lo que sobraba en su cuarto, que era bien poca cosa.
Mientras tanto, él escribía artículos y los mandaba a los diarios y a las revistas. Convencido de que algo tenía que decir, había concluido por sentir en él la vocación de escritor. En una revista le publicaron un artículo. Los treinta pesos fueron entregados a su protectora.
Ese mismo día se preparó para salir. Llevaba dos meses de clausura, dos meses extraños, viviendo una vida puramente interior, lejos del mundo, lejos de todo. Acostado casi todo el día, sólo hablaba con Moreno, que se metía en el cuarto a darle conversación. Él le hacía referir la triste historia de Irene, que se la oyó así innumerables veces. Pero a Monsalvat, por más que la supiese de memoria, siempre le interesaba. Le conmovían los sufrimientos de aquel padre que, al narrar tantas tristezas, perdía su ridiculez y adquiría algo de noble. Le conmovía la tragedia de aquella pobre Irene que le había querido apasionadamente.
Irene, enamorada de un hombre que Moreno sospechaba fuese Monsalvat, había pasado unas semanas como una loca. Era todo nervios, exaltaciones. Por cualquier insignificancia se ponía furiosa, amenazaba [296] a la madre, insultaba a Moreno, pegaba a los hermanitos. En seguida le salió un novio. Un muchacho que trabajaba en una peluquería del barrio. Era feo, extremadamente moreno, y de poca airosa figura. Ella lo aceptó, nadie sabía por qué. No le gustaba, decía de él que era un estúpido y un vulgar. Sin embargo, iba a casarse. Pero un día, una mujer del barrio le dijo a Irene que el peluquero tenía una amante, una mujer casada que vivía allí cerca. Era exacto, pero la denunciante no contó que el peluquero acababa de cortar esas relaciones para casarse con Irene, a quien comenzaba a querer. Irene sintióse humillada. Le pareció una injuria espantosa que aquel hombre la engañase. Su amor propio la enfureció, la enloqueció. Y una tarde, en que sus padres no se hallaban en la casa, Irene, para vengarse, llamó al primer hombre que pasó por la calle, y, después de explicarle todo, se le entregó. El peluquero lo supo. Exasperado, el muchacho acudió con un revólver y lo descargó sobre Irene. No la hirió. Intervino la justicia y el peluquero fué a la cárcel. Irene huyó de la casa. Nadie sabía dónde estaba. Lo único que pudo averiguar Moreno era que todas las semanas su hija visitaba al peluquero en la prisión. Pero ¿de qué vivía? ¿Y cómo vivía?
—¡Se ha perdido, doptor, se ha perdido!—exclamaba el padre llorando.—¡Era la flor de mi casta! Era buena, trabajadora... ¡Y linda como ella sola, mi hija querida! Y pensar que yo tengo la culpa, yo, el más grande de los borrachos. ¡Las consecuencias del vicio! Porque mi hijita es una hija del alcohol. Por eso salió como salió.
Y se tapaba la cara con ambas manos, sentado en [297] la única silla del cuarto, mientras Monsalvat se vestía.
—Cálmese, Moreno, ya la hemos de encontrar.
El hombre levantó los brazos al cielo, y lúgubremente, entre sollozos, exclamó:
—¡Te fuiste, hija mía! Te fuiste para no volver. ¿Por qué quisiste asesinar a tu digno padre, el desgraciado, el maldito procurador Moreno? ¡Destino implacable! ¡Suerte injusta!
Terminaba Monsalvat de vestirse—de colocarse un sobretodo de verano sobre la camisa, pues había empeñado el saco y el chaleco—, cuando entró la mujer de Moreno. Dijo que unas señoras deseaban hablar con Monsalvat. Monsalvat miró severamente a la mujer. Comprendió que se trataba de damas pertenecientes a alguna sociedad de beneficencia y que la mujer de Moreno les refirió el caso de Monsalvat: un doctor, un mozo inteligente y fino, que vivía en la miseria.
Monsalvat salió al patio, dispuesto a no mirar a las señoras, cuando oyó los gritos de una pobre mujer del conventillo. La mujer hablaba con desprecio de las señoras, que no la socorrían porque tenía un hijo y era soltera. Vociferaba contra "los curas", contra las sociedades de beneficencia, contra las pobres que adulaban a las señoras para sacarles dinero. Las dos señoras no parecían enojadas ni intimidadas. Debían serles habituales semejantes escenas. Monsalvat les preguntó:
—¿Es cierto lo que dice esa mujer?
—¡Ay, pero si yo lo conozco!—exclamó una de las damas caritativas, que resultó ser Isabel, aquella mu[298]chacha que una vez comiera junto a Monsalvat, en casa de Ruiz de Castro.
—¡Es Monsalvat!—exclamó la otra, la gordita oradora y simpática, la defensora de las instituciones.
Monsalvat les tendió la mano, sonriendo fríamente. Las dos estaban apenadas de ver la situación de Monsalvat. Pero trataban de disimular, para no ofenderle. Monsalvat inquirió de nuevo si era cierta la acusación de la mujer, que aún seguía gritando.
—Es cierto, Monsalvat, pero...—empezó la joven dama.
—Esa mujer tiene entonces razón. A ustedes les falta caridad. Hacen esto por pasar el tiempo, por ocupar cargos en las sociedades de beneficencia, por motivos mundanos, y nada más.
Y ya lanzado por este camino, continuó. Fué implacable, duro. Parecía que ejerciese una venganza. Envuelto en aquel sobretodo que le venía grande, haciendo raros movimientos con los hombros, abriendo los ojos, que a causa de la flacura habíanse agrandado, Monsalvat, conminando a aquellas mujeres distinguidas, en un conventillo de Barracas, resultaba una figura extraña. Las mujeres bajaban la cabeza, como aceptándolo todo. Monsalvat, excitado, no advirtió que la muchacha, Isabel, se apartaba del grupo e iba en busca de la mujer que protestaba, para darle todo el dinero que llevaba encima, su dinero, no el de la sociedad. Y cuando Isabel volvió, tampoco pudo notar que la dama se quitaba un guante y después un anillo. Cuando él se interrumpió, la señora, en tono humilde, serio, sin sentimentalismo, dijo:
—Monsalvat, tome esto y véndalo y déle el dinero a la mujer.
Monsalvat tomó el anillo.
—Y si usted...
Lo miró, temiendo que se ofendiera. Él hizo un gesto de rechazo. Ella entonces quiso hablarle aparte, y entró en la pieza, sola con él.
—Usted necesita, Monsalvat. Acepte parte de lo que valga el anillo. Hay el deber de vivir, Monsalvat. Créame que nosotras no somos malas. Cuando aquella noche hablé así, usted se acordará, era porque no conocía el mundo. Después he sufrido y ahora comprendo muchas cosas...
Monsalvat insistió en su negativa. Les dió la mano, ahora con afecto, y salió de la casa, acompañado de Moreno, que no salía de su asombro por cuanto viera y oyera y que se ofrecía a Monsalvat para vender el anillo, cosa que él rechazó de plano. Monsalvat había comprendido que, en efecto, aquellas dos mujeres, y tantas otras de su condición, no eran malas sino buenas; y que si parecían malas ello se debía al ambiente de egoísmo en que se habían formado y vivido. La maldad no era una cosa individual, sino un producto colectivo, una consecuencia de las ideas dominantes y de la actual organización social.
Subieron a un tranvía, en dirección al centro de la ciudad. Monsalvat ahora se alegraba de que viniese Moreno. Sentíase débil. Durante las dos cuadras que debió hacer a pie, apenas pudo caminar. Las piernas se le doblaban. En el tranvía iba al principio mareado. Las casas y la calle no estaban en su verdadero plano. Subían, bajaban, parecían lejanas. Como el tranvía [300] estaba lleno de gente, Monsalvat y Moreno habían debido separarse. Moreno ocupó un asiento delantero y Monsalvat quedó bastante atrás.
El tranvía iba por la calle Piedras. A la altura de Méjico o de Venezuela el vecino de Monsalvat se levantó para ceder su lugar a una mujer. Monsalvat no la miró. Sólo veía su vestido negro, de luto. Pero al cabo de un rato notó que ella le observaba. Pensó que tal vez le conociera y se avergonzó de su aspecto miserable. Pero era difícil que le reconocieran, con la barba de una semana, aquel traje sucio, aquella flacura impresionante, aquel aire de hombre debilitado o enfermo. Se consoló con estos pensamientos, pero, por si acaso, torció su cuerpo hacia la ventanilla, para que la mujer no pudiese verle.
Mas apenas realizó esta maniobra, oyó una voz que susurraba su nombre dulcemente. Palideció, le temblaron las manos. Parecióle que toda una hilera de casas se hundía unos metros y se desteñía y que el tranvía marchaba inclinado, como si fuera a caerse.
—¡Cuantos meses sin vernos!—exclamó ella.—Mamá murió. Yo vivo en la calle Tacuarí, en la casa de huéspedes. Hace tiempo que vivo allí. Mi hermana dirige la casa. Yo...
Monsalvat había recuperado su normalidad. Pero no hablaba. No podía hablar. Escuchaba la voz de Nacha como quien oye una música de dulzura infinita. Escuchaba y soñaba. Pero no podía recordar sino vaguedades. La miró a los ojos.
Nacha había comprendido toda la vida trágica de Monsalvat. La había visto en su traje, en su aspecto de enfermo, en sus ojos que no tenían la fuerza de[301] otro tiempo y que ahora parecían despintados, grises, incoherentes.
Al cruzar el tranvía la Avenida de Mayo, un hombrón vulgarote, apaisanado, se acercó a Nacha y la tocó en el hombro. Nacha lo llamó y lo presentó a Monsalvat.
—Nos casamos pronto—dijo ella.—Es mi novio. Lo conocí en la casa de huéspedes, donde vive. Nos iremos al campo, a su estancia...
El sujeto miraba a Monsalvat con extrañeza y desconfianza. Estaba impaciente. Nacha, antes de levantarse, preguntó a Monsalvat su domicilio.
—¿Mi casa?—exclamó él, como si le hicieran la más rara de las preguntas.
Palideció otra vez, ahora intensamente. Volvieron a temblarle las manos.
—Quiero que sea mi testigo de casamiento—rogó ella, oprimiendo la mano de su amigo con una ternura que él jamás conoció en toda su existencia.
—¡Bueno, ya basta!—protestó el novio de Nacha, con una voz ronca e indignada.
—No puede negarse, Monsalvat. Se lo pido. Sea bueno conmigo. Dígame dónde vive.
Monsalvat oyó que alguien daba su dirección.
—Vive en mi casa, señora. Yo soy el procurador Moreno, a sus gratas órdenes. Me considero un fiel amigo del ilustre doptor. Pertenezco a la antigua familia de los Moreno de Chivilcoy, y aunque los rigores de los Hados...
Monsalvat ya no sentía el calor de la mano amiga. Nacha había bajado del tranvía, arrastrada de un brazo por su futuro marido.
Mientras estuvo encerrada por Arnedo en aquellas dos casas, Nacha sintió aumentar su odio hacia este hombre. Si antes del rapto temía ser atraída por él, era imaginando que él la deseaba. Pero ahora había visto su error. Ahora había comprendido que el Pampa era un verdadero monstruo, al que ella no podía querer en ningún sentido. La había robado ese hombre, no para hacerla suya, como ella pensó, sino por venganza, porque detestaba a Monsalvat, por mal instinto, por algo que había dentro de él y que él no podría remediar aunque quisiera. Nacha veía que el acto infame del Pampa era "la patada de ultratumba", de que tantas veces oyera hablar a su madre. Era el indio ancestral que reaparecía en Arnedo y le obligaba a un acto de barbarie, sin utilidad ninguna para él, y sólo por hacer el mal.
En su primera prisión, Nacha, indignada, vió una vez al Pampa: cuando con un revólver apuntándole, la obligó a escribir aquella carta que sería una catástrofe para Monsalvat. Desde entonces Nacha sentía una infinita lástima por Monsalvat. Le imaginaba sufriendo por ella, buscándola por todas partes. Ahora le quería más que nunca. Pensaba en él[303] las veinticuatro horas del día, y no deseaba sino que llegase una oportunidad en que pudiera darle toda su alma, sacrificarse toda entera por el hombre bueno.
Las dueñas de las dos casas le habían presentado a sus mejores clientes. Nacha, furiosamente, los había rechazado a todos. Quería irse de allí, amenazaba con la policía. Pero era tal la vigilancia que no podía ni mandar dos líneas al correo. En la segunda casa logró la amistad de una de las muchachas: una infeliz, de buena familia. Laura, como se hacía llamar, sólo iba por las tardes. Hija de un inglés alcoholista, casado en segundas nupcias con una perversa mujer de clase media, Laurita, maltratada por su madrastra, olvidada por su padre, cayó engañada por el eterno novio, y luego el consejo de una lavandera la condujo a la casa de perdición. Nacha, por medio de Laurita, hizo saber su situación a uno de los hombres que iban por su amiga a la casa, un abogado de influencia entre la gente del gobierno. El abogado dió parte a la policía, y una buena tarde Nacha quedó libre. El Pampa hubiera ido a la cárcel, pero no hubo modo de que Nacha ni nadie diera su nombre. Ella afirmaba ignorar quién la robó y la encerró allí.
De la casa maldita, Nacha fué llevada a la policía con objeto de declarar. El abogado habló allí con ella. Era un hombre compasivo, y, después de enterarse de la situación de Nacha, le ofreció un poco de dinero y le preguntó qué pensaba hacer.
—¿Y qué he de hacer? Seguir mi destino, señor.
—¿Su destino? Eso es una palabra sin sentido. Cada uno se crea su propio destino. Usted debe ir a la casa de su madre.
—No me recibirán, señor.
—Bueno. Iré yo, entonces, y arreglaré el asunto.
Nacha se instaló en el cuarto de Julieta, mientras tanto. Las dos amigas fueron al conventillo donde Nacha había vivido y se llevaron los muebles y las ropas de Nacha. El encargado, humilde y untuoso, les cobró medio mes, aunque el cuarto estaba alquilado a otra persona. Dijo el hombre que Nacha debía pagar el depósito. Preguntaron por Monsalvat, pero habíase marchado de allí. Pocos días después, el abogado avisó a Nacha que podía volver a su casa. La madre había muerto. Y era su hermana Catalina quien dirigía la pensión.
Nacha y Cata se saludaron como dos personas indiferentes. A Nacha le emocionaba el volver a su casa, el no encontrar a su madre, y, sobre todo, el pensar que allí conoció a Riga. Hubiera llorado a gusto, pero la sequedad de su hermana—sin duda estudiada, creía ella—la contuvo.
—¿Cuándo fué la desgracia?—preguntó Nacha.
—Hace un mes.
—¿Se acordó de mí? ¿Me habrá perdonado antes de morir?
—Se acordó y pidió que te buscáramos. Pero no pudimos encontrarte.
Cata mentía. No había pensado en hacer buscar a Nacha. Confiaba en que su hermana no apareciera, y así ella se quedaría con la herencia íntegra. Cata se había casado hacía años, poco después de que Nacha huyera de la casa, con un sujeto muy inferior a ella. La madre no quiso verla más y la consideró tan perdida como Nacha. Pero Cata enviudó a los dos[305] años y volvió a la casa. La herencia de la madre consistía en una casita en Liniers y en los muebles y demás objetos de "la pensión". Unos treinta mil pesos, en total.
Nacha había encontrado a su hermana cambiadísima. Hacía diez años, Cata era ágil y saltarina. Ahora habíase puesto regordeta y pesada; y como era bajita, su figura resultaba poco airosa. En aquellos tiempos, aunque ambas vivían peleándose, tenían buen carácter. Cata habíase agriado. Pero el constante malhumor no se le transparentaba en su blanco, fresco y lindo rostro. Nacha advertía con asombro el cambio de su hermana. ¿Cómo había llegado a hacerse mordaz y mala, ella que fué antes tan alegre? ¿A quién salía su hermana tan envidiosa, tan celosa, tan llena de pequeñeces?
Nacha se quedó en la casa. Salía rarísimas veces a la calle, para que su hermana no sospechase de ella. Ayudaba a Cata en los múltiples quehaceres domésticos, y llegó poco a poco a tener todo el trabajo, del que Cata se había desentendido hábilmente. Con los estudiantes de la pensión y otros hombres que vivían allí, las relaciones de Nacha eran muy superficiales. Apenas hablaba con ellos, temiendo que Cata dudase de su deseo de ser ahora una mujer honesta.
Pero estaba escrito que Nacha había de sufrir en todas partes. Cata la espiaba incesantemente. Si Nacha se detenía en el patio para cambiar dos palabras con algún pensionista, su hermana la miraba de reojo o se plantaba allí cerca para observarla. Nacha no podía discutir con su hermana sobre el motivo más insignificante, porque Cata la ofendía con frases alusi[306]vas a su vida pasada. Así, si se juzgaba del carácter de algún hombre, Cata interrumpía:
—Claro, vos tendrás razón. Has tenido buenas ocasiones para conocer a los hombres...
Si Cata hubiera reservado sus maldades para decírselas privadamente, Nacha las habría soportado. Pero llegaba hasta soltárselas en la mesa, delante de todo el mundo. Algunos reían, pero otros compadecían secretamente a Nacha. Una vez, como Nacha no comiera, Cata le preguntó:
—¿Qué? ¿Encontrás mal este plato?
Nacha contestó sencillamente que sólo le gustaba ese plato cuando lo habían preparado bien.
—¡Ah, claro!—exclamó sarcásticamente Cata.—En las aristocráticas casas donde has tenido la dicha de vivir, lo prepararían a la perfección...
Nacha iba así, una gota cada día, bebiendo su amargura.
Por desgracia para ella, tampoco encontraba su felicidad en otro lado. Había buscado a Monsalvat insistentemente y no había conseguido la menor noticia. Cierto que, al principio, Torres o Ruiz de Castro pudieron haberle dicho dónde estaba Monsalvat; pero ella no quiso ver a aquellos hombres. Recordaba cuando Torres la engañó, asegurándole que Monsalvat quería a otra mujer e iba a casarse; y supuso que ahora la engañaría nuevamente. Para Torres, como probablemente también para Ruiz de Castro, ella tenía la culpa de la situación de Monsalvat; ella era el enemigo a quien había que apartar.
No obstante, como los meses pasaban y su angustia [307] iba en aumento, Nacha fué una tarde al consultorio de Torres. Llorando le pidió noticias de su amigo. Torres le declaró la verdad. Monsalvat, enfermo de los nervios en un sanatorio, había huido y se ignoraba en absoluto dónde pudiera hallarse. Nacha no creyó. Imaginó que Torres la engañaba, y se fué, después de reprocharle quejosamente, sin acritud, sus crueldades para con ella.
Una mañana llegó a la pensión un huésped un tanto exótico en aquella casa de estudiantes. Era un hombrón corpulento, de anchísimas espaldas, de andar despacioso, de manos enormes y dedos cortos y rollizos. No era feo de cara, y sus facciones, vigorosas e inmóviles, de líneas firmes, parecían hechas a hachazos sobre un tronco de quebracho. El hombre vestía bombachas el día de su llegada, y calzaba bota de potro. Hablaba poco, como con miedo de desentonar. Pero reía, con robustas y grandes risas, de las enormidades que solían decir los muchachos. Cata le averiguó su vida y cuanto había que averiguar. Era rico, tenía una estancia en el Pergamino y había ido a aquella casa recomendado por un estudiante de sus "pagos": un bandido que les ofrecía así a los pensionistas, sus antiguos compañeros, excelente materia prima para sus diversiones. Pero Cata no toleraba la menor impertinencia respecto al criollo, a quien hizo su protegido. Mediante amables bromas al principio y maternales consejos después, Cata logró que el paisano mejorase notablemente su indumentaria y olvidase sus modismos camperos. El sujeto que, aunque tenía cara de malo, era en el fondo un buenazo, se prestaba a todo,[308] con cierto asombro de Nacha y de los pensionistas, que ignoraban adónde concluiría aquello.
Un buen día Nacha lo comprendió todo. El paisano comenzaba a hacerle el amor, instigado hábil y disimuladamente por Cata. Ya le intrigaron a Nacha las maneras cariñosas de su hermana desde que llegara el hombre, y después de un mes en que la hizo víctima de infinitas y pequeñas perfidias. Ahora veía que Cata había planeado desprenderse de ella y que contaba con la maleabilidad del sujeto y con los muchos atractivos de Nacha.
Las galanterías del paisano para enamorar a Nacha no debían diferir gran cosa de las que emplean los orangutanes. A ella, naturalmente, le repugnaba aquel bárbaro, por más dinero que tuviese. Estaba resuelta a rechazarlo cuando le declarase sus intenciones. Pero esto no ocurrió, pues fué la propia Cata quien habló en su nombre.
—No tenés motivo para negarte. ¡Tantos escrúpulos, y has andado por ahí con todo el mundo!
Nacha bajó la cabeza y permaneció así un largo rato.
—Yo no puedo tenerte aquí porque me comprometés. Aunque ahora seas una mujer decente, que lo dudo... porque cualquier día volverás a tus andadas y la cabra tira al monte..., nadie ignora lo pasado. Y como yo soy una mujer joven y puedo volverme a casar... tal vez no esté muy lejos de eso... tu presencia aquí es un grave inconveniente, un compromiso... No te enojés. No hago sino decirte verdades...
Cata siguió hablando, dándole mil razones, aconsejándole ese sacrificio que le haría perdonar sus faltas.[309] Pero según Cata no era sacrificio para su hermana el irse a vivir en una magnífica estancia, junto a un hombre "sencillo y enamorado", para ser definitivamente "una señora". Cuando Cata terminó de hablar, Nacha levantó los ojos llenos de lágrimas y sólo dijo estas palabras:
—Está bien. Todo lo acepto.
El paisano, entonces, trató el asunto con ella. Nacha creyó indispensable referirle su vida. Le declaró, con palabras textuales, que había sido una mujer pública.
—Ya me lo habían contao, m'hijita—exclamó el guaso, riendo groseramente.
Nacha quedó asombrada, no habiendo nunca imaginado que hasta allí llegara la perversidad de su hermana.
—Y vea, niña, yo la pastoriaba con la intención de casarme. Es cosa fiera vivir solo tuita la vida, y pensé que una compañera como usté, sería lindo, ¡jué pucha!
Y el bárbaro saboreaba, visiblemente, el goce brutal de poseer a Nacha.
No tardó Nacha en comprender hasta el detalle la maniobra de Cata. Un médico, un pobre diablo de una lejana provincia, pero médico de todos modos, la cortejaba; y ella había resuelto no dejarlo escapar. Para esto urgía la separación de Nacha. El paisano habíale dicho vagamente que se casaría; pero Cata, temiendo que no se decidiese y segura de que no se atrevería a proponer lo otro, le refirió la vida de su hermana. Al mismo tiempo le insinuó llevársela como querida.
—Hay muchos hombres de campo—le dijo Cata en [310] el tono de quien aconseja—, que se llevan una muchacha a la estancia. Y sin casarse, claro. Para ellos es lo mejor. Yo no digo que hagan bien, pero no los critico porque comprendo que es lo más cómodo, lo más práctico y hasta lo más barato. Después, a los años, si la muchacha resultó buena, se casan. Y si no resultó buena, o les gusta otra, la dejan... Eso es lo que hacen todos, todos...
Recalcó la palabra todos, y agregó, para acabar de convencer al paisano:
—¡Cómo son los hombres! ¡Ustedes saben vivir!...
El paisano oyó estas cosas con estupefacción al principio y con golosa sonrisa después. ¡Mire si se hubiera casado! ¡Con razón desconfiaban los paisanos de los puebleros! En cuanto a Nacha, se sometía a vivir con aquel hombre como quien hace un gran sacrificio. Pensaba ser buena, fiel, sumisa. Al cabo de los años, sobre todo si tenían hijos, el hombre se casaría con ella. Y así, la mujer honesta que iba a ser, podría rescatar sus diez años de mal vivir. Era una triste solución para ella, la más triste porque la alejaba de Monsalvat para siempre. ¡Para toda, toda su vida!
Desde que se resignara a su sacrificio, observó al criollo con nuevos ojos y le encontró algunas cualidades. Era leal, sincero, ingenuo, manejable, valiente como buen hijo de nuestros campos, y no carecía de sentimiento. Nacha pensó que una mujer inteligente y hábil podía civilizar a ese hombre, sin grandes dificultades. Aquella mañana del encuentro con Monsalvat, el criollo, enamorado de veras y encantado con el carácter de Nacha, le prometió casarse derechamente, en Buenos Aires, antes de irse a la estancia, ahorrándole [311] a la muchacha la humillación de aquella "prueba" a que habían pensado someterla.
Nacha salía a veces con su futuro marido. Iban a las tiendas, a comprar ropa para la casa de la estancia. En la última de aquellas salidas fué cuando Nacha encontróse en un tranvía con Monsalvat.
A la mañana siguiente, Monsalvat, recostado en su cama, leía, cuando llamaron a su puerta. Dijo que entraran. Apareció Nacha. Vestía de luto, como en la tarde anterior. La ropa negra, enmarcando su blancura, le daba un gran encanto. Parecía feliz, alegre, como quien acaba de resolver el problema de su vida.
Monsalvat quedó recostado, a pedido de ella. Sentíase mal de la vista, y su esfuerzo por leer le había hecho mucho daño. Dolíanle los ojos; veía las cosas zurdamente dibujadas y sin contornos definidos, como en ciertos cuadros impresionistas. Nacha, sin decirle una palabra, observó el cuarto, detalle por detalle; luego miró a su amigo detenidamente, y, por fin, después de quitarse el sombrero, dijo, con sencillez:
—He venido a quedarme.
—Sabía que ibas a venir—contentó él, tendiéndole una mano.—Pero no imaginé que te quedarías para siempre.
—Para siempre...—repitió ella, tomándole la mano y sentándose en la cama, junto a él.
—¿Y por qué haces eso? ¿No ibas a casarte?
—Hago esto porque tú necesitas que te cuiden y te acompañen...
—¿No te casas?
—No, ya no puedo casarme.
—¿Por qué, Nacha?
—Porque ese casamiento era una mentira...
Monsalvat sentíase tan feliz que se imaginaba estar soñando. Nacha continuó diciendo que no quería ni podría querer nunca a ese hombre. ¿Para qué sacrificarse, pues?
—Tienes razón—exclamó Monsalvat.—El sacrificio sin objeto, sin utilidad ninguna, es un absurdo y hasta una inmoralidad. Sólo debemos sacrificarnos cuando nuestro sacrificio producirá un bien y cuando amamos nuestro sacrificio. Yo creo, Nacha, que el sacrificarse debe ser el más alto goce espiritual...
Nacha quedó pensando que así era el sacrificio que ella comenzaba ahora. De haberse casado con el paisano, habría tenido, entre muchas ventajas, ésta de que jamás ella disfrutó y cuyo valor sólo un vagabundo o una mujer como la que había sido ella podían apreciar enteramente: la seguridad en la vida. Dinero, casa, comodidades, hogar, todo lo habría tenido casándose. Y alguna vez, cuando el hombre, quince años mayor que ella, muriese, quedaría libre y con una fortuna en sus manos. En cambio, acompañando a Monsalvat no tendría sino tristezas. En vez de una estancia, un cuarto de conventillo; en vez de hogar, un pobre amigo que necesitaba de sus cuidados; en vez de comodidades, pobrezas. ¡Y en vez de ese día de libertad y de fortuna, largos años de sufrimientos, junto al lecho de un enfermo! Entre los dos sacrificios, ella elegía el de seguir el destino de Monsalvat. Era triste este destino... ¡Pero ella se sacrificaba con todo su amor, con todo su placer, con toda su alegría!
La desaparición de Nacha causó a su hermana un colosal disgusto. Faltóle tiempo para desacreditarla entre los pensionistas, contando su historia y hasta inventando lo que no existía. El paisano, furioso, se creyó engañado y vejado. ¡Con razón desconfiaba él de los puebleros! Y se marchó de la casa, de bombacha y bota de potro, como el día de su llegada, imaginando vengarse así de Cata y de su hermana, de los estudiantes que ahora lo "titeaban" impunemente, y de todas las gentes de la ciudad.
Pocos días después de haber tomado una pieza en la misma casa donde Monsalvat vivía, Nacha escribió a su hermana. Decíale que no temiese ser comprometida por ella, pues su deseo de alejarla estaba realizado; aunque de otra manera que casándose con el paisano y yendo a vivir en una estancia. Podía Cata quedarse bien tranquila y asegurarse a su médico. Ella no la molestaría, no la vería más si se lo reclamaba. En cuanto al paisano, rogaba a Cata que, para aplacarle, echase a ella toda la culpa, que la desacreditase cuanto quisiera, que hasta le atribuyese únicamente a ella el plan de aquel noviazgo. De este modo, Cata se lavaría las manos y el hombre podría continuar en [314] la casa. Nacha hubiera deseado pedirle perdón al pobre hombre, explicarle su caso. Pero pensó que ni el hombre ni tal vez nadie la comprendería, y prefirió que la odiara.
Nacha había conseguido, de aquel abogado que la protegiera desinteresada y honestamente, algún dinero que le devolvería apenas se vendiese la casita de Liniers al dividirse la herencia. Pagó los meses que debía Monsalvat, y empleó el resto en proveer a su amigo de ropa. Monsalvat no quería aceptarle nada y hasta llegó a enojarse. Pero como Nacha amenazó con dejarle, tuvo que acceder.
Poco a poco fué Monsalvat mejorando. El cariño de Nacha resultó un poderoso tónico para su salud. Salían todas las tardes a pasear. Iban a Palermo, al Zoológico, al Parque Lezama. Al cabo de dos meses, Monsalvat estaba curado de su debilitamiento.
Pero en cambio, otro mal aún más grave se había definido. A medida que mejoraba su salud, iba empeorando su vista. Ya no le era posible leer diarios; y libros, solamente los impresos en letras grandes, y con el auxilio de una lupa. Una mañana encontróse conque no podía leer nada, ni con la lupa. Aun los objetos del cuarto no los veía sino muy vagamente. Todo estaba en una penumbra, en una misteriosa, trágica penumbra. Hasta entonces, aquel mal de la vista le preocupó muy poco, creyéndolo algo pasajero. Pero aquella mañana comprendió que iba volviéndose ciego. Una triste noche comenzaba a caer sobre su vida, y sintióse solo, aislado del mundo entero, aislado para siempre de sus amigos, de Nacha misma, en una horrible soledad. ¡Y cómo se reconcentró en lo[315] más hondo de su alma, cómo se elevó, en su dolor, por encima de todas las preocupaciones humanas! Todo se tornó pequeño, efímero, ante aquella gran tristeza que presentía. Hasta sus ideales fuéronle indiferentes en medio de su sordo y lento dolor. Tenía la sensación de que había comenzado a morir, de que una parte de su ser había ya muerto.
A Nacha habíale dicho varias veces que veía mal. Además ella lo notaba. En los días anteriores Monsalvat necesitó apoyarse en su brazo para caminar. Pero Monsalvat había hablado de aquello cuando no lo creía grave. Ahora, que se consideraba ciego, no se atrevía a decirle nada a Nacha. Parecíale que diciéndolo, su mal se agravaría. Era mejor ocultarlo y, cuando todo pasase, entonces se acordaría y le contaría sus temores a Nacha. Pero, ¿pasaría ese mal? Monsalvat pretendía sugestionarse a sí mismo, inculcarse esperanzas. Y no tanto por la esperanza en sí, sino para poder vivir, para seguir viviendo. ¡Era demasiado triste aquella muerte de sus ojos, aquella noche de su vida!
Pero cuando Nacha entró en el cuarto aquella mañana, lo comprendió todo. Aunque ella no dijera una palabra, Monsalvat tuvo la sensación de que Nacha ya lo sabía. Al sentir a la amiga junto a él, su emoción le traicionó. Extendió los brazos hacia ella y la atrajo.
—¡Nacha!—exclamó, con la voz rota, mientras se cubría los ojos con las manos, para indicar la causa de su dolor.
—No te aflijas tanto. Esta tarde iremos al médico. Tengo confianza en que sanarás...
Nacha lloraba silenciosamente, y, aunque él no podía ver su llanto, ella le ocultaba el rostro.
A la tarde fueron al consultorio de un especialista célebre. Nacha ya había explicado el caso a Torres, con minuciosos detalles. Torres visitó a su amigo y le observó insistentemente. No le auguró a Nacha nada bueno. Así es que ella no esperaba del especialista una respuesta favorable. Hacía algunos días de la visita de Torres. Desde entonces, Nacha pasaba las horas en una constante angustia. En la soledad de su cuarto, lloraba sin cesar. Y cuando estaba en presencia de Monsalvat, no hacía sino mirarle, mirarle a los ojos, como obsesionada, como si no pudiese dirigir los suyos hacia otra parte.
El especialista examinó al enfermo largamente. Cuando terminó hizo a Nacha un gesto con las dos manos, indicando que aquello no tenía remedio. Y en seguida, contestando a una pregunta de Monsalvat, repuso, afectuosamente:
—No es tan grave su caso, mi amigo. Le ordenaré unas inyecciones y espero que mejorará un poco.
—¿Usted cree que puedo mejorar...?
—Un poco, sí... no es imposible... los recursos de la ciencia son muy grandes... la naturaleza nos da tantas sorpresas... en fin... no debemos desesperarnos... hay cosas peores en la vida...
Desde este instante, Monsalvat y Nacha no desearon otra cosa que encontrarse solos. Cada uno lo deseaba por distintos motivos. Monsalvat, para desprenderse siquiera de una parte de aquella angustia que le ahogaba. Nacha, para darle su consuelo.
Porque ella tenía una idea. Desde que habló con [317] Torres venía pensando en aquella idea que, en medio de su sufrimiento, le daba una gran felicidad.
Llegaron a la casa y entraron en el cuarto de Monsalvat. Nacha cerró la puerta con llave, para evitar que les molestasen los hijos de Moreno.
—Tengo una cosa que decirte, una cosa muy importante—empezó Nacha, dándole a Monsalvat una silla y sentándose a su lado.
—¡Es horrible mi situación, Nacha!—acertó apenas a balbucir Monsalvat.
—Mira, no te aflijas. Ya encontraremos la solución. Todo en la vida tiene una solución. La cuestión está en encontrarla...
Nacha había atraído al ciego hacia ella y le besaba en la frente. Su mano le acariciaba el cuello, los ojos, la cabeza. Monsalvat, en otro momento, se habría asombrado de aquella ternura de Nacha para con él. Sólo en tres o cuatro ocasiones transcendentales, en medio de grandes penas, se habían besado en la frente. Pero ahora, aquellos cariños le parecían cosa natural. Lo que no sabía era cómo interpretarlos, ¿Le amaría Nacha? ¿Le amaría con amor de amante y no como una hermana, según creyó hasta entonces? Por su parte, él sentía un renacer de todo su amor. Una dulzura interminable le iba invadiendo. Sin embargo, exclamó:
—¡No vale la pena vivir así!
Estas palabras decidieron instantáneamente a Nacha. No le miró ella, pero adivinó que él esperaba. Y con lentitud, llenos de lágrimas los ojos, le acercó la cabeza y puso sus labios en los de él.
—¡No digas eso, no digas eso!—le susurraba ella [318] sin dejar de besarle.—No hay que hablar contra la Vida porque es insultar a Dios.
En medio de su gran tristeza, Monsalvat era feliz. Nacha era también feliz. Veía que él la amaba siempre y que sus palabras y sus cariños le consolaban. Y era, sobre todo, feliz Nacha, porque sentía cuánto amaba a aquel hombre. ¿Cómo no lo comprendió antes? Pero pensó que era mejor así. De este modo, la revelación de su amor disminuía enormemente el mutuo sufrimiento de la tragedia.
Nacha sintió que había llegado el momento de hablarle a Monsalvat de "su idea".
—Quiero decirte una cosa. Escúchame. Vas a ver cómo todo tiene solución en la vida...
Monsalvat dirigió su rostro hacia ella, como para mirarla. Pero no dijo una palabra. Presentía lo trascendental para su vida. Presentía algo muy bello y muy grande. Su corazón latía con golpes de una extraña fuerza. Su alma vivía aquel silencio con la vida de años enteros. Recogido en lo más hondo de su alma, esperaba. Esperaba con una ansiedad mezclada de fe, de sufrimiento, de amor. Había en su trágica expectativa tal vez un poco de lo que hay en los momentos que preceden a una tempestad o un poco de lo que debió haber en el alma de Beethoven, momentos antes de escribir la Patética.
Pero ya el silencio terminó. Ya oía él la voz de Nacha que salía muy lenta, impregnada de la emoción del instante, confiada y resuelta.
—Una vez... hace más de un año... me pediste... una cosa. Yo entonces me negué... Me negué, queriéndote en el alma... para no inutilizar tu vida...[319] Lo diste todo por mí... lo perdiste todo por mí... Ahora, yo puedo pedirte aquello mismo...
Calló. Instantáneamente vió lo que era Monsalvat: un hombre enfermo, ciego, que nunca podría trabajar lo suficiente para vivir con holgura; un hombre solo, sin nadie en el mundo; un hombre sin más porvenir que su tristeza y su noche. Pero entornó los ojos y continuó:
—Ahora... yo quiero... que te cases conmigo...
Monsalvat meditó un momento, con la cabeza inclinada. No se movía. No se movía tampoco Nacha. Ninguno quería turbar aquel silencio en que se resolvía la tragedia de dos vidas.
—No—afirmó Monsalvat.
Nacha se echó a llorar. Él entonces explicó.
—Te quiero demasiado, Nacha, para aceptar tu sacrificio. Que me acompañes, que me cuides durante un tiempo, está bien. Pero que te unas para toda tu vida con un inválido, ¡nunca, nunca!
¡Cómo sonaron estas palabras en el corazón de Nacha! Dos martillazos no le hubieran dolido más. Pero tuvieron la virtud de redoblar su firmeza. Le inspiraron las palabras de salvación.
—No es sólo por cariño ni por agradecimiento... ¡Es por mí misma!
—Piensa que sufrirás toda tu vida y que eres joven, Nacha. Piensa que faltándome recursos podrás padecer hambre y miserias...
—Sufriré con resignación... Una vez me dijiste que era necesario sufrir... ¡No he olvidado nunca tus palabras!
—Pero, ¿toda, toda la vida, Nacha?
—Toda la vida. Lo acepto y lo deseo. Quiero rescatar la mía. Quiero merecer ser perdonada.
—¿Por quién, Nacha?—exclamó él, atrayéndola.
—No sé. Por Dios, si existe. Por la Vida, contra la cual he faltado. Por el Amor, al que tanto ofendí. Por mí misma. ¡Necesito perdonarme a mí misma...!
Monsalvat le ofreció sus labios. Era su respuesta.
—Tu vida es mía—dijo ella dulcemente y con una sonrisa de felicidad, que Monsalvat sintió.—Tu dolor es mío. Ya sólo la muerte conseguirá separamos.
Monsalvat veía una gran Luz. ¡Era una Luz infinita que llenaba el mundo, que estaba también dentro de su alma y que se proyectaba hacia el futuro, hasta el término de sus días!
Dos años habían pasado desde el casamiento de Nacha. Ella y Monsalvat vivían en la casa de huéspedes de la calle Tacuarí, que Nacha gobernaba hábilmente. Su hermana, casada con su médico, habíase marchado a una provincia lejana. Nacha no tenía sino ternuras para su marido, y él, con aquella mujer a su lado, casi no necesitaba de sus ojos.
No era el no ver lo que apenaba a Monsalvat, sino la inutilidad en que aquella desgracia le sumía. Hubiera deseado trabajar y continuar su obra en favor del pobre y del caído. Pero ¿qué podía hacer un ciego? Se limitaba a reunir a los chicuelos del barrio, a los cuales, en forma agradable y divertida, les enseñaba muchas cosas. ¡Lástima no poder enseñarles a leer! Confiaba en la lectura casi con superstición. Creía que la renovación del mundo vendría por el amor y por el libro. Se hacía comprar por Nacha libros para los niños, y regalábaselos a los que mejor aprovechaban de sus enseñanzas.
La presencia del ciego había puesto una extraña nota en la vulgaridad de la casa de huéspedes. Los estudiantes lo adoraban, eran todos amigos suyos, y algunos verdaderos discípulos. Leíanle diarios y libros. Él explicaba, comentaba. Los estudiantes jamás[322] le contradecían. Si no estaban de acuerdo, pedíanle una explicación de sus pensamientos, deseando convencerse, pues tenían la certeza de que toda idea que aceptase el ciego debía ser la mejor. Su palabra, habitualmente tranquila, se inflamaba en ocasiones: cuando hablaba de las imperfecciones del mundo. Pero no se indignaba contra nadie. Su espíritu había alcanzado la serenidad.
Desde que el ciego estaba en la casa, no se oían las palabras groseras, los torpes relatos que en otro tiempo. Las bromas de estudiantes habían pasado también, y se dijera que la generación de ahora tuviese de la vida un concepto noble y trascendental. El jugar a las cartas había sido reemplazado por la lectura de cuentos, de versos, de artículos de diarios. Todo estudiante que descubría un bello libro o una página maravillosa, pensaba: "Le va a gustar a don Fernando", y a la noche le leía un trozo. Si alguna vez alguien propuso una broma, no faltó quien se opusiera, diciendo:
—No hagamos eso. Puede no gustarle a don Fernando.
El ciego les predicaba el Amor, dando a esta palabra su sentido más vasto. Quería que sus jóvenes amigos amasen a sus semejantes, que no tuviesen odios para nadie, que disculpasen las doctrinas erróneas. Quería que amasen a alguna mujer, porque amando los corazones se engrandecían y el alma se purificaba. Sus discípulos llegaron a amar a sus novias o a sus amantes con amor exaltado y espiritual, no dando al instinto y a la materia sino el lugar secundario que les correspondía.
Algunas veces la lectura de un libro en común entusiasmaba al ciego. Era casi siempre el relato de alguna bella acción, la presencia de una alma grande, de una pasión maravillosa o la visión de un mundo nuevo. Entonces, Monsalvat hacía callar al lector, y a su lado, en la mesa del comedor, Nacha y cinco o seis estudiantes rodeábanle para escucharle. Su palabra adquiría una entonación cálida, un intenso fervor. El pequeño auditorio emocionábase el oirle hablar de la Vida, de la nueva Humanidad, del Amor, del Bien, de la Justicia. Como blancas palomas sus frases revoloteaban por el cuarto, llenando el ambiente de pureza, de dulzura, de bondad.
Y así pasaban los días para el ciego. Y su noche sin fin no era ahora trágica como en los primeros momentos, sino dulce, apacible y poblada de voces familiares. Tal cual estrellita asomaba allá en lo alto.
Y así pasaban las semanas y los meses, hasta que llegaron los últimos días de Julio de mil novecientos catorce. ¡Días trágicos, días de fiebre! La Guerra estaba en todas las conversaciones, en todas partes donde dos personas se encontraban. Aullaban las sirenas de los diarios, anunciando las noticias terribles. Las multitudes iban de un lado a otro, enfermas de inquietud, obsesionadas con la guerra, alucinadas, delirantes. En los diarios, agitados por la locura, los títulos se agrandaban; saltaban, vibrantes y estremecidos, a los ojos de los lectores. Una conmoción frenética, una angustia extraña, un temblor de pesadilla había en los rostros, en las cosas, en los diarios, en el aire, en todo el ambiente.
Y esta emoción monstruosa llegó naturalmente has[324]ta Monsalvat. El ciego hacíase leer los diarios unos tras otros; hacíase llevar a la calle, frente a los pizarrones, para oir a la gente y sentir la angustia y el latido de la multitud. Pero él no había perdido enteramente su serenidad. Al contrario de los estudiantes, y de todas las gentes, que se ponían en un bando o en otro, Monsalvat permanecía neutral, ajeno a aquellas pasiones insanas.
Por fin comenzó la Gran Guerra. Un atardecer de Agosto, los estudiantes llevaron a la casa la noticia de que la caballería alemana acababa de invadir Francia. Estaban todos en la mesa. Los que entraron, gritaron desde el umbral, emocionados, con la voz temblante:
—¡Ya empezó! ¡Alemania ha invadido el territorio francés!
El latigazo de una conmoción brutal dió de golpe a todos los que allí estaban. Hubo un instante de silencio. Luego vinieron las palabras de asombro, de maldición, o de simpatía hacia alguno de los bandos. Un estudiante se levantó y gritó un ¡Viva Francia!
Sólo el ciego no decía nada. Permanecía como recogido en sí mismo.
Por fin, notando su silencio, alguien le pidió su opinión.
Y entonces él habló. Había en su voz un gran dolor, pero al mismo tiempo su rostro expresaba la serenidad, el optimismo, la ilusión.
—Esta guerra es un crimen monstruoso—dijo.—Es el mayor de los crímenes que se hayan cometido sobre la tierra. Y no tanto por la muerte de los seres humanos como producirá, sino porque destru[325]ye una de las más bellas ilusiones que soñaron los hombres de corazón.
Se hizo un silencio. Nadie hubiese atrevido a moverse. Por el rostro del ciego pasó algo sombrío.
—Pero a pesar de todo, ¡bienvenida sea la infamia de esta guerra! Ellos lo han querido y Ellos lo tendrán.
Los estudiantes se miraron unos a otros, interrogándose con los ojos. Pero en seguida comprendieron quiénes eran Ellos: eran los poderosos de la tierra, los que detentan la riqueza, los que poseen la fuerza, la felicidad, ¡todo, todo, todo!
—El Día se acerca—exclamó el ciego.—Esta guerra, es el comienzo del gran Día. Yo lo siento venir. Yo lo siento ya dentro de mí. No sé cómo vendrá. No sé si llegará poco a poco, o si llegará de pronto, fulminantemente, como un rayo vengativo. Pero sé que se acerca el gran Día: ¡el día de la Justicia!
En la hondura del silencio que sobrevino, parecía oirse el latir vigoroso de los corazones jóvenes y el trabajar del pensamiento en cada cerebro. A los ojos de algunos, las lágrimas asomaban.
Con la cabeza erguida y alta, se dijera que Monsalvat, mirando el porvenir por los ojos de su alma, veía ya muy próximos, hacia el final del gran Crimen, el principio de aquellos años de Justicia, con que soñaba.
La noche del ciego habíase llenado de estrellas...
FIN
Enero-Noviembre de 1919.
IMPRENTA MERCATALI, CALLE JOSÉ A. TERRY 285
BUENOS AIRES
End of the Project Gutenberg EBook of Nacha Regules, by Manuel Gálvez *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK NACHA REGULES *** ***** This file should be named 60748-h.htm or 60748-h.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/6/0/7/4/60748/ Produced by Andrés V. Galia, María C. Fernández Quintana and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. 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